Maicao, el pueblo que el Gobierno no quiere mirar

La migración de venezolanos y el Permiso Nacional de Permanencia tienen sumido en una crisis humanitaria a este municipio de La Guajira en el que ya hay más de 40 mil personas del vecino país.

Camilo Amaya- Enviado Especial Maicao
12 de noviembre de 2018 - 03:00 a. m.
Cada día llegan camionetas repletas de venezolanos provenientes de la frontera en Paraguachón. / Gustavo Torrijos- Enviado Especial Maicao
Cada día llegan camionetas repletas de venezolanos provenientes de la frontera en Paraguachón. / Gustavo Torrijos- Enviado Especial Maicao
Foto: GUSTAVO TORRIJOS

Un hombre de camisa blanca y pantalón caqui toma nota en una hoja blanca y con una letra poco legible escribe cada palabra que le dice Aldemiro Santo, secretario de Gobierno de Maicao. El personaje, bajito, de ojos rasgados, orejas grandes, piel trigueña, nariz aguileña y dientes terrosos, levanta la cabeza solo para asentir. “Mire, lo que tenemos que hacer es formar una cooperativa y ponerle un producto a su nombre. ¿Qué le parece Tintos Zenú?”. El hombre alza las cejas y suelta un tímido “me gusta”.

Por su postura encorvada parece que tiene sesenta años o más, pero apenas llega a los 45. Forma parte de la etnia de los zenúes, tejedores que vivieron en las riberas de los ríos Sinú y San Jorge, y que con los años se tomaron Maicao para vender tintos, para comerciar. “Tenemos que ganarles la partida a las niñas”, exclama Santo refiriéndose a las venezolanas que han llegado a la población y se paran con un termo para ofrecer café con leche como fachada de la prostitución. De hecho, en el lugar donde siempre se ubica el indígena hay una morena de piernas largas, curvas inquietantes, rostro delicado y pulido, maquillada a la perfección, que encandila con el movimiento de su falda corta, que habla con uno y otro hombre de manera coqueta y que cobra $50.000 por el rato.

Esa es una de las problemáticas que vive un municipio al que llegan todos los días decenas de personas con pasado y sin futuro, en el que se ven negros, blancos, mestizos, indígenas y ahora muchos venezolanos. La mayoría se queda, otros van y vienen. Esa es la dinámica de una migración en un pueblo que se volvió ciudad a punta del contrabando de cigarrillos y televisores, y que ahora, a duras penas, tiene electrodomésticos en sus calles principales. A las afueras, Maicao huele a patilla y a gasolina, pero a medida que uno se acerca al centro el aroma cambia, las aguas fétidas, posadas por la deficiencia del acueducto, generan un hedor que solo el foráneo parece percibir. La calle 13, por ejemplo, es como un bazar: de un lado hay un puesto con arroz, huevos, harina, mantequilla, aceite, fríjoles, salsa de tomate, mayonesa, detergentes y leche en polvo; del otro un hombre afila un cuchillo para cortar un trozo de carne que trajo en un maletín desde Guarero. “Fresquita, patrón”, dice el improvisado carnicero antes de mandar un golpe seco para partir un cartílago al que todavía le chorrea sangre sobre una bandeja metálica.

Bajo la lumbre del sol de mediodía se ven con claridad las moscas y las ratas que se escabullen por debajo de las llantas de los camiones viejos y oxidados, que se abren paso entre senderos improvisados de gentes con sus platones repletos de venezolanos, de personas que llegan cargando maletas, colchones, sillas y hasta sus sueños. Los puestos de quesos abundan, unos más grandes que otros, frágiles y toscos, con una balanza para saber cuánto cobrar por un pedazo de un producto salado, de olor fuerte y que se deshace en la boca. María de los Ángeles Hernández tiene 24 años y es contadora pública de la Universidad de Zulia. Llegó a Maicao hace tres meses con sus dos hermanos para vender queso a $2.000 la libra, $3.000 si le compran dos. “Así toca, mi amor, porque allá nos estamos muriendo de hambre”, cuenta mientras mueve la mano derecha para espantar los mosquitos que ha dejado la lluvia incesante de la tarde anterior y que la obligó a perder el día encerrada en una habitación que alquila por $20.000 la noche y que tiene tres camas sencillas, un ventilador en el techo y un televisor pequeño, al que se le distorsiona la imagen con cualquier movimiento (en una jornada buena gana $180.000, equivalentes a 52 meses de trabajo en su país).

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Como ella, según cifras de la Alcaldía, en Maicao hay 26.000 venezolanos registrados más otros 20.000 (cálculos aproximados) ilegales que duermen a la intemperie en los andenes, en camas improvisadas y en hamacas que amarran en los postes de luz o debajo de las casetas del parque principal. “Ya no es solo en la periferia, como antes, ahora están por todos lados, arman cambuches con sus familias y se apropian del espacio público”, apunta el secretario de Gobierno. Y así como el número de inmigrantes crece de manera descontrolada, la tasa de homicidios también. De hecho, a la fecha se han presentado diez más que en 2017 (82), el 30 % de los cuales se les atribuyen a ciudadanos del vecino país.

“Es que ese es el problema: se aprovechan y vienen a cometer delitos y entonces todos quedamos como si fuéramos malos, y no es así. Hay gente honesta y trabajadora que solo quiere salir adelante”, asegura Marco Lerda, jefe de seguridad de la fábrica de leche del Grupo San Simón, que arribó a Colombia luego de que Nicolás Maduro expropiara una de las empresas más exitosas del país. Marco vende frascos pequeños de antibacterial al frente del Colegio La Inmaculada, con un sombrero de paja para huirle al sol calcinante, una camiseta que alguna vez fue blanca, una pantaloneta gris con agujeros en los muslos y unas alpargatas desgastadas que dejan ver el talón, pues las hebras están rotas y no hay dinero para otro calzado.

Su hijo menor, un niño de tres años, descansa boca abajo en una colchoneta que compró por $5.000; su hija trata de destapar con los dientes un paquete de papas fritas en medio del clamor de la calle, y su mujer come un arroz con pollo que le regaló un señor que pasó en una camioneta Gran Vitara. En diagonal a su improvisado puesto de ventas está uno de los cinco comedores comunitarios de la Pastoral Social y el Programa Mundial de Alimentos de la ONU. Por día, entre desayunos y almuerzos, se reparten 1.500 platos para los venezolanos registrados que lleguen con su documento de identidad. “Prefiero venir al de La Victoria, porque el tipo de la puerta es más amable. En los otros lados te amenazan con no darte nada y te tratan mal”, dice José Luis Villalba, un odontólogo caraqueño que lleva un mes en Colombia, con un cigarrillo sin encender apretado entre los dientes.

Fotos: Gustavo Torrijos

En ese lugar, como en los demás, siempre hay una fila extensa cuando faltan veinte minutos para el mediodía, igual sucede antes de las 8:00 a.m. Mujeres y niños tienen prioridad, después entra el resto, gente devorada por el hambre que busca comida, pero también un espacio para dialogar con los suyos, para contar lo dura que está la situación y bromear con la tragedia del otro, hasta con la propia. “Estos chamos se están burlando por lo gordito que estoy, porque dizque tengo reservas para unos cuantos días”, dice Horacio Díaz, a quien le faltan dos dientes incisivos, y con una barriga tan grande que pareciera que el botón del pantalón fuera a salir volando con cualquier movimiento.

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Los niños juegan cartas, ajedrez, golosa y cantan canciones de Chino y Nacho, los recién nacidos son amamantados bajo una carpa blanca de la ONG Save The Children, que hace las veces de guardería y donde médicos voluntarios examinan a los bebés con ojos de cirujano, con el detenimiento de un especialista, y los más viejos son ubicados a la sombra de un árbol cerca de unas escaleras que dan a un piso deshabitado. “¿Usted sabía que un hombre de 22 años intentó quitarse la vida luego de que su hijo muriera por desnutrición?”, le pregunta un anciano a otro, quien le responde: “Irse al más allá parece la opción clara en el más acá”.

Pero volvamos al bullicio y a la congestión, y a las calles donde las palabras se pierden sin eco, donde los carros ilegales aumentan a medida que avanza el día con personas montadas en una especie de racimo humano y donde el de fuera es inspeccionado de forma rigurosa con una mirada de desconfianza. El tumulto ya es un problema de salud pública, de gripes que proliferan y mutan en otras enfermedades, al punto de generar una crisis en los centros médicos. “Desde que al Gobierno nacional le dio por implementar el Permiso Especial de Permanencia, a través del cual los venezolanos tienen derecho al trabajo y acceso a la salud, los centros asistenciales están colapsados. A la fecha les deben $15.000 millones, de los cuales solo se han abonado $3.000 millones. Esto es una olla de presión que va a estallar”, dice el funcionario de la Alcaldía.

Además, los índices de VIH se han incrementado, al punto que en 2017 se presentaron ochenta casos y este año la cifra ya pasó por ahí. “En Maicao hay quince burdeles registrados en los que ya no queda una sola colombiana. Ahora son prostitutas venezolanas. Y eso que en la calle es imposible hacer un conteo. No hay forma de tener un censo en ese rubro”, apunta el secretario de Gobierno, el mismo que todas las madrugadas llena dos buses con mujeres entre los 18 y 40 años para devolverlas a Paraguachón, la frontera con Venezuela, por no tener papeles. “Es lo único que se puede hacer: dañarles la noche, en una especie de plan de desmotivación para que no vuelvan. Sin embargo, al otro día puede haber el doble o el triple. La última vez llevamos ochenta”.

La ingobernabilidad de Maicao se nota más allá de los números o las estadísticas oficiales, se siente en el aire húmedo, en sus vías colapsadas, en los colombianos y los venezolanos que pelean por sobrevivir, que tratan de sacar ventaja entre ellos mismos, donde, por ahora y para todos, hay más pérdidas que ganancias. Una región en la que no existe simbiosis y donde la realidad, sin duda, supera la ficción por el frenesí de tantas gentes jalando para su lado, huyendo de la pobreza, huyendo de la muerte.

@CamiloGAmaya

 

Por Camilo Amaya- Enviado Especial Maicao

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