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Salgan, niños! Corran hacia el cerro! Salgan en la noche desnudos y encarámense en el cerro!
No pierdan un minuto, niños, miren cómo el lodo lo sepulta todo bajo sus mantas espesas!
Corran, niños, corran hacia el cerro con la brisa y la grama dulce que les quede de recuerdo entre los ojos!
Fragmento de 13 de noviembre de 1985, de Gonzalo Mallarino.
El siglo XX empieza en la poesía con Suenan timbres (1926) de Luis Vidales. Cuando el conservadurismo completaba cuatro décadas en el poder y la escolástica aplanaba cerebros en las aulas, nacieron los Nuevos, una generación que peleó contra su tiempo. Jorge Zalamea y León de Greiff (poetas), Ricardo Rendón (dibujante), Alberto Lleras y Gabriel Turbay (futuros políticos) se reunían a tertuliar en los cafés bogotanos sobre las rupturas estéticas que entraban a Europa. Mientras el fantasma de Marx deambulaba por el mundo y se alzaban banderas rojas de emancipación, los Nuevos perseguían que el temblor que sacudió el estado de las cosas tras la Revolución rusa y los movimientos culturales de posguerra tuviese réplica en Colombia.
Vidales y Luis Tejada, acaso el cronista más popular de la década, fundaron el Partido Comunista Colombiano. Vidales le puso ironía ácida a la poesía de paisajes idílicos y rosas artificiales que rimaba por entonces, subvertió con humor —y no con panfletos— el peor de los destierros: estar exiliado en su propio país. En 1928 renunció a su cargo diplomático en Génova en respuesta a la Masacre de las Bananeras, la primera cachetada de la derecha en el país. Todo esto cuenta Santiago Espinosa (Bogotá, 1985) en Escribir en la niebla, libro de ensayos sobre 14 poetas colombianos editado por Valparaíso este año.
Junto a Vidales, una legión de hombres y mujeres crearon una explosión de poesía durante la Primera Guerra Mundial. Algunos poetas colombianos se lavaron los ojos, limaron los colmillos a la fiera: las guerras civiles, las masacres. “Uno junto del otro están caídos, / muertos, / al borde del camino, los dos cuerpos. / Debieron ser esbeltas sus dos sombras / de languidez / adorándose en la tarde”, escribe Fernando Charry en Llanura de Tulúa. “A menudo silban balas o es tal vez el viento / que silba a través del techo desfondado. / En esta casa los vivos duermen con los muertos, / imitan sus costumbres, repiten sus gestos / y cuando cantan, cantan sus fracasos”, escribe María Mercedes Carranza en La Patria.
Pero en la Segunda Guerra Mundial la poesía se calló. Y volvió a silenciarse en el Bogotazo y en la toma del Palacio de Justicia, y sólo musitó unas palabras frente a la avalancha de Armero. Hasta el momento sólo se han rastreado tres huellas del pueblo en la poesía colombiana: el poema escrito por Gonzalo Mallarino; Albedrío, de Hernando Guerra Tovar, y Armero, de Gabriela Santa Arciniegas.
¿Por qué la poesía les da la espalda a algunos hechos históricos del país? “Pienso que los poemas a veces hablan desde las emociones de la gente y no necesariamente desde los sucesos. Son una historia privada”, opina Santiago Espinosa. Gonzalo Mallarino, por su lado, alega que es momento de que este hecho tenga un peso gravitacional en la poesía colombiana: “Estas cosas toman tiempo. Toma tiempo que se decanten y vayan hasta el fondo del corazón y de la conciencia de la gente, los artistas. Probablemente lo más valioso está por salir. Yo creo que influyen los defectos de la mirada de Bogotá y Medellín, su mirada despectiva. Incluso mi propio relato ocurrió lejos. Desconcierta que del lado de la poesía no exista nada. ¿Qué habrán escrito los autores criollos y los niños en las escuelas? Eso es difícil saberlo, pero nos falta revisar lo que pasó inmediatamente después de la avalancha. Nos falta conocer a los autores que están ahí pero no son publicados ni difundidos”.
***
No hay huellas de Armero en la poesía colombiana. Hay, tan sólo, débiles marcas. Durante casi 15 años sólo hubo un poema que recordó el día en que el Estado colombiano desapareció 20.000 colombianos sin utilizar las armas. 13 de noviembre de 1985, escrito por Gonzalo Mallarino, apareció por primera vez en el libro La ventana profunda (Tritex, 1995). Hace años Mallarino no lee el poema —evita que el pasado se le eche encima—, pero recuerda cosas: recuerda que fue difícil escribir algo sincero, porque su lugar en todo esto es superficial: era un niño rolo, acomodado, que viajaba a Armero para cazar pájaros con su padre, el también escritor Gonzalo Mallarino Botero. Recuerda que intentó escribirlo en cuartetas, pero que el verso libre se le impuso. Que se le impuso porque quería narrar las últimas 80 horas de los niños en el pueblo: los que fueron al colegio en la mañana y de camino recogieron granos de sorgo para saborearlos; los que a mediodía llevaron el almuerzo a los hombres que trabajaban en los cultivos; los que no tuvieron noche por el bramido de las montañas.
Recuerda —con ahínco, con la voz que tiembla y se duele— que los protagonistas del relato son niños, porque sin Milton y sin Beiro él ni su padre hubiesen podido cazar: ellos se encargaban de recoger las palomas que caían del cielo, desplomadas, en los tameros de los cultivos. Recuerda que él y su padre y Milton y Beiro fueron testigos de una belleza que no vuelve a repetirse: los canales enormes de riego con agua cristalina, el tiempo brillante, como dilatado. Recuerda que hizo los viajes cuando era adolescente y también una década después, cuando era casado. Por eso, dice, no regresó a Armero. Cuando pasa por la zona toma desvíos. Sabe que quedó un manto de barro —atrapado, impenetrable— y, debajo, el dolor.