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Pablo Emilo Moncayo, diez años exorcizando el fantasma del secuestro-

Se cumple una década de la liberación de la persona que más tiempo estuvo en poder de las Farc y sobrevivió para contarlo. Él, su padre, el profesor Gustavo Moncayo, y su familia representaron durante 12 años el clamor del pueblo colombiano de poner fin al secuestro.

David Leonardo Carranza Muñoz - dcarranza@elespectador.com
31 de marzo de 2020 - 11:07 p. m.
Pablo Emilo Moncayo, diez años exorcizando el fantasma del secuestro-

Los vecinos de Pablo Emilio Moncayo no saben que quien vive en la casa de al lado estuvo secuestrado durante 12 años, tres meses y 10 días. Tampoco que se lo llevaron cuando apenas tenía 18 años y volvió a la libertad a sus 30, hecho un adulto. Cuando dice que es de Colombia le hablan de la serie Narcos y de Pablo Escobar. “¿Lo conoció?”, le preguntan. Alguna vez tuvo que parar a alguno para decirle que el país donde nació es mucho más “que esa gente que se complace matando a otros”. Les dijo eso aun sabiendo que tiene el infame récord de ser la persona que más tiempo estuvo secuestrada y sobrevivió para contarlo. Les dijo eso aun sabiendo que las selvas de Colombia fueron su cárcel por más de una década.

“Colombia tiene mucha gente valiosa, como Shakira, Gabriel García Márquez, Rodolfo Llinás”, les dice Moncayo para desmarcar a su país del imaginario de la droga y la violencia. Él no se incluye en esa lista a pesar de tener méritos. Fue secuestrado el 21 de diciembre de 1997 en el cerro Patascoy, un volcán apagado cuyo nombre significa “lugar de cenizas”. En la madrugada de ese día, un grupo de las Farc atacó el puesto donde había una base de comunicaciones. El lugar, a unos 4.200 metros de altura y a 35 km al suroriente de Pasto, Nariño, era custodiado por hombres del batallón Boyacá. Los militares fueron sorprendidos a las dos de la mañana por una toma guerrillera que en 15 minutos dejó 10 muertos y 18 secuestrados.

En la lista de notables que Moncayo usa para lavar la imagen de Colombia tampoco incluye a su papá, Gustavo, un profesor de sociales que caminó 1.200 km desde Sandoná, el pueblo de su familia, hasta Bogotá para pedir por un intercambio humanitario que trajera de vuelta a Pablo Emilio. El profesor insistía en un canje propuesto por las Farc para liberar a 59 personas que tenían en su poder: 42 militares y policías, 13 políticos y cuatro extranjeros; a cambio la excarcelación de guerrilleros. El 17 de junio de 2007 comenzó su travesía por las rutas del país que duró 46 días. Se estima que unas 500.000 personas se unieron a su camino cuando llegó a la capital. Para ese momento, su hijo llevaba 10 años privado de su libertad.

Ahora Pablo Emilio vive en un país en condición de refugiado. En su barrio hay personas de Pakistán, China, Ucrania, Polonia. Ninguna de ellas lo reconoce ni sabe que él fue el símbolo de uno de los crímenes más crueles de la guerra en Colombia, donde las Farc usaron ese delito como método de financiamiento y presión política. Ente 1997 y 2010, la guerrilla secuestró a 3.325 personas y habría participado en otros 9.447 casos. En 2019, la Procuraduría estableció que 522 secuestrados murieron en cautiverio. Moncayo dice que asimila el secuestro como parte de su vida. “A mí me da risa. Es decir, cada quien sabe lo que ha hecho. A mí me causa gracia no porque haya hecho picardías, no porque haya hecho cosas malas, sino porque me di cuenta de lo ingenuo que era”. Ahora tiene 41 años, está casado y tiene dos hijos.

Las Farc lo liberaron el 30 de marzo de 2010. En la operación “libertad”, como se le llamó al procedimiento, participaron la entonces senadora Piedad Córdoba; el obispo de Magangué (Bolívar), Leonardo Gómez Serna; la representante de la Comisión Internacional de la Cruz Roja en Colombia, Roberta Falciona, y el gobierno brasileño presidido por Luiz Inácio Lula da Silva, quienes aportaron los helicópteros y la tripulación que transportó a Moncayo al aeropuerto de Florencia, Caquetá, donde después de poco más de una década se reencontró con su familia.

La imagen de Pablo Emilio cuando baja del helicóptero, ve a sus papás correr hacia él, y con sus manos les pide que se acerquen con calma, se vio en los noticieros de todo el mundo. “Los más bocones dijeron que era porque nosotros vivíamos en contacto, que nos mirábamos continuamente con mi papá y que por eso a mí no me daba nada saludarlo”, dice Pablo Emilio. La verdad tras ese gesto es que, desde el 18 de noviembre de 2009, Moncayo tenía dos costillas rotas porque resbaló cuando se bañaba en un río y se golpeó contra una tabla que usaban como escalón. Para la fecha de la liberación, la herida no había sanado.

“Yo tenía dolor para moverme, para respirar, para todo. Cuando llegó la Comisión para recibirme, viene Piedad Córdoba y me mete sendo abrazo. Casi me mata del dolor”. Entonces se imaginó los abrazos de su familia después de 12 años de estar separados: “me toca decirles que despacio. Que guarden un poco la emoción porque me matan. Me ponía a pensar yo en el ‘hijuepucha’ dolor que me iba a dar un abrazo de esos”.

Moncayo siguió en el Ejército después de su liberación. Estuvo en la institución hasta abril de 2015. Durante esos años en Bogotá se adaptó a un mundo que se le había suspendido. Atravesaba la ciudad en Transmilenio desde Bosa hasta la unidad militar del Cantón Norte. Dice que se daba cuenta de cómo robaban a la gente en los buses. En donde está ahora no pasa eso. “Uno va tranquilo por aquí y por allá, sale, puede ir al parque. Es un cambio total”.

Moncayo se pregunta qué motiva a esa gente a robar. “Normalmente pensamos ‘esté es un ladrón, este es un hijuetantas’. No. La gente tiene que tener alguna necesidad, alguna razón por la cual roba. Puede que sea una persona cleptómana, que tenga alguna deuda o que esté hundida en el consumo de droga. No es justificar, es tratar de entender para ver qué se puede hacer para arreglar ese asunto. Yo he escuchado a mucha gente decir ‘eso hay es que darles bala’. No, con volverse otro delincuente no se saca nada”.

En 2014 conoció a Karen. La primera vez que se vieron fue en un hotel de Villavicencio. Él acompañaba a su papá a dar una conferencia y ella iba a un taller de inglés. La relación se consolidó en 2015 y en noviembre de ese año se casaron. Karen no le pregunta sobre sus años en la selva. “Lo que sí hace es de buena escucha porque cuando la paloma viene y me ilumina con algún pasaje especial acerca del secuestro, se lo narro. Cuando tengo frescos los recuerdos le explicó a ella lo que pasó y trato de grabar para luego escribir, pero siempre necesito a alguien a quien contarle porque de lo contrario se me olvida”.

Sin embargo, hay ciertos momentos que se quedaron fijos en la memoria. Pablo Emilio se acuerda con claridad cuando el 9 de mayo de 2009 lo separaron del grupo de secuestrados. Libio José Martínez, el único de sus compañeros de la toma a Patascoy que quedaba en cautiverio (los otros 16 fueron liberados en junio de 2011) y quien después se convirtió en el secuestrado con más tiempo en manos de las Farc, le dijo: “dele gracias a Dios que usted sale vivo. Nosotros, ‘jueputa’, sabemos que acá no tenemos esperanzas, de acá no vamos a salir. Así que vaya, disfrute su vida huevón”. La guerrilla asesinó a Martínez en noviembre de 2011 como respuesta a un intento de rescate militar por parte del Ejército. Nunca pudo conocer a su hijo. Otros tres secuestrados fueron ejecutados ese día: los policías Edgar Yesid Duarte, Elkin Hernández y Álvaro Moreno.

Por más dolor que le traigan las palabras de Martínez, Moncayo es consciente de que tuvo la oportunidad que muchos no tuvieron. Su hija, Abigaíl, se llama así porque significa “la alegría del papá”. Nació en mayo de 2016. Dice que su vida cambió radicalmente con la paternidad porque pasó a girar en torno a Karen y Abigaíl. Ese mismo año fueron a un viaje al Valle y a Putumayo. Cuando volvieron a su casa, en Villavicencio, la encontraron revolcada. La pañalera de Abigaíl la habían desocupado y pusieron adentro un cuchillo. En la cama, del lado en el que se hacía Karen, dejaron un rifle. Les tocó dejar todo lo que tenían en Colombia. El país que les dio refugio agilizó los trámites ante la gravedad de las amenazas y ese mismo año se fueron del país.

“A mí me duele Colombia porque podemos recibir y tener mucho más, pero no tenemos ese espíritu indómito que tienen los indígenas del Ecuador, que tumban presidentes y paralizan el país. En Colombia todo es jocoso. Las marchas que convocaron el año pasado las dejaron permear por la liviandad y entonces ya salieron fue a rumbear, a conseguir novia. Así la gente no va a conseguir que les respeten los derechos. Les van a seguir metiendo los dedos a la boca con novelas, realities. Los vuelven a hechizar otros cuatro años y vuelve y juega la misma compra de votos, la misma corrupción y sigue el círculo vicioso. A mí me duele ver eso porque uno espera que todo prospere para bien de todos, que todo el mundo disfrute con dignidad de una vida tranquila y en paz”.

Moncayo dice que disfruta de poder sentir calor y frío, de la alegría de su familia y de jugar con sus hijos. En Colombia, donde fue un símbolo contra el secuestro, no encontró la tranquilidad que buscó tras 12 años de cautiverio: los parajes de una tierra desconocida y vecinos que no saben de sus días en la selva le dieron lo que su patria le negó.

Por David Leonardo Carranza Muñoz - dcarranza@elespectador.com

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