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Pancho: Pueblo pequeño, penuria grande

Los habitantes del corregimiento guajiro solo cuentan con el servicio público de energía, compran pimpinas de gas o cocinan en leña, rebuscan el agua y, por su cercanía al río Ranchería, cada año experimentan inundaciones.

Redacción Colombia y Ashley Valentina Duarte Monroy*
12 de febrero de 2022 - 01:00 p. m.
Este es Pancho, un corregimiento del municipio de Manaure, que tiene una vía, un colegio, una tienda y diez casas con luz, pero sin agua ni gas instalados. / Foto: Ashley Valentina Duarte Monroy
Este es Pancho, un corregimiento del municipio de Manaure, que tiene una vía, un colegio, una tienda y diez casas con luz, pero sin agua ni gas instalados. / Foto: Ashley Valentina Duarte Monroy
Foto: Ashley Valentina Duarte Monroy - Ashley Duarte

En Pancho, un corregimiento del municipio de Manaure, de la Alta y Media Guajira, hay una vía, una escuela, una tienda y diez casas. Todos los días entre semana, a las cuatro de la mañana, aun cuando ni el primer rayo de sol se ha asomado por los árboles de trupillo, Wilmer Olmos, ‘Borna’, un cincuentañero de tez morena, cabello negro, ojos caídos y boca con pocos dientes, se despierta. Duerme dos horas, por mucho, pues es el encargado de celar la escuela, la cual fue atracada a principios de agosto y, ahora, no tiene reflectores, ni aire acondicionado en la sala de informática.

Alcira Ipuana, su esposa, una indígena wayuu de cuarenta y siete años, también desde esa hora, ya está de pie haciéndole el desayuno a ‘Juancho’ y a Andrés, sus dos hijos adolescentes, quienes, a las cinco, emprenden una caminata hacia el norte de cincuenta minutos por una carretera destapada para llegar a su colegio en Riohacha, la capital del departamento. Danna, la hija mayor, ayuda a alistar a Yerian, Yulieth y Alinda, sus tres primos. A las siete, cruzan la carretera de arena y piedra y entran a estudiar; Wilmer y Arturo Deluque —el esposo de Danna— salen a trabajar, de obrero y auxiliar de topografía, respectivamente. Nadie parte sin comer un bollo de harina de maíz, con queso o, para variar algunos días, con huevos de su gallinero, y un vaso de café.

Ellos viven en dos casas; las construyeron de manera artesanal con barro, palos de madera y varilla, tienen techo de latas de zinc, el piso es de agua de cemento, que se convierte en tierra, y no usan puertas, solo ventanas. Al frente de su lote —cuya propietaria es la mamá de ‘Borna’— fue inaugurado en 1910 por los padres capuchinos españoles el primer internado indígena, que llamaron “Orfelinato de San Antonio de Padua”. La construcción de color azul rey y blanco llegó a albergar más de 700 niños de toda La Guajira; actualmente, están inscritos 270, y la tercera parte llega antes de las 7:30 a.m. en una buseta negra.

“La educación es difícil… muy difícil. La asistencia es inconstante, porque los niños tienen otros oficios, como ayudar a sus papás con los chivos o cumplir labores domésticas, y los recursos son muy bajos. No tienen útiles, zapatos, ropa limpia, ni comida”, dijo Meridalia Epieyu, la única de las siete docentes que vive en Pancho. Además, manifestó que el refrigerio se les da a los niños a las 10:40 a.m. y, a veces, es la única comida que ingieren en el día.

En los salones de paredes desgastadas amarillas, hay tableros, varios pupitres grises y sillas verdes, puertas de hierro y niños ansiosos por aprender. Alinda, la sobrina mayor de Wilmer, es una estudiante muy atenta, pero el siguiente año debe buscar colegio, pues en la escuela no se ofrece educación secundaria; Yulieth, su hermana, cursa tercer grado y, a pesar de sus falencias académicas, cumple con sus tareas; y Yerian, su hermano, estudia en silencio, difícilmente se le escucha una palabra. Los tres reciben orientación por parte de su prima Danna, a diferencia de la mayoría de los niños, cuyos padres no saben leer ni escribir. ‘Las seños’ (o docentes) terminan sus clases a las 11:40 a.m. y únicamente enseñan matemáticas y español ingeniándoselas para dar ejemplos cotidianos, porque en las cartillas todo está planteado para el mundo de los citadinos, en el que hay centros comerciales que los niños ni conocen.

Al mediodía, la familia Olmos Ipuana se reúne de nuevo. Danna ya ha adelantado algunos de sus tejidos de mochilas wayuu y ha bañado a su hijo Mathias; desde hace unos meses la Unión Temporal de Pancho les trae agua en un carrotanque que purifican en una planta y usan para cocinar, tomar y bañarse diariamente; antes tenían que reunir 5 mil pesos para pagar dos pasajes en moto y traer el agua en pimpinas desde Riohacha, a veinte minutos. Alcira, su mamá, ya ha lavado algunos ‘chismes’ (loza) a mano con agua del río (que recoge en pimpinas y carga en una carretilla, mientras camina diez minutos cubierta con una manta para cubrirse del sol) y tiene listo el almuerzo, el cual cocina a leña, cuando no hay dinero para recargar la pimpina de gas. Comen una porción pequeña de carne, pollo, chivo o pescado con unas cucharadas de arroz, frijol o pastas y un vaso de frutiño.

‘Borna’ reposa hasta la una; Danna empieza sus clases de Licenciatura en Etnoeducación e Interculturalidad en la Universidad de La Guajira a las dos, gracias a un cupo que le dieron por circunscripción indígena, y los niños se pasan la tarde jugando al escondite, al tocado o yermis. Se reúnen en dos grupos: uno hace una pila de cuatro tapas y el otro debe tumbarla; luego, algunos del primer grupo salen corriendo para no ser ponchados, mientras otros intentan armar de nuevo la pila; si lo logran, gritan “yermis” y ganan. Las risas inocentes de los niños llenan de esperanza a Pancho, en medio de todas las dificultades que padecen desde hace más de medio siglo.

Polaco Rosado, un escritor riohachero de setenta y seis años, con cabello canoso, ojos pequeños, cejas gruesas, labios estrechos y un lunar al lado izquierdo de su labio posterior, se sabe toda la historia, porque su tío derramó cinco litros de sangre en esas tierras.

—El 13 de junio de 1939, hubo una gran fiesta para rendirle homenaje al patrón San Antonio. Toda Riohacha se vino para Pancho. Hicieron misa, comieron y tomaron ‘chirrinchi’ (una bebida fermentada a partir de panela) —expresó, mientras intentaba abrir sus ojos desgastados por la edad—. Entrada la tarde, Aurelio ‘Indo’ Siosi empezó una pelea con ‘Maruria’, porque él le escondió la bola de boliche a Raúl Cotes… Se fueron a los puños, la gente comenzó a rodearlos y a empujar —se acomodó con emoción para seguir narrando—. Llegó Hito Ibarra, le sacó el revólver a un policía, que los estaba apartando, e hizo un tiro al aire.

La historia se volvió densa.

—El policía salió corriendo a la Inspección, donde estaban sus otros cuatro compañeros, y comenzaron a hacer tiros con los fusiles. La gente se montó en los carros para huir. Dijeron que supuestamente habían matado a Camito Aguilar. Su hermano, José Prudencio Aguilar, se fue para Riohacha a buscar refuerzos; José Ceferino Rosado, el tipo más valiente, se armó y se vino para Pancho en su carro —suspiró e hizo una pausa—. Cuando se bajó, les dijo: “Quiénes son estos…”. Le metieron un tiro en el corazón y no pudo levantarse.

Pancho tampoco ha podido levantarse desde esta guerra. Como lo aclaró Polaco, el indígena wayuu tiene un mito de que, cuando sucede una tragedia, ellos enseguida abandonan el territorio, porque no quieren cargar ni saber nada de los muertos. Además, desde 1935, el corregimiento había dejado de ser capital de La Guajira, por la creación del municipio de Uribia. Y la naturaleza había espantado a los padres capuchinos, quienes, por las constantes inundaciones del río Ranchería, mudaron todo el orfelinato para la localidad de Aremasahin.

A principios del siglo XX, Pancho era una ciudad próspera y formada; después del 39, quedó abandonada y se convirtió en ruinas. En esos años hubo tanta comida que hasta se perdía y nadie pasaba hambre; ahora, los Olmos Ipuana se acuestan a dormir sin cenar. Los padres sembraban lo que comían, frijol, patilla, tomate; actualmente, todo se compra en el mercado de Riohacha y en la tienda del corregimiento, cuyo producto más costoso es de 4 mil pesos. Antes había conejos y venados; hoy hay perros desnutridos. Nelson Gnecco Coronado, un comerciante millonario, llegó a tener 10 mil cabezas de ganado en esas tierras, y Pedro Bonivento, otro millonario, guardaba el oro dentro de su casa en mochilas y baúles; por estos días, no se puede tener ni un corral de chivos, porque vienen a robarlo de los alrededores. Entre los años 20 y 30, llegaba gente de toda La Guajira a comercializar hueso, árbol del dividivi y de Brasil, porque había dinero para comprar lo que se trajera; desde los 2000, las familias sobreviven con los salarios mínimos. Toda la mercancía que se recolectaba en Pancho se llevaba para Riohacha y de ahí para Europa, así que se negociaba con oro, libra esterlina, florín, bolívar, dólar y peso. Pancho llegó a tener 5 mil habitantes, entre los que estuvo el abuelo del expresidente de Colombia Ernesto Samper Pizano; en el 2021, viven sólo 36 personas.

Wilmer no había nacido, pero sus familiares le han contado sobre esta decadencia muchas veces. En 1998, como es tradición wayuu, para que él pudiera casarse con Alcira, sus tías tuvieron que ofrecerles a los padres de ella un collar de tumas color rojizo brillante y 1 millón de pesos. Cuatro años después, se fueron a vivir a Pancho. Se llevaron sus chinchorros, sus utensilios de cocina y construyeron la casa. En junio, Alcira quedó embarazada y ‘Borna’ empezó a trabajar en Masa, una empresa de servicios industriales. En septiembre del 2003, nació Andrés, un niño curioso, que “desarma hasta un balín”, en palabras de su papá. A mitad del siguiente año, Alcira volvió a quedar embarazada de su último hijo, ‘Juancho’, que tiene talento para el dibujo. En el 2013, se acabó el contrato de Masa y Wilmer empezó a trabajar con otra empresa en la construcción del puente de Pancho, que comunica, desde 2018, a los lugareños con Riohacha sin tener que mojarse en el río Ranchería.

Carmen Josefa Siosi vive hace 29 años en la primera casa a mano derecha de la entrada y afirma que formarse ha sido difícil: “Aquí se inunda mínimo una vez al año y dura hasta dos meses. Los arroyos se encuentran y las casas quedan en el medio. El patio se llena todo de agua. No se ven las lomitas, sino los árboles altos y hay que sacar a los animales”.

El clima de Pancho es muy cambiante. En diciembre, enero, febrero y marzo, hace brisa y las personas tratan de no salir, porque vuela mucha arena; en los días de mayo, junio y julio, el calor es infernal; en agosto, vuelven los vientos; y los meses de septiembre, octubre y noviembre son lluviosos y desastrosos. Cuando los arroyos crecen, les toca nadar hasta el puente y evacuar a los niños sobre las tapas de los tanques; algunos buscan cómo quedarse en Riohacha mientras calman las lluvias, y evitar estar trasteando con su ropa en bolsas plásticas. Todos los días le oran a San Antonio de Padua para que se lleve el agua.

Ana Pino, su autoridad tradicional wayuu, una señora de 66 años, con cabello oscuro, ojos pequeños, dientes blancos y dificultad para escuchar, contó que el corregimiento se llama San Antonio, pero se le conoce como Pancho.

—Las monjitas y los curas trajeron, como innovación de su tierra, unos hornos de barro en los que hacían mogollitas para los huérfanos. Un día, decidieron empezar a venderlas para variar la lonchera y, cuando a los paisanos se les preguntaba de dónde venían, ellos respondían: “Pancho, Pancho, Pancho”. Querían decir que venían de comprar panecitos... Así lo empezaron a llamar y se quedó con ese nombre —explicó con emoción.

La sonrisa de Ana Pino desapareció al pensar en todas las dificultades que soportan sus paisanos. El corregimiento no ha recibido los últimos cuatro años las regalías que le corresponden por ser resguardo indígena. Además, son varias las obras que se han iniciado, pero no se han terminado, como la remodelación del parque y la pavimentación de la carretera.

En el 2018 la Unión Temporal Pancho Celina Sierra empezó su intervención, pero constantemente suspenden sus operaciones sin que se sepan los motivos. El único proyecto que se ha culminado es el del puente, y tardó ocho años. El 12 de octubre la comunidad tuvo una reunión con Nemesio Roys, gobernador de La Guajira, y les aseguró que el dinero de la carretera estaba intacto y que en diciembre empezaban a trabajar nuevamente. Hace unos días su promesa se empezó a cumplir y los habitantes esperan que se culmine exitosamente.

Todas las noches, desde las 8 p.m. ya no se ve a nadie en la calle de Pancho. El mosquito los obliga a acostarse. Wilmer, Alcira, sus dos hijos y sus tres sobrinos se acuestan en chinchorros y prenden un ventilador negro pequeño. En la otra casa, Danna se acuesta con su hijo en una cama de hierro y su esposo cuelga un chinchorro.

*Estudiante de Comunicación Social y Periodismo. Este texto es producto de la alianza periodística El Espectador-Universidad de La Sabana.

Por Ashley Valentina Duarte Monroy*

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haji(3766)12 de febrero de 2022 - 02:49 p. m.
Muy buena cronica
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