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Caminé una tarde lluviosa, era el día domingo 16 de octubre del 2022. Iba rumbo a la Clínica Universitaria Colombia, en mi mano derecha tenía un destartalado paraguas y en la otra tenía el libro Crónicas de la vida bandolera, de Pedro Claver Téllez. Doña Elvira, una mujer de avanzada edad, que vivía en la misma pensión que el cronista, me llamó y me dijo que estaba muy mal y que lo habían hospitalizado desde el viernes, ese mismo domingo en la mañana, lo desahuciaron, una falla renal que nunca había sido tratada, se estaba llevando los últimos suspiros de Pedro.
(Pedro Claver Téllez: Adiós al gran cronista del bajo mundo colombiano)
Entré a la unidad de cuidados intensivos, le pregunté a una enfermera por el cubículo, ella me guio hasta donde él estaba. En una camilla, vi a mi amigo, estaba muy sedado, acostado de medio lado, lo saludé, un lamentó salió de su boca. Extendió su mano y apretó con la fuerza que le quedaba la mía. Le pregunté cómo estaba, seguía lamentándose. Le dije que había traído su libro. Leí el primer capítulo que hablaba cuando él llegaba a su pueblo natal, Jesús María, en busca del poeta Virgilio Salinas, quien le contaría la historia entrañable de los bandoleros conservadores.
Por ese mismo libro había conocido a Pedro. Yo estaba muy interesado en el bandolero José William Aranguren, Desquite. Ya que mi abuelo, Carlos Pérez, trabajaba en la finca donde fue dado de baja. Mi abuelo llevaba varios años siendo el mayordomo, por su parte, mi abuela Luzadelia, era la encargada de cocinarles a los jornaleros. En la mañana del 17 de marzo de 1964, Desquite irrumpió en la finca junto a lo que quedaba de su cuadrilla. Le ordenó a mi abuela que le hiciera un sancocho, ella obedeció y con una firmeza increíble no demostró debilidad, a pesar de que el bandolero era muy temido en la zona, ya que en los últimos meses habían abandonado su causa política y se había dedicado a llevar a cabo todo tipo de vejámenes en contra de los campesinos del Tolima.
Mi abuelo sintió temor. Temor y tristeza ya que lo acompañaba su hijo de tan solo seis años. Una vez el general Matallana entró junto con su comando a la finca y mis abuelos y mi papá se escondieron en la cocina. Allí inició el intercambio de tiros, en medio de la ráfaga el general dio la orden de que bombardearan la zona, a lo que un cabo, muy preocupado, le alertó a Matallana que allí se encontraban civiles y un niño. Entonces se detuvo la orden y un grupo de soldados los escoltó hasta un lugar seguro. Después de darle de baja a Desquite y a los miembros de su cuadrilla, mi padre, cincuenta años después, me confesaría que todavía siente escozor al recordar cómo los cerdos devoraban lo que había quedado de los bandoleros.
Miembros del ejército le dijeron a mi abuelo que no se preocupara si los demás bandoleros buscaban venganza, ya que habían puesto en el informe que el operativo se había llevado a cabo en Venadillo, a cuatro horas de la finca. Sin embargo, la policía lo señaló como colaborador del Capitán Desquite y lo llevaron a un calabozo en Ibagué. Allí estuvo varios meses hasta que demostró su inocencia. No obstante, cuando se encontró con su hermano, este le aconsejó irse inmediatamente de esa finca, ya que la cuadrilla del desaparecido Sangre Negra iba en busca de su cabeza.
Esta misma historia se la conté a Pedro Claver Téllez el 8 de enero del 2020, en el café bar El Quijote, ubicado en el centro de Bogotá. Ya era de noche, cuando vi pasar a mi lado a un hombre vestido con una chaqueta de cuero, un sombrero tipo driver, llevaba un morral en su espalda que hacía que se encorvara un poco. Seguí derecho, pero recordé al mítico escritor que estaba leyendo por esos días. Así que me giré y le dije:
—¿Usted es Pedro Claver Téllez?
—Sí, ¿por qué? —Me dijo en un tono a la defensiva.
—Porque estoy leyendo su libro Crónicas de la vida bandolera y lo admiro mucho. ¿Se dejaría invitar una cerveza?
—Muchas gracias, claro, pero vamos aquí. Y se dirigió hacía el café bar El Quijote.
En el camino me comentó que estaba trabajando en nuevo volumen de historias sobre bandolerismo, pero se iba a dedicar a relatar la vida de mujeres. Me comentó que estaba investigando sobre la Sargento Matacho, una mujer de un temple duro que fue amante de Desquite.
(Rosas (Cauca) se construyó sobre una antiquísima zona de deslizamientos: geólogos)
Llegando
Mientras llegaban las cervezas le relaté el episodio que había tenido el bandolero con mi familia, le pareció fascinante y vi que encima de la espesa y nívea barba se dibujó una sonrisa, me dijo que por fin había comprendido el difuso deceso de Desquite.
Prosiguió a contarme de sus inicios como periodista, me comentó que un día llegó al periódico El Tiempo en busca de su primo Hernando Téllez. Este escritor tenía una particularidad que me había llamado la atención. Fue un teórico, investigador periodístico y escritor de ficción sobre la Violencia en Colombia. Sus cuentos me parecían increíbles al poner en sus personajes grandes dilemas dicotómicos, que los llevaban a reflexionar sobre la realidad del país. No obstante, la creación de escenas y diálogos tenían una gran influencia cinematográfica, Hernando Téllez fue de las primeras personas de Colombia con una propuesta literaria innovadora, que desempeñó con seriedad y total profesionalismo. Su obra periodística también es digna de la misma admiración.
Allí, en el café, noté que Pedro era un gran narrador. Sus acuosos ojos se estremecían contando cuando trabajó en la campaña presidencial de Galán, también sus ojos se perdían cuando recordaba la muerte de su amigo y colega. Sin embargo, se llenaba de emoción al recordar la agencia de periodistas y asociados que habían fundado Daniel Samper Pizano, Patricia Lara y el excandidato presidencial. De esos años recordaba la innovación que se hizo en el periódico El Pueblo de Cali, allí también trabajaba Felipe Lleras Camargo y Daniel Samper Pizano. Este último me confesaría que sintió una gran tristeza al enterarse de la muerte de Pedro y que siempre lo admiró como cronista.
Después de este día le perdí el rastro a Pedro. Llegó la pandemia y en agosto del 2020 por azares de la vida, me encontré a Pedro en el centro de Bogotá, fuimos a almorzar a un restaurante que funcionaba de forma clandestina, por las medidas que había tomado el gobierno de turno. Allí me contó sobre su segunda esposa Angélika, a quien recordaba como una mujer audaz, y decía con orgullo que fue la primera mujer piloto de Boeing 727 en América Latina. Ella era madre de Marvan y Kira, a quienes Pedro consideraba sus hijos adoptivos y les dio su apellido. Al niño lo recordaba con cariño, decía que juntos salían a montar en bicicleta, a Pedro siempre le gustó andar en bicicleta, incluso llegó a correr una vuelta a Colombia en 1958. Me confesó que la relación se tornó oscura, ya que Angélika era una mujer muy celosa y que lo llegó a encerrar en su casa. Víctor Gaviria y Fernando Cortés lo ayudaron a salir de ahí.
Con el tiempo nuestra amistad se fue fortaleciendo, sinceramente disfrutaba mucho escuchar a este cronista, sentía que todos los cafés y almuerzos eran una cátedra sobre periodismo. Al siguiente año, lo invité a almorzar el día de su cumpleaños, y ese día en el restaurante entró un hombre joven con rasgos coreanos. Me sorprendí al darme cuenta que había pedido su comida en un español perfecto, un par de minutos más tarde le trajeron una cerveza nacional, se giró y nos preguntó si era buena. Le respondimos que sí, le pregunté de donde era y me dijo que, de Argentina, el hombre al ver mi cara de confusión acotó que su padre era de Corea del sur. Nos comentó que iba rumbo a México, pero no pudo entrar, así que tuvo la opción de estar unos días en Colombia y la aceptó. Nos preguntó por planes para hacer en la capital, a lo que le respondí que subir Monserrate era una buena opción. Pedro empezó a contarme que un día estaba subiendo el cerro cuando se encontró a un finlandés que se había intoxicado por haberse comido una fritanga, lo ayudó a bajar y le comentó que estaba haciendo un trabajo sobre guerrillas de América Latina, así que Pedro lo acompañó a conseguir contacto con el Eln, pero estos creyeron que era de la DEA y los secuestraron a los dos. Los tuvieron amarrados de manos y pies, estuvieron retenidos 53 días y en una de esas aprovechó para decirle a uno de los guerrilleros, el cual había estudiado medicina, que ese hombre no trabajaba para los Estados Unidos y él era un periodista, le estaba ayudando a conseguir una entrevista. Finalmente, ese hombre expuso el caso y los liberaron.
Ese mismo año, en noviembre, estaba viendo la clase de Cátedra de Cuento Latinoamericano, el proyecto final consistía en tomar un hecho de la vida real y hacer una comparación con el tratamiento que había hecho alguien más, ya hubiera sido por medio de la ficción u otro recurso narrativo, pero que se diferenciara a lo que nos habían presentado como “La historia oficial”. Le propuse a mi grupo de trabajo que tomáramos la muerte del bandolero Desquite, tomando como referencia la crónica de Pedro. Mi trabajo consistía en entrevistarlo. Esta entrevista tomó un rumbo muy interesante.
Su padre, Gonzalo Téllez Ruiz, al igual que él, era un increíble narrador liberal que había trabajado en la finca de los López Michelsen. Su madre, Sara Téllez, era familiar de militares conservadores. Esto hizo que Pedro creciera con una pluralidad de testimonios. No obstante, cuando él tenía catorce años, entró a un billar y vio al mítico Efraín González, quien años después se enteraría que eran parientes. A mediados de los años 80, el cronista se planteó hacer un libro sobre las historias que había escuchado de niño sobre el bandolerismo en Colombia. Así que mientras hacía sus notas para la revista Cromos, aprovechaba sus días libres para realizar trabajo de campo en los pueblos donde pernoctaron estos personajes. Pedro fue uno de los primeros herederos del Nuevo Periodismo en Colombia. Su amistad con Eligio García Márquez, ayudó a tener referencias sobre este periodismo narrativo que había emergido en los Estados Unidos.
De Gay Talese, se enamoró de los entrañables perfiles que creaba, de su perseverancia y habilidades narrativas para mostrar seres humanos; pero Kapuściński le enseñó a tomar recursos de absolutamente todo, de testimonios, olores, referentes, sonidos, sabores. También a tomar los recursos narrativos cinematográficos y utilizarlos en sus relatos. La labor también fue de desenmarcar la tradicional dicotomía que se trabaja en el periodismo colombiano por esa época, de buenos y malos. Se tomó el tiempo de entrar con la intención de comprender a estos sujetos, de mostrar lo que hicieron, su carácter, de dónde venían y cuál era su objetivo. Para esto se valió de numerosos viajes y su libreta de apuntes. Su otra base también fue teórica, para esto se valió del libro Bandoleros Gamonales y Campesinos, de Gonzalo Sánchez y Donny Meertens. Por su parte, Víctor Gaviria fue uno de los primeros lectores de este libro y le ayudó mostrándole técnicas para que el relato fuera más entrañable.
Pedro fue consciente de que estuvo en una época clave de la historia de nuestro país, donde los que se hacían llamar “buenos”, cometían más atrocidades que las personas que señalaban como “malas”. Se encontró con campesinos que encubrían a los bandoleros, que los hacían llamar sus defensores, mientras que le temían al ejército y a su constante abuso de poder. Cuando concluyó este trabajo se dio cuenta que le había cumplido a su papá, quien le había aconsejado utilizar sus habilidades narrativas para contar las historias de los campesinos y crear una memoria colectiva.
El 16 de octubre del 2022, terminé de sostener la mano de Pedro, salí con lágrimas en los ojos y una mujer me preguntó que quién era ese hombre. Le respondí que el periodista con más coraje que había tenido Colombia. Ese día en la noche, Pedro no sintió más preocupación por los bandoleros, tampoco por hacer su obra ni escapar de intentos de secuestro y homicidio. Ese día, los ojos que tanto habían visto se cerraron para siempre.