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Piedad Bonnett parirlo dos veces

Las relaciones filiales como materia prima literaria. ‘Lo que no tiene nombre’, la obra en que la escritora Piedad Bonnett explora el impacto del suicidio de su hijo Daniel, fue la noticia editorial de 2013 en Colombia.

ANA CRISTINA RESTREPO J. * ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
14 de diciembre de 2013 - 09:00 p. m.
Piedad Bonnett parirlo dos veces

“Su cuerpo me pidió nacer,

cederle el paso;

darle un sitio en el mundo,

la provisión de tiempo necesaria a su historia”.

”Se habla de Gabriel”,

 Rosario Castellanos

“Mi hijo se lanzó de un décimo piso”, me susurra una desconocida en el auditorio.

Junto a la periodista Ana María Cano, Piedad Bonnett presentará Lo que no tiene nombre.

Mi vecina de butaca saca algunas fotos de su “niño”, “tan buenmozo”. No llora, aprieta los labios, contempla las imágenes como si recordara el viaje a un lugar remoto: “Le regaló a su esposa un celular con localizador. Descubrió que ella le era infiel, y se tiró al vacío”.

El auditorio está lleno. Piedad Bonnett sale al escenario, me mira por unos instantes, mientras musita:

¿Fuiste-capaz-de-leer-el-libro?

Varias semanas atrás, le había advertido que esta sería la primera de sus obras que no leería. ¡Jamás!

Lo que no tiene nombre (sello Alfaguara) es el relato de una madre que busca responder a una pregunta: “¿Quién fue mi hijo?”. La obra le da sentido a la vida y la muerte de un hijo, y a un dolor que no es orfandad ni viudez. Un dolor que no tiene nombre.

Daniel Segura Bonnett era un artista plástico. Estudió Artes en la Universidad de los Andes, se especializó en Arquitectura, y cuando cursaba una maestría en la Universidad de Columbia, decidió ponerle fin a su vida. Ocurrió el 14 de mayo de 2011. Tenía 28 años.

Padecía un trastorno esquizoafectivo: “Vivía con el alma en vilo por cuenta de un montón de visiones aterradoras”, recuerda la madre.

Primer parto

Daniel, el tercer hijo de Piedad Bonnett, nació en el agua. En 1983, cuando abrió los ojos al mundo, no lloró como otros bebés.

Desprendida de cualquier creencia religiosa, y sin otra redención distinta de la literatura, la escritora volvió a parir al mismo hijo. Contrario a Daniel, acosado por una multitud de voces las cuales era incapaz de acallar, Piedad buscó aquellas que le pudieran dar forma a su desolación.

“De púas, de cuchillos, es la piel del poeta”. Más allá de una decisión literaria, Lo que no tiene nombre prescinde del adjetivo porque los hechos hablan por sí mismos. El libro es un cuestionamiento: en Colombia, los psiquiatras trabajan sólo con el enfermo, no con su familia. Es también una sospecha: el consumo del medicamento dermatológico Isoface podría tener efectos psicológicos adversos. Es el testimonio de una madre, una sublimación, una catarsis.

Hijos de las palabras

“Todavía, Miguel, me valen, /como al que fue saqueado,/ el voleo de tus voces,/ las saetas de tus pasos/ y unos cabellos quedados,/ por lo que reste de tiempo/ y albee de eternidades”. (Aniversario, Gabriela Mistral).

Juan Miguel Godoy Mendoza, “Yin Yin”, se suicidó a los 18 años. Gabriela Mistral era su madre.

Algunos aseguran que “Yin Yin” era el hijo de un primo, otros, que el de una amiga o el de su medio hermano. Juan Miguel no era hijo biológico de la escritora chilena, y al parecer tampoco fue adoptado legalmente. Lo había criado desde los nueve meses: era su ser más amado.

Así como la muerte de Daniel llegó a Piedad con el Premio Casa de América de Poesía Americana, por Explicaciones no pedidas, dos años después del suicidio de Juan Miguel, Gabriela Mistral ganó el Premio Nobel.

La literatura es pródiga en homenajes a las relaciones filiales; baste citar las cartas y libros dedicados al padre. Quizás no sean tantos los escritos de las madres para sus hijos, y menos en una situación tan trágica como el suicidio. La poeta Esther Seligson también escribió para su hijo, Adrián, quien se quitó la vida frente a ella.

Segundo parto

La escritora colombiana editó un cuaderno con las imágenes de los perros embozalados, junto a varios bocetos y pinturas de su hijo. Se los regaló a sus seres más cercanos con la delicadeza con que se entrega un bebé de brazos.

Piedad Bonnett le cedió el paso a Daniel, le dio un sitio en el mundo, lo proveyó del tiempo necesario para su historia. Escribió Lo que no tiene nombre durante ocho meses. Lo reescribió en quince.

Él no fue el hijo de las alas derretidas, a cuyo vuelo fallido le cantó Baudelaire: “Yo, de estrechar a las nubes,/ Tengo los brazos quebrados”. Sus lamentos no eran los de un Ícaro fracasado, sino los de un artista en una búsqueda, que logró su cometido: vivir en su obra.

Y aunque Daniel haya vuelto a nacer para el mundo (esta vez sí: lloró), la madre nunca estará satisfecha. Ya no escuchará a todo volumen música clásica en el estudio. Ni a Radiohead, ni a Lou Reed, ni a Janis Joplin. Ya no se recostará contra la puerta, mirándola, sonriente, con su camiseta con la cara de Dostoievski, chaqueta de pana y tenis de colores. Ya no bajará las escaleras en medias: “¡Lindo, te vas a caer!”.

Daniel se quedó sin el mundo. Pero el mundo se queda con Daniel.

Mi vecina de butaca recoge la cartera, empaca las fotos de su “niño”, “tan buenmozo”, que estuvieron todo el tiempo sobre su regazo. Y, sabiendo ahora que no se encuentra sola, hace la fila para conseguir una firma de la autora.

* Columnista de El Espectador.

Por ANA CRISTINA RESTREPO J. * ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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