Hace más de diez años, en plenas negociaciones del proceso de paz del Caguán, el gobierno de Andrés Pastrana y las Farc estaban enfrascados en una interminable discusión acerca de la necesidad de poner fin a las acciones violentas por parte de la guerrilla de manera paralela a discusión de los diez temas planteados para la mesa de diálogos.
Discusión que, como lo sabe el país, terminó en la nada, pues los diálogos se rompieron sin que las partes alcanzaran acuerdo alguno sobre la agenda, ni pactaran el tan mencionado cese de hostilidades. Escasamente lograron, en 2001, un acuerdo humanitario para la liberación de cerca de 400 policías y militares que habían sido secuestrados por las Farc.
Los analistas, al hablar del “fracaso del Caguán”, le reclamaban a Pastrana que durante las negociaciones la guerrilla hubiese incrementado sus acciones violentas contra la infraestructura del país, los ataques a civiles y el secuestro de combatientes –toma de rehenes, a la luz del Derecho Internacional Humanitario, que proscribe dicha práctica-, entre otros. Fue un gran error, se decía por aquella época, no evitar dichas tragedias por medio de un acuerdo de mínimos. Una especie de pacto al que indistintamente los medios de comunicación se referían como de cese de hostilidades o de alto al fuego, sin reparar en la sutil diferencia entre uno y otro.
A la vuelta de una década los papeles se cambiaron y la guerrilla que otrora se mostraba reticente al respecto, acaba de anunciar en La Habana, Cuba, su interés de llevar el tema del cese de hostilidades a la mesa de diálogos con el gobiernos de Juan Manuel Santos, idea que el mandatario rechazó de inmediato, tras advertir que no cesará las operaciones de las Fuerzas Militares y que lo mejor es centrarse en la agenda.
Valiéndose de la aterradora experiencia de desmanes cometidos por la insurgencia durante negociaciones pasadas, el tema ha sido tomado por sectores de oposición a Santos para fustigar el proceso. Desde el uribismo, por ejemplo, argumentan que sin cese de hostilidades el país se desangrará en medio de las negociaciones. Dichos comentarios hallan sustento en cuanto una de las condiciones indispensables para obtener réditos en una negociación –de cualquier tipo- es mostrar fortaleza. Y los grupos armados consideran que la fortaleza se esgrime, precisamente, por la vía de las armas. Es decir, creen que entre más daño hagan más serán tenidos en cuenta en una mesa de diálogos.
Pero no es tan fácil acceder a tal pretensión. Al gobierno Santos le preocupa que si se detiene a hacer acuerdos sobre cese de hostilidades la discusión pueda ser indefinida y se dilate la verdadera negociación de fondo: la de la dejación de las armas y la reincorporación de la guerrilla a la vida civil. Negociar un cese de hostilidades significa, por ejemplo, ponerse de acuerdo sobre mecanismos de verificación, tema espinoso y difícil de llevar a la práctica. ¿Quién va a certificar que la guerrilla no incumpla? Ni siquiera un organismo extranjero – que brindaría la garantía de neutralidad- tendría capacidad logística para cubrir el país y evitar que, por ejemplo, el disparo de un borracho termine dañando las negociaciones.
Pero en las actuales circunstancias, un cese de hostilidades a usanza de lo que quiere la guerrilla tendría un especial énfasis en su carácter bilateral (que las Fuerzas Militares cesen sus acciones contra la guerrilla) y eso es algo que ni el gobierno ni el país parecen dispuestos a tolerar. El gobierno, porque sabe que las guerrillas históricamente usan estas pausas en la guerra para fortalecerse, para sacar provecho estratégico. Y el país, porque las heridas por los desmanes de la época del Caguán siguen frescas.
Además, los sectores políticos que son enemigos de la paz tendrían un caballo de batalla para atacarlo apenas se asomaran las ventajas para la guerrilla. Ninguna razón justificaría hoy a un gobierno que parara los operativos militares contra la guerrilla y eso lo sabe muy bien Santos, quien el mismo día que anunció las negociaciones ordenó redoblar la ofensiva contra las Farc.
El cese de hostilidades es bueno porque humaniza la guerra, pero ninguna familia está dispuesta a poner muertos mientras se logra esa humanización. Como lo concibe el gobierno Santos, es mejor atacar de una vez los temas de la agenda de negociación, sin pausa y sin prisa, para que cuando llegue ese cese de acciones violentas sea definitivo. Tiene sus riesgos, claro, y el primero es que las Farc aún conservan capacidad de hacer daño.
Ahora, si el cese de hostilidades puede ser usado con fines tácticos, la ausencia de aquel también. Por eso el Presidente le pidió paciencia al país y demandó a las autoridades estar más atentas que de costumbre para prevenir y repeler a los insurgentes. O a quienes pudiesen emprender acciones ofensivas con la intención de hacerle creer al país que quien las cometió fue la guerrilla.
Con o sin cese de hostilidades, hay riesgos. El país ya ha ensayado y conoce las consecuencias de dar prioridad a ese tema en las discusiones. Los más recientes ejemplos son los del gobierno de Belisario Betancur (la tregua se rompió por incumplimiento de la guerrilla y la violencia arreció) y el de la era Pastrana, en la que no hubo tregua y los resultados fueron peores.
La estrategia de Santos tampoco ofrece un camino libre de obstáculos, pero con una guerrilla más reducida que la que enfrentaron sus antecesores, unas Fuerzas Armadas más a la ofensiva y una legislación internacional más severa para quienes cometen crímenes de lesa humanidad, los resultados pueden ser más efectivos.