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“¿Por qué no pude rescatar a Camilo?”: la historia del hombre que vio morir al cura guerrillero

El Espectador reproduce en exclusiva un capítulo del libro escrito por Gilberto Barragán Gómez, la única persona que sigue viva y que vio morir a Camilo Torres.

Gilberto Barragán Gómez

02 de mayo de 2019 - 09:57 p. m.
Portada del libro “¿Por qué no pude rescatar a Camilo?”.
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“Sin buscarlo, fui su compañero de trinchera en el combate”, se lee en la contratapa del libro “¿Por qué no pude rescatar a Camilo?”. El texto fue escrito por Gilberto Barragán Gómez, quien guió al Eln en la zona de Patio de Cemento, Santander, el 15 de febrero de 1966, y la única persona con vida que atestiguó la muerte de Camilo Torres.

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El libro fue publicado por ediciones Del Lirio en México y será presentado en la Feria Internacional del Libro de Bogotá el 3 y 4 de mayo. El autor estará acompañado por el escritor e historiador Joe Broderick, biógrafo de Camilo Torres, y los editores de Ediciones del Lirio Rubén Mendieta Benavídez y Marcos Daniel Aguilar.

Si le interesa este tema lo invitamos a leer El día que el padre Camilo Torres aprendió a disparar

El siguiente es el Capítulo 7 de ¿Por qué no pude rescatar a Camilo?

Combate en Patio Cemento

El martes 15 de febrero, todos los guerrilleros como lo habíamos hecho en los días anteriores nos levantamos 6 de la mañana y seguidamente íbamos bajando a ocupar nuestro puesto de combate en la trinchera, y a esperar y esperar hasta que de pronto pudiera llegar la tropa. Este día se veía radiante y luminoso, igual que los días anteriores por el verano que se estaba dando. En las copas de los arboles cantaban algunos cientaros –tucanes–, guropendolas, como decimos los campesinos, y algunos arrendajos; por lo demás todo era en completo silencio absoluto en la selva.

Quizás ya eran las 8:30 de la mañana, o tal vez ya eran las 9, cuando de pronto apareció por el camino Plutarco andando todo apresurado con la gorra en la mano,como decimos los campesinos, con su respiración agitada, hasta llegar adonde estaban Fabio y Camilo, que conversaban en susurro siendo interrumpidos por la presencia de Plutarco, que les llegó a los dos para informarles que la tropa venía en marcha acercándose adonde estábamos en su espera. Inmediatamente que Fabio recibió el mensaje, se desplazó por las trincheras de cada combatiente para informarles que estuvieran listos porque el enemigo ya venía en marcha muy cerca de nosotros.

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Cuando regresó del recorrido por las trincheras llegó y le ordenó a Plutarco que se escondiera en la parte de arriba donde teníamos nuestros equipos, en el sitio donde dormíamos. Plutarco empezó a subir la pendiente y se escondió ya que estaba desarmado. Fabio siguió sentado al lado de Camilo, los dos estaban en silencio, muy atentos a la espera de que halaran el cordel desde el muro de contención, dando el santo y seña, avisando que la tropa había llegado a la emboscada.

Todos estábamos muy atentos con el dedo en el gatillo esperando que dieran el santo y seña con el cordel que pasaba por nuestros puestos de trincheras. Es de suponer que igual que yo, todos mis demás compañeros debían estar impresionados y angustiados por el momento fulminante que se iba a dar. Después de que Plutarco trajo la noticia, 9 de la mañana aproximadamente, la tropa duró una hora para llegar a nuestra emboscada. Ya que ellos llegaron a las 10:02 minutos, hora que marcaba el reloj de Torito. Estuve muy pendiente de la hora cuando iba a empezar el combate; pensé que este día iba hacer un día muy trascendental en la historia de la vida guerrillera, también pensé que podía ser muy transcendental para Colombia. Lo que nunca imaginé fue que Camilo muriera este día.

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Tan pronto halaron el bejuco desde el muro de contención, Fabio se ubicó acurrucado tras el montículo con su metralleta Madsen, listo para cuando la vanguardia del ejército llegara al montículo, y así empezar la batalla; los minutos se hacían siglos esperando ese momento, Fabio los esperaba con sus compañeros que estábamos a su alrededor. No olvidar que nosotros éramos el cierre de la emboscada, que sostendríamos el fuego de frente con la tropa. Cuando los compañeros del muro de contención dieron el santo y seña, yo saqué mi segundo proveedor del portaproveedor de mi chapuza y lo puse sobre el montón de tierra que había sacado del hueco, y que tenía arrumada sobre la orilla de este, para que a la vez me ayudara a protegerme de las balas. Yo estaba muy cerca al montículo adonde Fabio se ocultó para abrirle fuego a la tropa, estuve muy atento observando por encima del pequeño arrume de tierra donde afianzaba el puño de mi mano con el dedo en el gatillo, esperando que se asomara el primer soldado a la vista. Lo acordado era que, cuando la tropa llegara frente de cada combatiente, lo debía cubrir con la mira de su arma mientras pasaba por su frente y cuando entraba el siguiente soldado debía hacer lo mismo, y así sucesivamente en ese orden. Esto en teoría se oye bonito, pero en la práctica «es a otro precio», dice el dicho popular. Así lo demostraron los hechos de ese día.

Fabio cuando vio que se le acercó el primer soldado, quizás a una distancia de dos metros, se enderezó un poco tras el montículo y abrió fuego disparando su primera ráfaga con su metralleta Madsen. En la vanguardia del ejército venían cuatro, el sargento Castro Rueda, un subteniente y dos soldados rasos, los cuales murieron. Esta era la señal para que todos los demás combatientes de la emboscada abriéramos fuego, empezando así el combate aquel martes 15 de febrero, a las 10:02 minutos, terminando el combate quizás después de haber transcurrido veinte o tal vez treinta minutos.

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En el combate, fuego iba y fuego venía, la selva retumbaba con los estruendos que producían los disparos de fusil de lado al lado, de vez en cuando se oían sonar unas detonaciones que parecían pequeñas bombas, eran los disparos de las escopetas calibre 16 de los compañeros que portaban ese tipo de arma aquel día en la emboscada. Hago este comentario del feroz combate por la intensidad del fuego que se dio en el enfrentamiento entre ejército y la guerrilla.

Durante el combate, nadie se dio cuenta cuántos de nosotros habían caído en el cierre de la emboscada, cada uno en su sitio no se movió hasta cuando se dio la orden de la retirada. El santo y seña era la palabra el Topón, y la tenía que gritar Fabio a todo pulmón, para que todos la pudiéramos oír en medio del retumbar de los tiros.

Cuando nos retiramos, los demás compañeros de combate no sabían que Camilo, Ramiro, Camilito, habían muerto. De la misma forma los que estábamos al cierre de la emboscada no sabíamos cuántos guerrilleros habían muerto al lado del muro de contención, ni en el resto de la emboscada, tampoco de los heridos, entre los que estaban el médico Ernesto, el mensajero Mateo, y mi viejo amigo Abel: Álvaro Millán García.

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Fueron quizás cuatro los heridos: yo no vi ninguno de los tres que no murieron, todos quedaron en el otro grupo en que se dividió la guerrilla en el combate. El único que quedó vivo en el cierre de la emboscada fui yo, Torito, dando la batalla frente a frente al sargento José del Carmen Castro Rueda, ya que mis demás compañeros estaban muertos.

Fabio tuvo que salir corriendo del montículo porque se le explotó su metralleta Madsen, quedando desarmado. Allí tras el montículo trató de ajustar las latas torcidas de la recámara de su metralleta, y estando en la mecánica, tratando de arreglarla, le llegaron las primeras ráfagas de la carabina M1 del sargento Castro no se le hubiera dañado y trabado la metralleta hubiera logrado hacerles una segunda ráfaga con su Madsen, y los cuatro soldados habrían caído casi el uno sobre el otro, y el padre Camilo no hubiera muerto ese día, y la historia sería otra. Fabio tenía el apoyo de los tres compañeros que estábamos a su lado, en orden de norte a sur: Ramiro, Camilo y Torito.

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El sargento José del Carmen Castro Rueda, quien se salvó de la primera ráfaga que Fabio disparó con su ametralladora Madsen, solo quedó herido de un brazo, cuando venía al frente de la vanguardia junto con un subteniente que quedó muy mal herido, y dos soldados más que quedaron tendidos muertos sobre el camino. El terreno faldudo que escogió Fabio para el combate salvó al sargento Castro y al subteniente, ya que al sentir que estaban heridos se echaron a rodar por la pendiente del camino hacia abajo donde se salvaron. El sargento logró encontrar un sitio estratégico, tras un árbol grueso, donde se atrincheró muy bien con su brazo herido y se protegió de nuestras balas, y desde allí nos veía muy bien, y pudo hacer nuestra matazón, según el general Álvaro Valencia Tovar.

A Fabio le dio un tiro en la pierna derecha, y lo salvó la lámpara Ronson, ya que atajó la bala de carabina M1 punto 30, que no es tan poderosa como sí lo es la bala de fusil punto 30. Una bala de fusil punto 30 hubiera cruzado las latas de bronce de la lámpara Ronson y le hubiera vuelto pedazo el fémur de su pierna derecha. El sargento José del Carmen Castro Rueda también le alcanzó a romper el cuero del dedo meñique de la mano derecha con una bala que le pasó de refilón. Fabio se salvó aquel día de no morir, de pura mierda, como decimos los campesinos. ¿Cómo lo hubiéramos salvado de morir desangrado por el fémur roto por el balazo?  Sin camilla para cargarlo y sin nada para atender urgencias médicas. Hoy, cuando les escribo y les cuento esta historia, Fabio no estaría vivo, ni estaría en Cuba pasando sus días de anciano, sin contar su historia de Patio Cemento, junto con sus grandes héroes y su autocrítica.

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Cuando Fabio abandonó su sitio de combate salió saltando algunos diez metros hasta llegar a donde había el gran raizón de un árbol que en tiempos pasados se había caído, conservando un gran césped de tierra prendido a sus grandes raíces, donde Fabio se ocultó para protegerse de las balas enemigas, ya que estaba desarmado. Durante su escondite nadie supo qué haría Fabio allí escondido. Después que Fabio salió corriendo del combate, la batalla siguió con todo su furor, pocos minutos después cayó Aurelio, conocido como Ramiro. El sargento Castro mató a mi alrededor a una distancia de tres metros, primero a Aurelio Plata Espinosa, Ramiro, campesino de la región. Luego, al niño Camilito, quien quedó tirado en el camino frente al padre Camilo. Siguió con el padre Camilo Torres Restrepo, y si Fabio no hubiera salido corriendo también lo habría matado. En la zona que les tocó a Camilo y a Ramiro no había pequeños arbustos de rastrojo, ni ningún tupidal de manigua que los protegiera de la vista del enemigo desde la distancia.

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Para el colmo de las penas Ramiro, en el momento que empezó el combate, no hizo nada para cubrirse de las balas, no se tendió al piso ni siquiera se encurrucó para ser menos visible del enemigo. Todo el tiempo del combate estuvo de pie, lo vi hacer algunos dos disparos con su escopeta calibre 12, cada disparo que hacía sonaba como una pequeña bomba, a la vez que quedaba envuelto en el humo que producía la pólvora negra, oportunidad que aprovechó el sargento Castro para dispararle y matarlo, siendo así el primero de los nuestros en caer en el cierre de emboscada abatido por las balas de nuestro enemigo. Quizás no habían transcurrido diez minutos de haber empezado el combate cuando logró darle a Ramiro y lo mató.

Todo el tiempo del combate hasta cuando lo mataron permaneció de pie, bajo su sombrero grande de caña, que algunos escritores han dicho que el sargento Castro vio a un guerrillero de sombrero grande de paja: él era Ramiro. No solo Aurelio usaba sombrero grande, también Fabio Vásquez Castaño, todo el tiempo que estuve en la guerrilla, siempre lo vi usar sombrero grande de pelo, tipo llanero con barboquejo. ¿Cuál de los dos fue el que vio el sargento Castro? Pues los dos usaban sombrero grande. Este día en el combate los dos estaban muy cerca, solo estaba de por medio Camilo, quizás a una distancia de dos metros, el uno del otro.

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Todos los cuentos novelescos narrados por los escritores charlatanes, que han escrito sobre la vida guerrillera y muerte del padre Camilo Torres Restrepo han escrito un poco de mentiras. Pero hoy yo les aclaro el cuento que dicen que a Camilo lo mató el sargento Castro, cuando bajaba al camino a recoger un fusil de los soldados caídos en el combate: ¡Todo eso es mentira! Pocos minutos después que Fabio salió corriendo (Gracias a que salió corriendo, Fabio se salvó de que lo matara un balazo del sargento Castro), y se ocultó tras el raizón, desde allí gritó diciéndonos a Camilo y a mí que bajáramos y avanzáramos hasta el camino a recoger dos fusiles que estaban tirados al lado de dos soldados. Cuando recibimos la orden de avanzar hasta el camino para recoger los fusiles, Camilo se bajó de su pequeño terraplén y empezó a bajar de barriga igual que lo hice yo. Me salí de mi hueco y empecé arrastrarme de barriga frente de mi trinchera rompiendo el tupidal de manigua que quedaba frente a mi trinchera que afortunadamente me ayudaba a cubrirme de las miradas del sargento Castro; los dos descendimos de barriga, nos arrastramos muy lentamente para bajar al camino, la distancia desde nuestra trinchera quizás no era más de tres metros. Bajamos demasiado lento, por la consistencia del fuego que mantenía el sargento Castro sobre nosotros.

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Para el colmo de los males yo fui a responder el fuego con mi pistola, tan de malas que el proveedor de mi pistola se quedó sin munición y en consecuencia me quedé desarmado: bajo el intenso fuego del sargento Castro no tuve más qué hacer que bajar la cabeza lo mejor posible sobre el piso para evitar que me cogiera una bala. Inmediatamente, apelé por el segundo proveedor con la mala suerte que no lo cargaba en la chapuza. Pensé que se me había salido del portaproveedor de la chapuza y que se había quedado votado en el follaje cuando me arrastraba de barriga para bajar al camino a rescatar los dos fusiles.

Cuando me vi desarmado, por no tener el segundo proveedor para recargar mi pistola, a la vez que permanecía la consistencia del fuego del sargento Castro sobre nosotros, las balas silbaban sobre nuestras cabezas en forma aterradora, así las cosas: Yo le grité a Camilo, que quizás estaba a una distancia de dos metros, que retrocediéramos porque nos podían matar. Empezamos a retroceder de barriga por la pendiente, muy difícil subir de barriga en reversa, ¿y el cuerpo tan grande de Camilo y pesado?, ¿cómo hizo para subir de barriga en reversa, por la pendiente hasta regresar a su trinchera sin poderse parar? Pero no teníamos otra forma de hacerlo si queríamos evitar que el sargento Castro nos diera nuestro balazo.

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Cuando regresé a mi hueco sin cargar la pistola, encontré por suerte el segundo proveedor sobre la tierra que había excavado cuando hacía mi hueco de trinchera, la tierra que saqué la arrumé sobre la jeta del hoyo para que me ayudara a proteger de las balas, allí encontré el proveedor de mi pistola que lo había sacado del portaproveedor de mi chapuza para tenerlo listo para cuando empezara el combate. Mi alegría fue muy grande porque muy rápido extraje el proveedor vacío y recargué con mi segundo proveedor, y de una vez, le seguí respondiendo el fuego al sargento Castro tiro a tiro, para ahorrar la munición y no delatarme tanto con mis disparos, a la vez que trataba de precisar mi puntería hacia el matorral que se movía cuando el sargento accionaba su movimiento en el combate. Cuando regresamos a la trinchera, el combate seguía a todo furor.

Aureliano Plata Espinosa, o sea, Ramiro, el del sombrero grande de paja, ya hacía rato lo había matado el sargento Castro. Pocos minutos después que regresamos a nuestra trinchera, el posta Camilito, que estaba en la parte norte del cierre de la emboscada, a la orilla del cacaotal de Patio Cemento, vigilaba el camino de cualquier peligro por parte del enemigo. Abandonó la posta y se vino por todo el camino hasta llegar al cierre de la emboscada adonde se estaba dando el combate. Cuando lo vi al frente de mí, venía caminando en posición de guardia de combate, y le pegué rápidamente un grito, diciéndole que tuviera mucho cuidado, que lo podían matar, quizás solamente alcanzó a oír mi grito de advertencia, cuando le llegaron las ráfagas de balas disparadas por el sargento Castro, matándolo de ipso facto, quedando tirado en el camino frente de Camilo y frente a mí, con su escopeta calibre 20, sin alcanzar a disparar un solo tiro.

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El combate continuaba, nadie sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que la tropa entró a la emboscada. El combate continuaba muy fuerte y se oía fuego por todas partes, gritos de la tropa y gritos de los guerrilleros, en los gritos se oía decir: «avancen hijueputas, tombos, avancen hijueputas, tombos», así los guerrilleros desafiaban a la tropa. A su vez, a los soldados se les oían sus gritos muy fuertes, pero no pronunciaban palabras concretas.

El tiempo en la batalla parecía que no tenía ningún valor, nadie controlaba el tiempo. Cuando Camilo fue herido, yo vi que se retorció un poco, que bregaba para respirar, entonces, le pegué un grito a Fabio desde mi trinchera avisándole que habían herido a Camilo. Fabio me respondió muy desesperado diciéndome que lo rescatara, mientras Camilo seguía herido en su trinchera. Luego Fabio empezó a gritarle a Camilo, muy afanado, varias veces, diciéndole con mucha insistencia: «¡Argemiro, salite; Argemiro, salite!». Camilo no respondió, o quizás no fue capaz de pararse y salir corriendo a ocultarse al lado de Fabio.

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Camilo no se levantó de su pequeño terraplén, sino que siguió combatiendo, respondiendo al fuego de donde le habían disparado el balazo que le dio en el pecho, quizás fueron muy pocos los minutos que pasaron cuando le dieron el segundo balazo en el pecho, por el lado izquierdo, que acabó con su vida de forma fulminante. El terraplén que hizo Camilo, con el arrume de cascajo, quedó muy alto, dejándolo muy visible a la distancia, lo que permitió que el sargento José del Carmen Castro Rueda lo viera bien y le disparara y lo matara.

Cuando yo vi que Camilo dobló la cabeza sobre su pequeño terraplén y se quedó quieto, entendí que había muerto; inmediatamente volví a gritarle a Fabio muy alarmado, dándole el aviso que ¡habían matado a Camilo! Fabio que se encontraba oculto allá, tras el raizón, sin hacer nada, y me devolvió el grito, dándome la orden que sacara el cuerpo de Camilo y lo rescatara llevándolo hacia arriba adonde se encontraba él.

Yo me salí de mi trinchera caminando en cuatro patas, caminando unos dos metros hasta llegar adonde estaba tendido el cuerpo de Camilo sobre el terraplén, donde ya estaba muerto, me acerqué y lo agarré de sus pies y traté de arrastrarlo por la pendiente arriba. En ese instante, el sargento Castro me vio y me zampó unas ráfagas de plomo, por lo que me vi obligado a soltar los pies de Camilo, y salté a la velocidad del relámpago y me zampé a mi hoyo de trinchera; allí me resguardé de las balas del sargento Castro. No sé cuántos minutos estuve allí, cuando volví a salir en cuatro patas hasta llegar al cuerpo de Camilo, bregué a cargármelo a la espalda, pero no fui capaz de hacerlo para llevármelo. El cuerpo de Camilo era muy pesado, Camilo tenía quizás 1,85 metros de estatura y era muy corpulento. Yo, por aquellos tiempos, era flacuchento, chiquito y no tenía la fuerza suficiente para echarme al hombro a un cuerpo tan grande como el de Camilo.

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Hoy me pregunto: ¿Por qué Fabio no salió corriendo de su escondite y bajó a ayudarme a rescatar el cuerpo de Camilo? Entre los dos quizás lo hubiéramos rescatado o tal vez nos hubieran matado allí a los tres, quedando arrumados uno encima del otro. Para Fabio que no hacía nada allá escondido, ¿fue más fácil decirme a mí que lo rescatara yo solo, y que me expusiera yo solo? Así que Fabio no se midió a ayudarme al rescate, no hacía nada, solo estaba escondido tras el gran raizón donde se protegió de las balas.

Cuando no fui capaz de cargarme el cuerpo de Camilo regresé de nuevo a mi hueco de trinchera y me estuve muy quieto, observando cuidadosamente, a ver si era posible ver al soldado que estaba frente de mí, en ese momento nadie sabía que el que estaba dando la pelea era el sargento Castro Rueda; poderlo ver en su sitio de escondite, ubicarlo bien y darle a morder su chicharrón, pero él estaba entre un pequeño matorral adonde al parecer había un hueco, donde llegó dando botes y logró ocultarse y empezó hacer la matazón de todos nosotros. En los minutos que traté de precisarlo en el sitio donde estaba escondido el soldado, pude calcular casi con exactitud en dónde estaba metido.

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En el desespero y angustia inconsciente de venganza en el combate por la muerte de Camilo, se me ocurrió gritarle a Fabio diciéndole que tenía ubicado con buena precisión el sitio adonde estaba metido el soldado que había hecho la matazón. Le grité que hacía falta una granada para lanzársela al hueco adonde estaba este hijueputa que mató a Camilo.

Fabio me respondió: «venga y lleve la granada». Yo me salí de mi trinchera y dando saltos a la velocidad del relámpago recorrí los diez metros de distancia que quizás me separaban del escondite de Fabio, tras el raizón. Fabio rápidamente me dio la llamada granada que no era más que un niple –unión– de tubo galvanizado de unos diez o doce centímetros de largo, por una pulgada y media de ancho. El centro del tubo estaba relleno con pólvora y dinamita, en la parte superior el niple tenía rosca y la tapa del mismo material galvanizado, en el centro de la tapa, tenía un roto que le habían hecho con un taladro por dónde se le insertaba el fulminante explosivo con mecha lenta, para meterle candela, igual como se hace con un volador que se prende con cigarrillo o un tabaco.

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¿Para qué diablos me podía servir esta llamada granada hechiza?, si no tenía candela ni cigarrillos ni tabacos, ya que en la trinchera no se podía fumar, porque el enemigo podía detectarnos a la distancia por el olor. En conclusión, yo aquel día no cargaba mechera –lámpara portátil de gasolina–, y mucho menos fósforo que en la selva sirven para muy poco: el sudor y el agua los destruyen, en el monte solo sirve la mechera de gasolina. Este tipo de bomba hechiza en un combate no sirve para nada. Por ahí dejé botada esta mugre de granada sobre el morro de tierra que saqué cuando hacía el hueco de mi trinchera.

No pude encender la granada porque no tenía con qué, la única yesquera que había en el combate la tenía Fabio y se la destruyó el sargento Castro, cuando le disparó en la pierna. De esta forma, aclaro ante la opinión pública por qué no lancé la llamada granada. Son varios los libros que he leído y mencionan en sus escritos el cuento de la granada y dicen: «no se sabe por qué el Toro tomó la granada y no la lanzó, al parecer no lo hizo por cobarde». Desafortunadamente, algunos escritores mentirosos no investigan la historia y terminan escribiendo sandeces que no corresponden a la verdad, con el cuento que son libros novelescos para decir mentiras, dadas por algunos ex guerrilleros charlatanes.

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Cuando regresé a la trinchera con la granada hechiza, y con la cual no pude hacer nada, me estuve resguardado en mi hueco de trinchera en completo silencio, cuando de pronto puse atención a la gritería de los soldados y al fuego que nos disparaban, y me di cuenta que lo hacían de la parte de arriba, al frente, adonde nosotros estábamos en la trinchera, eso me dio a entender que la tropa que no había entrado a la emboscada, estaba haciendo una operación envolvente en forma de anillo que ya lo estaban cerrando para agarrarnos en medio de dos fuegos. Por lo que le volví a gritar a Fabio desde mi trinchera que si no se estaba dando cuenta que la tropa ya estaba arriba de nosotros, haciéndonos el encierro.

Fabio que estaba solo y callado tras el raizón, ¿no se dio cuenta que arriba tras de su espalda la tropa estaba disparando hacia abajo, adonde nos hallábamos? A la vez que los soldados gritaban dándole ánimo a los pocos soldados que hacían frente a la emboscada de los guerrilleros. Después que le pegué el grito a Fabio, se percató del peligro que se nos venía encima, y gritó la palabra Topón, que era el santo y seña acordado para la retirada del combate de toda la guerrilla. Al oír el santo y seña, todos los guerrilleros fueron abandonando sus trincheras y fueron buscando la forma de hacer la retirada, cada uno a su modo, buscando cómo no correr peligro en la retirada. Yo me salí de la trinchera y empecé a subir en cuatro patas, hasta llegar al raizón, adonde estaba escondido Fabio.

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Pocos minutos de estar al lado de Fabio llegó Wilson, Andrés, Germán –Manuel Vásquez Castaño–, Pelé, no recuerdo a nadie más. Todos ellos venían del sector del muro de contención. En la retirada cuando llegaron los guerrilleros al raizón, vi agitado, nervioso y un poco asustado a Víctor Medina Morón. Cuando ya había varios guerrilleros amontonados tras el grande raizón, nos salimos y empezamos a dar la vuelta por la parte norte de la emboscada y empezamos a descender por el caminito por donde habíamos llegado; pasando unos pocos metros, muy cerca de donde estaba el cadáver de Camilo, seguimos bajando tras una pequeña loma de tierra, hasta quedar en frente de donde estaba el sargento Castro Rueda, que había matado a Camilo, atrincherado.

Me paré unos segundos y le señalé a Fabio el sitio adonde estaba escondido el soldado, y Fabio le pidió el fusil punto 30 a su hermano Manuel, quien hizo el primer disparo al hoyo donde calculábamos que estaba metido el soldado, quien había dejado de disparar. Estaba en silencio, eso le servía para no delatarse, y si no veía a quién dispararle para qué iba a hacer bulla. Fabio, después que le hizo el primer tiro, volvió a recargar el fusil y le hizo un segundo disparo, los dos disparos fueron a tientas al sitio adonde suponíamos que estaba oculto el soldado, un tupidal de manigua que lo protegía de que nosotros no lo pudiéramos ver. ¿Ya estaba fallo de munición? Es posible. Luego, Fabio le entregó de nuevo el fusil a su hermano y empezamos a descender muy despacio por el mismo camino, por donde habíamos llegado cuando veníamos a tender la emboscada. Íbamos caminando despacio, no íbamos en desbandada.

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Llegamos al Río Sucio, le hicimos el cruce por el mismo sitio donde lo habíamos cruzado el día que llegamos a tender la emboscada. Cruzamos el río y nos internamos por un pequeño senderito que iba rumbo al camino real que pasaba por la finca de Alfonso Estrada, y a su vez, cerca de nuestro campamento provisional de Caño del Pescado.

Cuando cruzamos el río, yo tenía una nostalgia que casi no me dejaba caminar, estaba lleno de tristeza, de odio, de ira, y solo quería venganza. Es así que cuando crucé el río, me desvié del pequeño sendero y me interné unos cuantos metros en el monte hasta donde encontré una ceiba inmensamente grande, que tenía unos raizones enormes adonde me metí, me ocultaban perfectamente de la vista del enemigo.

Allí me escondí, y con el dedo en el gatillo observando muy bien hacia el río empecé a gritarles a todo pulmón desafiando a la tropa que bajaran en mi búsqueda, le grité varias veces, ya que de verdad estaba tan ofendido por la muerte de Camilo que deseaba que bajaran al río en busca nuestra; allí los esperé un poco más de media hora, los esperé con ansiedad, con el mayor deseo de darles plomo cuando llegaran al río y así poderles dar a morder el chicharrón. Tenía suficiente munición para darles plomo si se atrevían a bajar al río en mi persecución, tenía más de ochenta tiros en mi bolsillo para darles candela hasta que se me acabara el último.

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En vista que la tropa no bajó al río en mi búsqueda, adonde los desafiaba, me salí de mi escondite y emprendí la marcha por entre la selva, siguiendo el pequeño sendero por donde mis compañeros se habían ido. Emprendí la marcha caminando muy despacio, lleno de tristeza y aburrido, sin que me importara el tiempo que pasaba.

Pronto salí a un pequeño potrerito, lo crucé despacio, sin ningún afán, cuando de pronto me sorprendió el estruendo del zumbido de un helicóptero blanco, que seguidamente pasó volando muy bajito sobre mi cabeza; salí corriendo y me oculté bajo dos grandes matas de cacao, muy frondosas, que había en el centro del potrero. De una vez entendí que el helicóptero venía en refuerzo y reconocimiento de la zona adonde había sido el combate, lo que demostraba que la comisión del ejército que emboscamos ya había llamado a través de la radio pidiendo auxilio y refuerzo militar; allí bajo las matas de cacao me estuve oculto unos pocos minutos, luego salí y continúe la marcha sin ningún afán.

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Quizás serían las 2 de la tarde cuando llegué a la casa de mi amigo Alfonso Estrada, adonde solamente estaba Alfonso y su esposa. Llegué a su casa con el fin de llevarle la leche a Fabio para su úlcera, ya que en los días que estuvimos emboscados no pudo tomar leche de vaca para calmar la acidez y el dolor de su úlcera gástrica. Desde el campamento, Caño de Pescado, en los tres días que estuvimos allí provisionalmente acampando, todos los días se mandaba un guerrillero a llevarle la leche a Fabio al campamento, en aquellos tiempos no había omeprazol, ranitidina, ni milanta. Ya he dicho cómo fue la comida de pésima durante el tiempo que estuvimos en la emboscada, y aun peor para alguien que sufre de una úlcera, que no debe aguantar hambre, porque se le crece.

Mi amigo Alfonso Estrada me dio algo de comida, a la vez que hicimos comentarios preguntándole que si había oído el plomeo del combate en Patio Cemento. Me respondió diciendo que sí había escuchado perfectamente el plomeo, como dicen los campesinos. A pesar de la distancia, ya que su casa estaba a una hora de camino de Patio Cemento. Luego me despedí de él, llevándome un litro de leche para Fabio. Eran como las 3 de la tarde cuando llegué a Caño del Pescado con la leche. Y lo que vi en la cara de mis compañeros fue una expresión de tristeza y mucho silencio y casi nada de comentarios.

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Ya eran las 4 de la tarde cuando llegó trillando monte el compañero Juan –Julio Porto Carrero Mondragón–, llegó con su uniforme rojo, lleno de sangre, ya algo seca, y con los dos fusiles cargados al hombro y terciados junto con sus dos fornituras. Lo recibimos con mucha alegría, ya que era un sobreviviente más del combate. Juan era un compañero amable, siempre vivía contento, era un hombre culto, siempre vivía leyendo, era muy buen amigo y se daba a querer de todos sus compañeros; este día, Juan demostró ser muy valiente, se quedó solo en la emboscada, porque a su lado su compañero de trinchera, Abel, fue muy mal herido por un tiro de fusil que le fracturó el hueso de la cadera.

Cuando Juan vio que su compañero estaba muy mal herido y que no podía caminar, en un acto de heroísmo, se lo echó al hombro junto con los dos fusiles y las dos fornituras con su munición, y lo subió por la parada pendiente, quizás unos doscientos metros, en medio del combate, hasta bien arriba donde encontró un sitio semi plano para que no fuera a rodarse, y allí descargó a su compañero Abel –Álvaro Millán García–.

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Allí lo dejó y arrancó corriendo solo, a campo traviesa, por entre la selva, hasta llegar al campamento Caño del Pescado, donde nos llevó la noticia que había dejado escondido en la selva, mal herido, a su compañero de trinchera, donde había sido la emboscada. Cuando Juan nos dio esa noticia, Fabio inmediatamente organizó una comisión para ir al rescate del compañero Abel: nombró al compañero Wilson como responsable de la comisión, a Juan, quien conocía el sitio adonde había dejado escondido a su compañero, a Torito y a otro que hoy no recuerdo quién era. Así que los nombrados para ir al rescate de Abel fuimos cuatro, para ello llevamos buenas linternas, ya que el regreso sería en la noche y en lo oscuro por entre la selva.

Tal vez eran ya las 5 de la tarde cuando emprendimos la marcha desde el campamento. Salimos a toda prisa de regreso, de nuevo al sitio de la emboscada. Cruzamos la selva muy rápido hasta llegar al Río Sucio; ya se veía que empezaba a llegar la noche cuando llegamos a Patio Cemento; nadie sabía si el ejército estaba emboscado cuidando a sus muertos, por tal razón hicimos un rodeo entre la selva por la parte sur de la emboscada, bien arriba, lejos de donde había sido el combate; rápido cruzamos el río y subimos la pendiente hasta llegar al sitio donde Juan había dejado muy mal herido a Abel.

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Cuando llegamos al sitio, él ya estaba frío, hacía rato que había muerto desangrado y estaba cubierto por miles de moscas de todo tipo, que habían cubierto su cuerpo de gusanos y panales de queresas. No tuvimos más nada qué hacer que acomodar un poco mejor su cuerpo y luego, con nuestras manos recogimos del piso todo el follaje que encontramos y fuimos cubriendo su cuerpo. En la parte de arriba había un pequeño talud que, como pudimos, entre los cuatro arañamos tierra y arañamos tierra, hasta bregar a taparlo lo mejor que pudimos para que no quedara a la intemperie.

Todo esto fue horrible, pero ninguno de nosotros sabía si el ejército estaba emboscado cuidando a sus muertos, o ¿ya los habían rescatado?, afortunadamente no nos pasó nada.

Tan pronto tapamos a Abel con algo de tierra, emprendimos nuestra marcha caminando muy rápido hasta bajar al río antes que se nos oscureciera. Rápido cruzamos, pero la noche llegó y nos cubrió con su manto de oscuridad. Prendimos nuestras linternas para emprender la marcha, ya en la oscuridad de la selva buscamos el senderito de regreso a nuestro campamento, pero nadie controló el tiempo que gastamos esa noche en la marcha, pero supongo que cuando regresamos al campamento ya quizás eran las 8 de la noche.

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Mi pregunta fue ¿si Abel hubiera estado vivo?, ¿qué hubiera sido de nosotros con un herido de cadera fracturada con un tiro de fusil?, no teníamos una camilla para cargarlo, no teníamos jeringa ni una ampolleta de calmantes para el dolor, ni tampoco teníamos una ampolleta de antibióticos para evitarle una posible infección, y lo que es aún peor, cargando un herido con la cadera fracturada en estas condiciones, a tuche a la espalda, ¿eso sería posible? Hoy me causa terror al pensar cómo hubiera sido esta gravísima situación, con un hombre herido y atuchado a nuestra espalda, en esas condiciones de la época, prefiero no decir una sola palabra más sobre este caso, que me causa terror el solo pensarlo.

Llegamos al campamento, rendidos de cansancio y con mucha hambre, si tenemos en cuenta que todo el día no habíamos probado ningún bocado. No hubo comida ni café, nada es nada. Nos acostamos en el puro suelo y allí amanecimos durmiendo ya un poco descansados.

Amable lector, no olvide que no cargábamos nada, ya que nuestros morrales se habían quedado en el escondite allá en la emboscada con todas nuestras pertenencias; en consecuencia, solo cargábamos los trapos que teníamos encima, nuestras armas y sus balas. No teníamos nada para hacer, nada. En este estado de miseria que habíamos quedado, la dormida de todos los sobrevivientes, aquella noche del día 15 de febrero para amanecer 16, fue una noche perruna, como dicen mis colegas campesinos. Por esta razón le cuento y le digo que si no teníamos nada era porque de verdad no teníamos nada de nada.

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«Si hay alguna violencia justa, es aquella que se emplea en hacer a los hombres buenos». SIMÓN BOLÍVAR 26 de mayo de 1820

Por Gilberto Barragán Gómez

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