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El origen del mal
La experiencia del mal es inseparable de la vida. El dolor, la enfermedad, la soledad, la injusticia, el miedo, son pesares que todos los seres humanos percibimos desde la más tierna infancia. Y el paso del tiempo no siempre mejora las cosas. Algunos tienen más suerte que otros, pero casi nadie se libra de una pequeña buena dosis de sufrimiento. Ya lo decía Pedro Calderón de la Barca: “¡Qué pocas veces el hado que dice desdichas miente, pues es tan cierto en los males cuanto dudoso en los bienes!”.
Siendo el mal algo tan presente e inevitable, no es extraño que, desde la antigüedad, haya suscitado tantas cavilaciones, sobre todo en las religiones monoteístas. Si Dios es infinitamente bueno, ¿cómo es posible que permita tanto sufrimiento sobre la tierra? Si la desdicha fuese algo reservado a los pecadores, la existencia del mal podría ser el fruto de la justicia divina: a cada pecado una pena. No es así; hay pecadores que se salen con la suya y muchos de los que sufren no le han hecho mal a nadie. ¿Cómo entender el padecimiento de los inocentes?; ¿cómo suscribir, desde la fe, la distribución extraordinariamente inequitativa de dolor y felicidad en el mundo?
En el Antiguo Testamento se cuenta la historia de Job, un hombre rico que tenía todo lo que se necesitaba para ser feliz; hijos en abundancia, esposa, amigos, criados, tierras, ganado y una fe inquebrantable en Dios. Un día, viendo tanta dicha, Satanás le propone a Dios que le permita poner a prueba la fidelidad de Job. Dios acepta, siempre y cuando el Diablo no acabe con su vida. A partir de ese momento todas las desgracias posibles se precipitan sobre el pobre Job: mueren algunos de sus hijos, su mujer lo repudia, pierde todos sus bienes, se enferma, etc. Pero la fe de Job nunca desfallece, con lo cual Satanás se da por vencido y el fiel anciano recupera sus bienes y parte de la vida tranquila que tenía antes. El sufrimiento, según este mito, no es solo un castigo para resarcir los pecados sino una prueba para comprobar la fortaleza de la fe. Pero este mal del Antiguo Testamento, impuesto como prueba, para algunos, no para todos y sin un criterio definido, es aún más difícil de justificar.
Esta fue el primer fragmento de “El país de las emociones tristes” publicado por El Espectador: “No hay una correlación entre tener fe y ser una mejor persona”: Mauricio García Villegas
Entender el sufrimiento de los niños es tarea todavía más ardua. Según la teodicea (la ciencia de Dios) el sufrimiento de los inocentes se explica por el pecado original; un pecado que cargamos todos los seres humanos por causa de la desobediencia de Adán y Eva, cuya insubordinación rompió la armonía que existía entre Dios y los hombres en los tiempos del paraíso. Iván Karamázov, el personaje de Dostoievski, se revela contra el Dios que impone semejante orden de cosas.
“Admito que los adultos sean solidarios en el pecado y en el castigo”, dice Karamázov, “pero no que esa solidaridad se extienda a los niños”. Yo tampoco pude soportar una doctrina con una dosis semejante de injusticia. Cuando me explicaron, o mejor, cuando entendí el sentido del pecado original, di el primer paso hacia el abandono de mi fe.
Tanta pregunta no resuelta condujo, a mediados del siglo XVIII, a la secularización del mal, es decir a verlo como un asunto terrenal y propio de nuestra condición humana. “No veo otra razón de la existencia del mal que su existencia misma”, dijo Voltaire. El mal sigue ahí, pero no es omnipresente, ni irremediable. Si los inocentes sufren por causa de enfermedades, guerras, etc., tal cosa, más que una fatalidad, es un desafío para la especie humana. Incluso la inevitable muerte llega cada día más tarde. Gracias al avance de la medicina y al progreso de la moral, el sufrimiento ha perdido terreno. El progreso moral es un hecho cierto del cual todos nos beneficiamos. No es posible acabar con cosas como las guerras, las enfermedades o el dolor, pero sí es posible reducir sus efectos, acorralarlos.
El mal causado de manera voluntaria también ha perdido la fatalidad que tenía en el pasado. La ley del talión (ojo por ojo, diente por diente) que fue un intento por encontrar cierto equilibrio entre el daño padecido por la víctima y el daño merecido por el criminal, ha sido proscrita en casi todos los países del mundo. La venganza, como forma de saldar cuentas, es cada vez menos aceptada. Hasta hace relativamente poco el Estado se comportaba como un vengador de los crímenes cometidos contra sus representantes.
El suplicio cruel y espectacular en plaza pública se acabó a finales del siglo XVIII, cuando fue reemplazado por la prisión. En lugar de castigar el cuerpo se empezó a castigar el alma. Michel Foucault ve en ello un cambio de estrategia del sistema penal, y analiza las implicaciones políticas de ese cambio, pero eso no impide ver allí un avance en la humanización de las penas y un repudio de la venganza. El problema de la venganza es el círculo de la violencia: cada sujeto, atormentado por la maldad del otro, castiga para aniquilarlo y de esta manera encadena su violencia a la del otro, y así sucesivamente. Usar el mal para luchar contra el mal es como apagar fuego con aceite. Tal vez la civilización consiste en humanizar el mal, en reducir el exceso imaginario que hay en él, en tomar la imaginación por lo que es, no por lo que nuestras pulsiones nos llevan a pensar.