Es pequeña y muy joven, pero todos los días hace el trabajo de varios muchachos. En una finca que ofrece el servicio de cabalgatas, en Sutamarchán, Boyacá, Liliana Rodríguez Aranda tiene a su cargo una numerosa caballada y realiza otras tareas del campo de sol a sol.
Cuando los jinetes —por lo general ejecutivos citadinos, que alivian su estrés por medio de esta actividad— montan su bestia, Liliana ya tiene los caballos listos, ensillados y alimentados con una buena ración de caña.
Ella cabalga con el grupo, integrado casi siempre por varones; su misión es garantizar un recorrido inolvidable, con las menores comodidades: mientras los jinetes miran paisajes y llenan sus pulmones con aire puro, ella ayuda a montar y a desmontar, arregla desperfectos en los aperos, apacigua a un animal que se alborota y mantiene cohesionado al grupo.
Al final del día, mientras los cabalgantes se quitan las botas y relajan los músculos, la joven desensilla los animales, los felicita por su desempeño y se asegura de que tengan buenas cantidades de hierba y agua. Sólo entonces se va a la cama.
Los caballistas remarcan su manera, casi maternal, de comunicarse con los animales, que marca una diferencia abismal con la tradición del domador brutal que manda por medio del miedo. ‘Armada’ con una soga y con su labia afectuosa, aplicada al oído del animal, la vi conducir a un potro cerrero del potrero a un camión en pocos minutos. Una tarea que, por lo general, demanda esfuerzos físicos increíbles, luchas entre el hombre y la bestia, con riesgo para ambos.
Liliana ha encontrado la felicidad casi completa en este ‘volver a comenzar’. Ha hallado la posibilidad de vivir en paz —una experiencia prácticamente sin estrenar en su caso—. Apenas tiene 26 años y al conocer su recorrido vital uno se pregunta dónde caben tantos acontecimientos, tantas aventuras, tanto dolor, tanta vida, pura y dura.
Vive sola en una casita dentro de la finca; de las paredes cuelgan riendas, rejos, aperos y herramientas. Conversamos en el corredor, con las montañas enrojecidas, característica de la región, como telón de fondo.
A los 11 años de edad, en un pueblito tolimense llamado Tres Esquinas, a tres horas de Cunday, por carretera sin pavimentar, en un corredor que comunica al Tolima con los Llanos Orientales, Liliana vivió su primera toma guerrillera. Quietecita en su cama, rezaba mientras le caían encima los trozos del pañete que se desprendían del techo cada vez que estallaba una bomba. La función duró desde las 10 de la noche hasta el amanecer.
Nació en la vereda El Caimito, municipio de Cunday; fue registrada en Villarrica y sus primeros años transcurrieron en diferentes parajes de una zona teñida de rojo por los siglos de los siglos, con una historia de violencia sobresaliente, lo cual es mucho decir en este país.
El encanto de los primeros años en el campo con su familia, dedicada a los cafetales y al ganado, cuando hacía mandados en el caballito de su abuelo, se rompió pronto: a la separación de sus padres siguió la ‘lotería’ de un padrastro abusador y violento: “Era muy temperamental, todo era a los gritos, a los madrazos. Alguna vez me iba a violar, fue terrible, me defendí, le aruñé la cara, lo volví nada… Mi mamá me dijo: ‘Si usted le dice a alguien, no la dejo seguir estudiando’”, cuenta Liliana.
Ayudó a criar a sus hermanos, cocinó para los peones y luchó para que la dejaran estudiar. Sin permisos para salir a hacer trabajos escolares, sin tiempo para las tareas y recorriendo grandes distancias todos los días, llegó hasta el grado noveno.
Pero ella sabía dónde encontrar solaz y felicidad: en los potreros donde pastaban los caballos y las mulas, a donde llegaba siempre con caña picada, sal o melaza. El dilema entre zanahoria y garrote no aplicaba, porque el segundo elemento siempre se descartó para tejer, desde el principio, una relación que marcó la ruptura con la violencia del entorno.
Por eso el padrastro siempre le ordenaba a su mamá: “Mande a esa china a coger las bestias”. “Yo me los ganaba a punta de cariño. Había una mula muy arisca, yo le colocaba la enjalma y me le subía con el mercado y con mis hermanitos en las piernas, por las trochas de barro”.
Liliana señala a dos campesinos tolimenses analfabetas, su papá y su abuelo materno como quienes le enseñaron el respeto por los ‘semejantes’, término que englobaba al hombre y al animal, y la llevaron al convencimiento de que “la letra con sangre no entra”.
Luego de la toma guerrillera la Policía abandonó el pueblo y dejó libre el terreno para que la guerrilla enviara a sus efectivos a ‘enamorar a las muchachas del colegio’; Liliana tenía 14 años.
Al tiempo que los rebeldes anunciaban que iban a ‘bajar’ al pueblo a llevarse a ‘los que sirvieran’, el padrastro de Liliana recibía amenazas por haber hecho negocios con gente del Gobierno, lo que estaba absolutamente prohibido por las Farc. El colegio fue cerrado durante un tiempo y la familia huyó a Girardot.
Sin embargo, la joven ya había tomado la decisión de irse a vivir con Wilfredo, su novio. La escapada le permitió, además, recuperar el contacto con su papá, quien, también desplazado, se había refugiado en la población de Melgar para comenzar de nuevo con un puesto en la plaza de mercado.
Tras una experiencia fallida en Bogotá, intentaron regresar a Tres Esquinas con la idea de seguir trabajando con el ganado, el plátano, la yuca y la guanábana. Pero… “hoy llegaba el Ejército, detrás de ellos los ‘paras’ y luego la guerrilla. Unos decían una cosa, los otros, otra; y todos los días había un muerto; en una sola noche, un 7 de diciembre, hubo cuatro. Y yo le dije, ‘nos vamos ambos o me voy sola’”.
¿A dónde ir? Wilfredo recordó que tenía un primo en Villa de Leyva: 12 horas en varias ‘flotas’, hacia una tierra desconocida, con todos los signos de interrogación entre pecho y espalda, y sendos nudos en la garganta. ¿Regresar al terruño? Tal vez nunca.
La nueva tierra, sin embargo, fue grata y la pareja encontró algo tan exótico como la posibilidad de trabajar con tranquilidad, en distintos oficios que surgen con el turismo. Liliana comenzó a hacer tamales tolimenses para vender, pero al final tenía que cumplirse la sentencia inexorable: “Dios los crea y ellos se juntan”, y consiguió un trabajo en un consultorio veterinario; luego pudo comprar dos caballitos que ofrecían en alquiler en una esquina: de nuevo con los arreos.
Tras la ruptura con Wilfredo después de 7 años —“él tenía otra”— apareció don José, el dueño de la granja de caballos, quien la había visto manejar los animales de alquiler y quien buscaba un muchacho para las tareas de la finca. “Don José se volvió loco”, dijeron muchos cuando se enteraron de que el hombre iba a ser esta pequeñísima joven que les habla a los caballos y que los domina con su método particular.
Sentada en el potrero, clasifica y empaca los tomates de la cosecha. Habla de las posibilidades que se le han abierto a su vida en esta nueva etapa, y como ‘lo primero es lo primero’, se ha inscrito en un programa de validación del bachillerato por internet. A eso le dedica varias horas en las noches, hasta las 11, una trasnochada violenta para un campesino que, como ella, debe madrugar.
“Y ahí voy”, dice con una sonrisa, al tiempo que enumera sus sueños pendientes: en primera línea está el reencuentro con la mamá, cosa que Liliana no ha logrado a pesar de que la ha invitado varias veces. Una ‘potranca difícil de amansar’, pero ella no pierde la ilusión de verla aparecer un día a la vuelta del camino. Sólo entonces la eficacia de su método quedará confirmada plenamente.
Han pasado algunos meses desde que se escribió esta historia y hay buenas nuevas. Un día, finalmente, la mamá de Liliana apareció por el camino polvoriento, dispuesta a acompañarla a recibir el grado de bachiller. Hoy estudia contabilidad al tiempo que mantiene su trabajo en la finca.