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Una mujer y la guerra, 20 años después

Planeta reeditó el libro “Las mujeres en la guerra”, de la escritora Patricia Lara. Aquí un fragmento de su encuentro y reencuentro con una desplazada por la violencia.

Patricia Lara Salive * / Especial para El Espectador
22 de noviembre de 2020 - 02:00 a. m.
Patricia Lara y la reedición de su libro. Se han publicado más de veinte reimpresiones de “Las mujeres en la guerra”, se han vendido cerca de cien mil ejemplares y se ha adaptado al teatro en Colombia y a nivel internacional.
Patricia Lara y la reedición de su libro. Se han publicado más de veinte reimpresiones de “Las mujeres en la guerra”, se han vendido cerca de cien mil ejemplares y se ha adaptado al teatro en Colombia y a nivel internacional.
Foto: Óscar Pérez

Esto le sucedió a Juana Sánchez hace dos décadas:

—¡Sálganse, que esto se puteó! —nos dijo don Joaco, un vecino que llegó corriendo para contarnos que le acababan de incendiar la casa con todo lo que tenía adentro.

Poco antes, el Ejército había llegado a la zona para perseguir a la guerrilla y nos había dicho:

—Tranquilos, no se asusten con nosotros, que los que vienen atrás son más bravos...

Esa noche no pude dormir. Escuchaba el plomo y los bombazos. Me encontraba sola en la finca con las tres niñas, pues mi marido estaba lejos, cortando madera. Entonces, toda la noche, me pregunté: «¿A qué horas van a llegar?»

También pensaba en don Cabal, ese viejito de ochenta y ocho años al que los paramilitares caparon y después lo mataron. Yo me di cuenta de cómo pasó: llegaron a la casa donde él estaba; cuando las otras personas que vivían ahí vieron a los paramilitares, salieron corriendo. Pero como don Cabal estaba mal de la cabeza, no se dio cuenta y se quedó ahí. Entonces los tipos entraron a la casa, lo hicieron desvestirse, le bajaron los pantalones y lo caparon como se capa a un marrano. El viejito gritaba y pedía auxilio. Después lo mataron de dos tiros en la cabeza.

Me acordaba también de los perros muertos: perro que encontraban, perro que mataban. Mataron como cincuenta, y regaron el cuento de que si uno colaboraba con la guerrilla, le pasaría lo mismo. Daban a entender que la muerte de un perro era como la de una persona. (Recomendado: entrevista política y literaria a Patricia Lara, por Nelson Fredy Padilla).

A ellos no les importa. La gente dice que son paramilitares. Están bien armados y se visten como el Ejército. Con la pensadera y el miedo, al amanecer llevé a mis tres niñas, caminé con ellas como una hora en medio de los combates y llegué adonde estaba mi marido. Cuando nos vio, nos regañó:

—¡Para qué se vinieron! ¡De pronto tiran una bomba y las matan!

Salimos corriendo con él y con las niñas para Puerto Matilde. Allá estaban la Cruz Roja y la Defensoría del Pueblo. Llevaban a la gente en chalupas a Barrancabermeja. La descargaban y volvían por más. Lo importante era sacarla del lugar de los enfrentamientos.

Yo me había ido sin plata, y las niñas estaban llorando de hambre. Sólo había llevado los doce gramos de oro que habíamos sacado la semana anterior. Los vendimos a seis mil pesos cada uno y nos dirigimos hacia Puerto Salgar. En la finca dejamos las gallinas, los marranos, las veinte reses, las cuatro bestias, y las setenta hectáreas sembradas de yuca, plátano y maíz. Todo lo dejamos botado. No sabemos qué pasó con eso. Pero ese día nos salvamos de milagro de una masacre.

***

Llegamos a Bogotá en 1997. Sacamos una pieza en arriendo en una casa de inquilinato en Tintalito, cerca del barrio Patio Bonito. Pagábamos cuarenta mil pesos. Vivir allá era un verdadero sacrificio porque, por ser desplazado, a uno no lo miraban como a un ser humano: le echaban vainas cuando iba a pagar el arriendo; le discriminaban a las hijas y no las dejaban jugar con los otros niños... Cuando yo salía, las dejaba encerradas. Entonces les decían que como eran desplazadas eran una mierda y les tiraban agua y cochinadas por las ventanas.

Dio la casualidad de que, apenas llegamos, mi marido se encontró con un muchacho de Barrancabermeja. Definitivamente Dios es muy bueno con uno: el muchacho le dijo que él trabajaba en un parqueadero, que se iba a ir de ahí y que, si mi marido quería, se lo dejaba. Le pidió que le pagara cien mil pesos por el puesto. Pero no los teníamos. Ramón le dijo que lo único que le podía dar era diez mil pesos y una cadena de oro que él me había regalado y que tenía guardada. El muchacho le dijo que sí. El puesto de cuidar carros queda en el norte, frente a un centro comercial. Ramón le compró al muchacho el derecho a cuidar los carros. La gente le paga lo que le quiera dar. Ahí se la pasa mi marido. Eso fue como ganarse la lotería. Hay días en que le dan monedas. Pero como por ahí se parquean muchos carros, casi siempre hace como quince o veinte mil pesitos diarios. Con eso vivimos. Entonces conseguimos un lote cerca de donde vivíamos. Nos costó un millón ochocientos mil pesos. Con lo que nos quedó, compramos tablas, tejas de zinc e hicimos la casita. Pagamos el derecho al agua, pero ésta nos llega cada quince días. Con eso, con el préstamo y con lo que nos quedaba de los quinientos mil que nos había dado Mercoldex, arreglamos la casa y levantamos una pieza. Ya ahí, como el ranchito es propio, no molestan a las niñas. Mi Dios es muy bueno conmigo.

Esto dice Juana Sánchez, 20 años después:

En el 2001, Rafa, las niñas y yo vivíamos en la casita que construimos en el lotecito que compramos en el límite entre Soacha y Bogotá. Pero Rafa se enfermó del corazón... Entonces una doctora me dio trabajo como jardinera en su finca de Sasaima y nos ayudó para quea él le hicieran una operación de corazón abierto en la Fundación Cardioinfantil. El doctor Reinaldo Cabrera estuvo pendiente, y gracias a Dios todo salió bien. Cuando Rafa se alentó, la doctora le dio trabajo como portero.

En Sasaima nos quedamos ocho años. Volvimos a Bogotá, duramos un año, regresamos y estuvimos dos años más. Entonces Rafa decidió irse a ver si podía rescatar la finca. Y yo me quedé... Esa finca, que teníamos en Puerto Matilde, en la vereda de Santo Domingo Alto, en el Sur de Bolívar, la habíamos abandonado cuando los paramilitares atacaron. Quedaba en un territorio localizado en el límite de una zona de las FARC y otra del ELN… Ahí estaban los paramilitares, el ejército, la guerrilla, todos, dándose plomo.. Y sacaron a todo el mundo de por allá... Los primeros que se quedaron con la finca fueron los de las FARC, porque eran los que mandaban ahí. Pero cuando Rafa volvió a ver si la recuperaba, ya allá estaban los elenos.

Rafa iba para la finca cuando en medio del camino le salieron los de las FARC … Eran hartos… Y cuando él les dijo que quería recuperar su finca, lo trataron mal y lo tuvieron ahí un rato para ver si era verdad que tenía finca y si la gente lo conocía. Los de las Farc le dijeron que hablara con los elenos porque ese territorio ya era de ellos. Entonces Rafa habló con los elenos: le contestaron que no, que ya la finca estaba en manos de otra persona. Rafa fue a hablar con esa persona, pero dijo que no le entregaba la finca porque eso ya era de él, pues se la habían dado los elenos, que hablara con ellos, y que según lo que los elenos dijeran, volvían a hablar. Rafael habló de nuevo con los elenos, pero le dijeron que no, que la finca era del señor.

Rafa buscó entonces a la Junta de Acción Comunal de la vereda: le ofrecieron tres millones de pesos por la finca. Eso era como para que él se saliera de allá… Hacían eso para que hubiera una constancia de que Rafael les vendía, y no hubiera problemas después. Así ellos quedaban bien, como siempre ocurre, y el que quedaba mal era el campesinado... Por supuesto que la junta de acción comunal estaba coordinada con los elenos, pues ellos eran los que mandaban. Rafa aceptó porque no le quedaba otra opción. Y se regresó a Barrancabermeja. Entonces yo le renuncié a la doctora, me fui para Barranca, arrendamos una casita, dejamos a Laidy estudiando en Barranca porque ya las otras niñas se habían ido, Rafa se fue a aserrar madera y yo a cocinar por allá.

Cuando Laidy terminó el bachillerato, regresamos a Bogotá y nos fuimos a vivir en la casita. Compramos un carro de mangos, yo me puse a vender mangos y Rafa a vender minutos. Y conseguimos para la comida, los servicios y el estudio de las peladas. Por esos días me llamaron para que me inscribiera en el programa de viviendas que el gobierno les estaba dando a los que habíamos perdido todo. Hice las vueltas en Bogotá y, en febrero del 2017, nos dieron el apartamento. Queda en Candelaria La Nueva, en Ciudad Bolívar, pegado a la Plaza El Ensueño. Tiene tres habitaciones, cocina y baño. Ahí vivimos Rafa, Angie, los dos niños que tienen tres y ocho añitos, y yo. La casita la tenemos arrendada. Allá tengo el carro de mangos.

Pero con el salario mínimo que gana Angie nos bandeamos, pues no pagamos arriendo. Ella trabaja en vigilancia, y yo le cuido los niños. Angie es la que está viendo por nosotros. Pero Sirley y Laidy, cuando pueden, también nos ayudan. Sirley sacó cartón de ingeniera forestal. Pero ahora, con la epidemia, no ha podido pasar papeles para buscar trabajo. Y Leydi trabajaba en cosas administrativas, pero por la epidemia le cancelaron el contrato y también quedó sin trabajo.

A Rafa le pusieron un marcapasos el año pasado. Y en mayo lo operaron de la vista porque se estaba quedando ciego. Y a mí, la artrosis y la osteoporosis me tiene con dolores en los huesos. Y a ratos se me sube el azúcar. Pero estamos bien… Tranquilos en nuestro apartamento...

* Escritora y columnista de El Espectador.

Por Patricia Lara Salive * / Especial para El Espectador

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