Carlos Mario Correa, reportero de El Espectador que sobrevivió al terror de Pablo Escobar

El periodista fue el corresponsal de El Espectador en los difíciles días de la arremetida de Pablo Escobar, a finales de los años 80. Desde sus recuerdos, caminando por Medellín, esta crónica en homenaje a la memoria de los ausentes.

Guillermo Zuluaga Ceballos
22 de marzo de 2019 - 03:00 a. m.
Carlos Mario Correa en su recorrido por los pasos de El Espectador en Medellín.  / Guillermo Zuluaga Ceballos
Carlos Mario Correa en su recorrido por los pasos de El Espectador en Medellín. / Guillermo Zuluaga Ceballos

Viernes 19 de marzo de 1993. El periodista Carlos Mario Correa tiene subrayada en la libreta de su vida esa fecha. Ese mediodía, de cielo plomizo, se vio tras un cordón policial en el edificio donde trabajaba, en el centro de Medellín. Minutos después, mientras sus colegas reclamaban porque no los dejaban entrar, él fue encaminado por dos agentes hacia el ascensor del edificio. Nunca había pasado del cuarto piso, pero cuando el cubículo metálico abrió sus puertas en el piso 19, ingresó a un apartamento y encontró a un hombre tirado en una cama. Un leve escalofrío le caminó por dentro, de la cabeza a los pies.

—Sí, ese es —musitó con algo de nerviosismo—. Lo vi varias veces.

Enseguida comenzó a fijarse en los detalles: el muerto era de contextura gruesa y mediana estatura. Calzaba abuelitas, había sangre y el cuarto estaba destrozado. Después de salir, una sensación lo recorrió,  mezcla de miedo y de descanso. “Y si alguna vez me hubiera visto nervioso cuando subíamos en el ascensor. ¿Será que se imaginó quién era yo?”. Esto me dijo con la calma que da el tiempo, 26 años después de aquel marzo de 1993, mientras caminábamos por el centro de Medellín tratando de reconstruir los pasos de El Espectador en esta ciudad donde nació este decano del periodismo colombiano.


“Aquí empezó todo”, dijo, y apuró un trago de café en la barra de un local a la entrada del hotel Nutibara. Todo quedaba cerca y El Espectador está arraigado al centro de Medellín, a su arquitectura, a su historia. Luego de un segundo sorbo, Carlos Mario Correa —por casi diez años corresponsal de El Espectador—, alargó su mirada hasta la plazuela Botero, donde hoy confluyen el edificio Uribe Uribe, el Portacomidas, la Naviera, el Museo de Antioquia, y alcanza a adivinarse la estación Parque Berrío del metro. Luego estiró su mano derecha y señaló la avenida que se pierde debajo del viaducto del Metro, rumbo norte.


En el Portacomidas está el germen. Caminando por la avenida 1º de Mayo llegamos hasta él. Es una gran mole de cemento y concreto gris que se nota vieja. Allí funciona el Plaza Berrío, un casino sin nomenclatura. “Este edificio debería ser restaurado”, comenta Carlos Mario sin esconder su desencanto. Enseguida reparamos en unas placas que refieren que allí nació El Espectador el día 22 de marzo de 1887. Carlos Mario agrega que estas placas surgieron por voluntad de los alcaldes porque las querencias estaban más con el periódico conservador, El Colombiano.


El Espectador tuvo humilde cuna en una casa en la calle El Codo y fue fundado por Fidel Cano, quien tomó el nombre por su admiración a Víctor Hugo. Comenzó como un hebdomadario que se proclamaba “político, literario, noticioso e industrial”, aunque sus posturas siempre fueron liberales. Esos ideales lo llevaron a casar peleas con la Iglesia católica y el Gobierno. En esta sede, a finales del siglo XIX, la época más oscurantista de la vida republicana, Cano lideró peleas ideológicas y sintió el rigor de la censura oficial, a tal punto de ser clausurado 134 días después de salir por vez primera. Además, el obispo de Medellín prohibió su lectura.


Para Carlos Mario, esa ubicación tenía cierto aire de rebeldía. El Espectador quedaba al lado de lo más conservador de la ciudad: La basílica metropolitana y dos templos más. Del vetusto edificio donde nació El Espectador, desandando los pasos en dirección norte, se advierte el frontis del hotel Nutibara, otrora un sitio de convergencia de la élite social, cultural, política y económica de Medellín. Situados frente a este hotel venido a menos, Carlos Mario recuerda que, siendo representante a la Cámara, alguna vez Pablo Escobar Gaviria invitó allí a los periodistas locales para una rueda de prensa.


“Casi todos los que asistieron salieron estrenando grabadora”, cuenta mientras apura sus pasos sobre la carrera Bolívar, con tanta venta de cachivaches que se hace difícil caminar. Una cuadra  adelante llegamos al cruce con la calle Juanambú. Carlos Mario mira a occidente y lanza de nuevo una frase: “Este centro debería tener muchas placas que digan qué pasó en estos sitios. Dejar mojones, como en las grandes ciudades”. Y agrega que sobre Juanambú y la carrera Bolívar estuvo por más de 50 años el centro de la prensa antioqueña, con las sedes de El Correo, El Colombiano, El Tiempo y El Espectador.


En sentido norte, seguimos debajo del viaducto y alcanzamos a ver la estación Prado del metro. Carlos Mario señala que, promediando los años 80, él pasaba por esa avenida rumbo a la Universidad de Antioquia y veía los letreros de los periódicos. “Eran grandísimos, se veían de muchas partes. El que más llamaba la atención era el de El Espectador. De unos 10 metros de largo por uno de ancho en la cornisa de un quinto piso. Ahí, en el cruce de Perú con Bolívar, estuvo varias décadas su sede y fueron famosos los reportajes de Luis Pareja, quien por igual escribía noticias políticas, judiciales y económicas”.


“Había competencia en el trabajo pero en la noche camaradería”, resalta Carlos Mario. Con su relato llega a mi mente la novela El cielo que perdimos, de Juan José Hoyos, donde el protagonista, un reportero, terminaba su jornada en los bares cercanos a la carrera Bolívar, para desatrancar las angustias que lo mordían por dentro a punta de ron, cerveza, boleros, baladas y tangos que programaban en viejos pianos y tocadiscos. Carlos Mario da un par de pasos y recalca que al frente, en un edificio de cuatro pisos, con fachada revestida de pequeños bocadillos de barro cocido, donde hoy queda el motel Crucero del Mar, era la sede de El Tiempo.


“Da nostalgia ver estas edificaciones descuidadas. Los olores, las paredes”, cuestiona Carlos Mario. “Vea tanta basura y la historia perdiéndose. El que pasa no sabe que aquí funcionaron los periódicos más importantes de Colombia”. Luego tomamos la calle Perú, en sentido oriente. Al fondo sobresale la cúpula en ladrillo cocido de la basílica metropolitana. Caminamos entre indigentes y travestis. Y  Carlos Mario advierte que en esa esquina estuvo El Espectador hasta el año 1987, cuando comenzaron a irse los periódicos por las amenazas del narcotráfico.

 

Cruzamos el parque Bolívar, donde debajo de una ceiba centenaria está la estatua de Guillermo Cano Isaza, director de El Espectador asesinado en diciembre de 1986. Tomamos la carrera Ecuador, cruzamos la avenida Oriental, y comenzamos a ascender. Hasta que llegamos a una casona de frontis blanco de dos pisos y tejados de barro. Una puerta de madera amplia da entrada a un garaje. La fachada está recubierta de piedra barnizada y tiene un par de ventanas. En ese sitio configuró su proyecto de vida cuando llegó como novel reportero.


Allí vio por primera vez a Miguel Soler y a Marta Luz López, dos gerentes que meses después fueron asesinados. El garaje funcionaba como entrada y bodega y en el sótano quedaba el cuarto oscuro de fotografía. Por esas calles donde la ciudad comienza a empinarse como el cuello de una cobra, también subió a buscarlos la zozobra. Pablo Escobar nunca cejó en su intento de borrar su rastro. En su libro Las llaves del periódico, Carlos Mario lo llama la Casa Tomada —en alusión al cuento de Cortázar—, pues cada vez tenían que ir corriéndose más adentro para que no los alcanzara el estallido de una bomba.


“El poyo de la cocina terminó convertido en sala de redacción cuando los tres redactores y la secretaria fuimos metiéndonos de huida hacia adentro”. Durante dos años, esta casa tomada fue el centro de su vida. El bus lo dejaba en el parque San Antonio, pasaba por el Comando de la Policía Metropolitana, la Cámara de Comercio y llegaba a Prado. “Una semana tocó dormir todos los días en la casa. Pero los periodistas teníamos salvoconducto para movernos. Además me sentía valiente. Recorrí todo Bolívar, todo el Medellín bohemio de la época. Salía con fotógrafo a las noches a hacer historias”.


Tres décadas después, esta casona no sucumbe a las fauces del progreso y sigue en pie. Una calcomanía en la ventana ya no anuncia a El Espectador; ahora informa que está protegida por Microtrónica y un cartel más grande invita a la Iglesia Cristina Centro de Formación y Liderazgo. Cuando dejamos la casa y buscamos la carrera El Palo, Carlos Mario insiste en que la avenida Oriental fue el eje de su trabajo. Caminando en sentido sur, torcimos a la derecha por la calle Caracas en busca de la carrera Junín, siempre siguiendo los pasos de esos años en que el periódico fue parte fundamental de su ser.


Entonces refiere que la empresa indemnizó a los trabajadores de Medellín. Estuvo unos meses en Caracol Radio, pero en enero de 1990 fue llamado de nuevo para oficiar como corresponsal “clandestino”. Buscando sitios para desarrollar su labor, encontró el edificio Bancoquia y allí arrendó una oficina en un cuarto piso. Todavía sus paredes de mármol gris son antesala de una inmensa mole de 20 pisos con fachada de ladrillo naranja. En ese sitio, Carlos Mario vivió el más alucinante giro que pueda tener thriller alguno, al descubrir que en el mismo edificio, pisos arriba, Escobar planeaba sus atentados.


Aunque todos creían que él era un contador, el primero en darse cuenta de que era periodista fue un sastre en el segundo piso. Y así llegó el 19 de marzo de 1993. Cuando retornó de almorzar vio que el edificio estaba acordonado por la Policía. Tuvo que identificarse como residente del edificio y  periodista. Entonces supo que habían abatido a un hombre importante del cartel de Medellín. Los hombres de la Policía le pidieron que los acompañara a ver al muerto. Subieron al piso 19 y había un cadáver con una pistola en la mano. De inmediato lo reconoció. Varias veces habían coincidido en el ascensor. Era Mario Alberto Castaño Molina, el Chopo, el jefe de sicarios de Pablo Escobar.


Dentro de las mismas paredes cohabitaban perseguidor y perseguido. Ninguno sabía quién era el otro ni para quién trabajaba. Quizá ahora sea fácil explicarlo y creerlo, pero en esos años costaba imaginarlo. El mismo edificio desde donde Carlos Mario enviaba sus noticias a Bogotá era uno de los centros de operaciones del sicariato. Más de una vez, el “contador Correa Soto” vio a dos pasos al Chopo. En enero de 1995, tras la muerte de Escobar, cuando las amenazas amainaron, El Espectador volvió a tener una sede pública, esta vez en Los Almendros.


En la avenida 33, marcada con el número 75C-13, hay una casa de dos plantas y fachada de cemento burdo, pintado de blanco y azul zafiro. Allí funciona hoy la sala de belleza Estética HB. Carlos Mario cuenta que contrataron gerente, jefe de circulación, director de publicidad, gerente de distribución, y llegaron dos jóvenes reporteras: Elizabeth Cañas y Elizabeth Yarce. Para terminar de armar ese dream team llegó también el experimentado fotorreportero Luis Benavides. “Ya no éramos clandestinos. Había fax, computadores, viáticos para trabajar, cocina, celador y secretaria”, añade mientras una pequeña sonrisa se dibuja en sus labios.


Pero en este paradójico y extraño país, agrega, también comenzó a cubrir noticias sobre el paramilitarismo y sus masacres. “Fui unas 10 veces a Urabá”. A veces salía a caminar a un parque para desestresarse. Hasta que, a partir de 1998, nubes negras de nuevo aparecieron en el firmamento de El Espectador. La tensión era empresarial. El periódico de “los Cano” comenzó un proceso de negociación con el Grupo Santo Domingo y la zozobra dejó de ser figurada: comenzó la reducción de cargos. De nuevo se quedó solo con el fotógrafo y con unas llaves en la mano que pronto se volverían inútiles.


“Fuimos a dar a una pequeña sede de la carrera 70 para bajar costos”. Caminamos hacia allá y llegamos a una construcción de cuatro pisos con fachada de cemento ocre, marcada con la dirección C4-42. Meses después vino alguien de Bogotá y dijo que no seguirían en esa sede tan costosa. Solo quedaron unos escritorios y dos PC rudimentarios. El resto de equipos eran propiedad de Carlos Mario: un televisor y su grabadora. Hasta la publicidad comenzaron a venderla mediante agencias, pero se acomodó a esa difícil rutina. Cuando se aburría en la fría y solitaria sala, se iba a caminar por la 70 hasta los bordes del estadio Atanasio Girardot.


Entretanto, en Bogotá, los cambios no se detuvieron. El periódico dejó de ser diario. “Me quedé tres meses buscando datos que pedían desde Bogotá. Lo último que cubrí fue un partido Honduras-Brasil, en la Copa América. Me pagaban pero ya no tenía mucho que hacer. En diciembre de 2001 me solicitaron la renuncia y me liquidaron mediante la Oficina del Trabajo. Después de 13 años, mi último día fue aburrido. Por acá almorcé y luego hice la nota de un incendio en el kilómetro uno de la Vía al Mar. También me quedé con las llaves cuando  entregamos la sede a  la agencia”.


Hoy, Carlos Mario se dedica a enseñar periodismo. Mientras disfruta de frutas con helado, lo reparo y caigo en cuenta de que sigue siendo el tipo tímido que conocí hace 20 años. Que continúa siendo el hombre dispuesto a conversar sobre el oficio que ama y que opera como antídoto contra la timidez y la soledad que lo habitan. Que sigue llevando bien puestos sus bluyines clásicos y sus camisas de cuello, y que solo su cabello cano delata su madurez. Sin embargo, se siente con suficientes arrestos y amor por el periodismo y, a pesar de sus momentos difíciles, admite su convicción: “El Espectador significa todo para mí”.
Vea la versión sin editar en www.elespectador.com.

Por Guillermo Zuluaga Ceballos

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