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Despachando en la comuna

La capital antioqueña enfrenta una nueva crisis de seguridad, pero la solución a la violencia generada por las desigualdades sociales no parecen ser las redes de informantes de la “seguridad democrática”.

Juan David Montoya / Especial para El Espectador
30 de enero de 2010 - 09:00 p. m.

“Si te ponés de ‘sapo’ te picamos”, les advirtieron dos muchachos a quienes poco les importó que a unos cuantos metros se encontrara el mismísimo Alcalde de la ciudad y su batallón de escoltas.

Fernando* cuenta que era la primera vez que los veía por su barrio, pero por sus palabras dedujo que ellos ya sabían quién era él. No aparentaban más de 15 años. Le dijeron que venían del Magdalena Medio y como vieron que se mantenía firme en su decisión de llegar hasta el Alcalde, lo tomaron por el cuello y lo golpearon. “Ahí fue cuando un escolta vio lo que estaba pasando y el Alcalde también. Uno de ellos le decía al Alcalde: ‘Usted a mí no me azara’”, cuenta este joven de veintitantos años mientras imitaba los gestos amenazantes de sus agresores.

Esta es una de las escenas que presenció esta semana el alcalde de Medellín, Alonso Salazar, a su paso por las calles de Manrique, hasta donde trasladó su despacho para ponerle el pecho a la ola de violencia que envuelve al sector nororiental de la ciudad. En lo que va de enero, Medellín ha registrado 42 homicidios más que en el mismo período del año pasado, cuando a su vez se dio un incremento del 108% en esta materia, comparado con 2008.

La ciudad aún desconoce la decisión del Ministerio de Defensa de mantener indefinidamente un contingente de la Fuerza Aérea patrullando desde el aire, pero ya en el cielo ruge el sonido que produce el motor del helicóptero que vuela rasante.

Hoy por hoy, estas calles estrechas de la Comuna 3 de Medellín son templos de los combos criminales que en gran medida están integrados, según los más diversos informes, por menores de edad. Más de 100 han sido capturados durante este mes por delitos graves. Transcurre la segunda jornada en la que Salazar ha recorrido estas calles laberínticas, que serpentean montaña abajo, que se achican y se agrandan de repente, de menos de dos metros de ancho, por las que por supuesto no caben los carros, pero sí las balas.

En El Hoyo

Desde lo alto de la colina, un policía de civil se dispone a emprender la búsqueda del Alcalde. Empieza a bajar las escaleras que llevan al centro del caserío amorfo, pero se vuelve un instante. Saca su pistola, la carga y deja ver una mueca de intranquilidad. Los uniformados que patrullan la zona saben bien que la banda de este barrio de Manrique, El Hoyo, es una de las que más zozobra ha causado en el sector.

Montaña abajo el policía se encuentra con algunos de sus compañeros. Es evidente que entre el oliva de sus uniformes se siente más seguro. Con sus botas impecables, con sus armas pulcrísimas, con sus equipamientos millonarios, los policías brillan en medio de los ranchos. “¿Han visto al Alcalde?”, pregunta. Después de unos instantes, perdido en medio de las callecitas sin sentido, dobla en la esquina otro policía de civil con un arma larguísima, y brillante también. “Suba que allá está”, le indican. No es un combate, pero se siente la angustia de tener que responder por la vida de Salazar y sus acompañantes, entre los que se cuenta al comandante de la Policía de Medellín, coronel Luis Eduardo Martínez.

“Vamos, vamos”, dice otro de los uniformados, como preparando la retirada. Una policía de alto rango lo para en seco: “¡No! ¡A esta gente toca sacarla ya de aquí!”. Por una ventana ya sin cortinas se puede ver cómo algunos adolescentes mueven cosas de un lado a otro. Igual que la historia de Fernando. Pasa el Alcalde, alguien decide denunciar y en cuestión de minutos, a salir familia para no volver la mirada atrás.

Frente al desplazamiento intraurbano, el más reciente informe de Derechos Humanos de la Personería de Medellín señala: “Entre enero y octubre 31 de 2009, en la Personería se registraron 546 declaraciones que corresponden a 2.103 personas, cifra que se ha superado dramáticamente en comparación con las estadísticas de años anteriores”.

De repente, a unos cuantos metros de la morada que está a punto de quedar en soledad, Salazar sale de un recoveco. Quienes cuestionan el papel que cumplió durante su gestión en cabeza de la Secretaría de Gobierno, cuando estuvo al frente del proceso del criticado proceso de reinserción paramilitar, olvidan quizá que este hombre de vestir casual es uno de los expertos que mejor ha entendido la lógica con la que funciona la guerra en Medellín.

Estas líneas bien podrían quedar en manos de él. Aún hoy, 20 años después de que publicara su más famosa obra sobre los jóvenes que se mataban sin razón en estas mismas calles, sus escritos de periodista pueden leerse como una acertada visión de la tragedia que continúa desangrando a estos barrios populares. “Vivimos en una ciudad en guerra. Una guerra donde intervienen muchos poderes y donde los protagonistas son los jóvenes. Ellos son los que matan y mueren. Ejecutantes de un libreto escrito por otras manos e inspirado en el sentido trágico que sigue marcando nuestra historia”.

Para muchos, estas palabras escritas en 1990 en su libro No nacimos pa’ semilla, no sólo fueron retrato sino también profecía. Desde la cornisa de una plancha —que es como aquí se conocen a las terrazas de las casas populares—, Salazar dialoga con sus comandantes. A lo lejos vuelan las cabinas del metrocable y se levanta imponente la Biblioteca España. Fueron incontables los que dudaron que la paz fuera a llegar a Medellín a vuelo de metrocable. Lo único cierto en estos momentos es que difícilmente podría llevarse hasta allí una vez más al Rey de España.

Antes de que Salazar pueda abordar su camioneta, tres muchachos le salen al paso. Uno de ellos, de gorra blanca y ojos rojos, le cuenta sus preocupaciones. Según él, otro pelado del barrio se enamoró de él. Salazar sabe que esta no es una historia de amor. Si usted busca en el glosario de No nacimos pa’ semilla, uno de los primeros que se hizo sobre el parlache, encontrará a qué se refiere el joven. “Enamorado: Persona que quiere matarlo a uno”, se puede leer en la página 216.

El Alcalde se muestra interesado en su historia. El joven cuenta que su madre tuvo que salir huyendo del barrio, que él prefirió quedarse, que estos y aquellos andan armados, que apenas tiene 14 años, que lo señalan de ‘sapo’, que los policías del Goes son bastante abusivos con ellos.

Las caras de asombro no se hacen esperar y un uniformado de alto rango, de boina verde, le responde que cómo es eso, “si el otro día usted hasta nos guió por allí”. Pocas horas han pasado desde que el presidente Uribe propusiera vincular a los estudiantes de la ciudad como informantes de la Fuerza Pública. Inicialmente se creyó que esta idea cobijaría a los menores de edad, que los vincularía al conflicto. Al menos desde este punto de Medellín, el conflicto está por doquier y no respeta edades.

Otro grupo de pelados, menores de edad, por supuesto, le sale al encuentro pero ya es tarde. Las camionetas aguardan y el Alcalde promete volver. “Como no nos dejan bajar a trabajar nos toca quedarnos aquí. Por eso es que el pueblo está cansado y nos estamos armando”, explica uno de ellos.

Cuando hablan de bajar, uno recuerda que Medellín son dos ciudades. Aquí, en Manrique, la palabra territorio no tiene el mismo significado que allá abajo, donde las calles son amplias y un poco menos empinadas. En los peores años de la ciudad, el escritor Fernando Vallejo escribió: “En Manrique es donde se acaba Medellín y donde empiezan las comunas o viceversa. Es como quien dice la puerta del infierno, aunque no se sepa si es de entrada o de salida, si el infierno es el que está p’allá o el que está p’acá, subiendo o bajando. Subiendo o bajando, de todos modos la Muerte, mi comadre, anda por esas faldas entregada a su trabajo sin ponerle mala cara a nadie”.

El mundo de incontables jóvenes empieza y termina en los pliegues de estas montañas. La otra, pareciera, es una ciudad desconocida. “Ustedes que se van y esto que se prende”, alcanza a sentenciar uno de los jóvenes antes de que se marche la comitiva oficial.


El termómetro

Después de 54 años de vivir en Manrique, Lucía*, de 54 años, tuvo que dejar a la deriva su rancho por culpa de las amenazas. Tiene cuatro hijos, todos menores de 18 años. Ella fue una de las muchas que se engancharon al alcalde Salazar cuando éste pasaba por el frente de su casa.

Las pocas cosas que Lucía tenía en su vivienda, ubicada entre los barrios El Hoyo y El Hueco, están a punto de emprender el viaje, montaña abajo, en un camión que le facilitó la Alcaldía de Medellín. Todos sus corotos se pueden ver arrumados desde la puerta de la estación de Policía donde a esta hora el Alcalde sostiene una reunión con los altos mandos militares y representantes del Ministerio de Defensa. Escoltada, con una lágrima y sin tener un destino claro, Lucía sale de su barrio, quizá para no volver jamás.

Según Salazar, al menos medio centenar de personas se han animado a denunciar a quienes están generando la ola de violencia y desplazamientos en el sector, en parte motivados por su presencia en la zona. Aunque es evidente la forma en la que la ciudadanía se ha movilizado para denunciar hechos delictivos, El Espectador conoció de intimidaciones y amenazas que algunos hombres les hicieron a líderes comunitarios de la Comuna 1 que tuvieron contacto con el alcalde Salazar durante la semana anterior.

Antes de despachar desde Manrique, el Alcalde lo hizo desde la Comuna 1. Esta es una zona que por sus inversiones públicas de alto impacto, como el primer metrocable que se construyó en la ciudad, y por ser sede de la más vistosa biblioteca se había convertido en la joya de la administración local. Desde hace por lo menos un año la situación de seguridad en esta zona se ha visto seriamente afectada. Pero no sólo la de esta parte de la ciudad. En otro aparte de su informe anual, la Personería de Medellín señala: “Las acciones de violencia criminal que se han venido realizando en Medellín afectan gravemente la vida cotidiana de la población, limitando sus actividades, produciendo el desplazamiento intraurbano, vinculando a los niños y las niñas a los grupos ilegales desde temprana edad, estableciendo límites entre barrios cuyo desconocimiento provoca la muerte, instaurando ilícitos toques de queda”.

Las inversiones en Manrique, uno de los barrios más tradicionales, tampoco han sido pocas. Este será el primer barrio popular que se conecta con el resto de la ciudad por medio del sistema de transporte masivo Metroplus, el Transmilenio paisa. Las obras están casi acabadas y es entonces cuando los analistas vuelven a las preguntas de siempre: ¿por qué continúa la violencia en Medellín? Definitivamente, ¿no nacimos pa’ semilla?

Algunas de las respuestas apuntan a un reordenamiento de mandos criminales, a una estrategia para controlar expendios de droga, al paramilitarismo que nunca dejó las armas, a una alianza permanente entre miembros de la Fuerza Pública con sectores ilegales, a un enfrentamiento entre alias Sebastián y Valenciano. Después de recibir un importante impulso en el pie de fuerza armado, el Alcalde señala de forma contundente a la falta de judicialización, a la impunidad que ha reinado en la ciudad desde mucho antes de que empezara a caminar estas calles que hoy gobierna.

Hay también quienes culpan de la situación a la actual administración, mientras otros ven más allá. La Corporación Convivamos, que hace presencia en la zona, dice: “El verdadero problema es ocasionado por la gran desigualdad y la mala distribución de la riqueza que se da en la ciudad”.

Se buscan fórmulas para Medellín. En la misma carta dirigida a la opinión pública, la ONG Convivamos entrega una: “Plantear a todos los sectores, especialmente al empresarial, un compromiso por la redistribución de la riqueza que permita los mínimos vitales —empleo, vivienda, educación salud, protección social y servicios públicos domiciliarios— de los más empobrecidos y excluidos de la ciudad (…) en donde cada habitante de un sector periférico de la ciudad sienta desde la práctica que en verdad delinquir no paga”.

Mientras Salazar continúa reunido con los más altos mandos militares, Fernando se encuentra recostado a una pared de la estación de Policía de la Comuna 3. Entre tanto, su familia, a unas cuantas cuadras, empaca a las volandas las cosas de la casa. Es hora de partir.

Un nutrido grupo de policías y algunos hombres que visten la camiseta de la oficina de espacio público se preparan para ir por el trasteo. Posiblemente ni Fernando ni nadie tenga la respuesta exacta que explique lo que pasa. “Yo he vivido toda mi vida en Medellín —es su comentario— y no había visto nunca algo así”.

Detractores y seguidores confían en que el hombre que tiene las agallas para entrar en los barrios más violentos de Medellín, sea periodista  o primera autoridad de la ciudad, tenga las respuestas que desde hace tantos años ha venido buscando.

Cifras contradictorias

Aunque las autoridades coinciden en el aumento de los homicidios en Medellín, no se ponen de acuerdo en las cifras. Mientras Medicina Legal dice que en 2009 hubo 2.178 homicidios, lo cual representa un aumento del 108% frente a los 1.044 casos de 2008, la Dirección de Seguridad Ciudadana de Policía Nacional registra que se pasó de 871 homicidios en 2008 a 1.432 el año pasado, lo que significa un aumento del 64%, y los archivos de la Presidencia de la República dicen lo siguiente en boca del presidente Uribe: “Cuando empezó nuestro Gobierno (2002), Medellín tenía, el Área Metropolitana, cerca de 5 mil asesinatos al año. Trabajando con todo el entusiasmo y la dedicación logramos reducir a alrededor de 900 en el año 2007. El año pasado se presentó un recrudecimiento en el Área Metropolitana con 1.857 casos de asesinatos y este año a la fecha llevamos 31 casos más que el año pasado. Y viene algo que es muy angustiante: el 60% de los 1.857 casos de asesinato del año pasado tuvieron como víctimas a personas menores de 30 años”. Al cierre de esta semana se reportó hacinamiento de cadáveres en la morgue de la capital antioqueña, producto de casos de violencia. La evidencia se impone a las cifras.

La mano de Washington

Según las Memorias presentadas al Congreso Nacional en 2008 por el entonces ministro de Defensa Juan Manuel Santos Calderón, detrás de la política y formación de las redes de informantes está el gobierno de los Estados Unidos. Reportó que “entre el 16 y el 27 de abril de 2007 se realizó por parte del personal de asesores de la Embajada de los Estados Unidos el seminario en manejo de informantes, evento al cual asistieron 02 Oficiales, 06 Suboficiales y 02 civiles; personal perteneciente a la Jefatura de Inteligencia Naval, permitiéndose con este tipo de actividades el permanente reentrenamiento del personal de inteligencia, actualizando, fortaleciendo y complementando las tácticas empleadas contra la amenaza interna”.

Por Juan David Montoya / Especial para El Espectador

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