“El duelo y el llanto no pueden ser eternos”: hija de Diana Turbay
A propósito de que hoy se cumplen 30 años de la muerte de Diana Turbay, secuestrada por el cartel de Medellín por orden de Pablo Escobar, un capítulo del libro “Así me recuperé del asesinato de mi mamá”, sello editorial Aguilar.
María Carolina Hoyos Turbay * / Especial para El Espectador
Para mis hijos, como para muchos jóvenes, las épocas del narcotráfico son una especie de leyenda urbana que miran a través de la televisión. Cuando veo las series de narcos que ahora son tan famosas, pienso que hacen daño, en la medida en que Pablo Escobar, el asesino despiadado, el hombre sin sentimientos, el sociópata, se puede convertir en un héroe ante los ojos de muchos. (Recomendamos: 30 años sin Diana Turbay: la periodista que acallaron los extraditables).
Para evitarlo, debemos hacer construcción de memoria. Pablo Escobar mató a miles de personas y resulta paradójico, y, por qué no, de doble moral, que ahora haya camisetas con su imagen, narcotours y todo tipo de celebraciones de la vida de un hombre que solo produjo muerte y desolación.
Mis hijos han vivido en un país distinto de aquel que tuve yo. Sin embargo, así sea indirectamente, también tuvieron que enfrentarse con la violencia. Cuando Tomás, el mayor, cumplió cuatro años, le conté la verdad. “Tu abuela murió asesinada. La mataron”. A esa edad, un concepto como ese es difícil de asimilar. Con Mateo hice lo mismo y me dolió tener que narrarles una historia tan aterradora porque fue como revivirla, pero también reconocer que cuando Escobar mató a mi mamá no solo le disparó a ella, sino que nos marcó para siempre, nos cambió la vida a todos, incluso a mis hijos, que ni siquiera habían nacido. (Le puede interesar: 30 años del gobierno de César Gaviria Trujillo).
Recuerdo que recién muerto Escobar, me contaron que su hijo se había mudado a Santa Ana. Yo vivía en esa zona, en casa de mi papá, y cada mañana, cuando iba a la universidad, siempre miraba los carros que entraban y salían para ver si lograba identificar al hijo del asesino de mi mamá. Hasta en esos pequeños detalles cotidianos, mi vida era diferente de la del resto de la gente. Y la de mis hijos también ha sido distinta.
Hace unos años, cuando mataron a Osama bin Laden y el mundo celebraba la muerte de un asesino, uno de mis hijos preguntó por qué se alegraban todos. “Porque mataron a un hombre malo”, le dije. Luego de pensarlo un rato, me preguntó: “¿Abuelita Diana era mala?”. Esa fue su forma de explicarse por qué la habían matado. Para ellos, una muerte violenta era algo incomprensible, algo que les ocurría a los malos, algo que no podía pasarle a una familia normal.
A raíz de lo que ocurrió con mi mamá, mis hijos aprendieron dos lecciones muy importantes. La primera de ellas es que debemos perdonar. Debemos pasar la página. Pero también que debemos recordar, porque somos el producto de nuestra historia. Si queremos reconstruirnos como individuos, como sociedad, como país, debemos reconocer nuestras heridas y sanarlas, porque no ganamos nada con ocultarlas, con maquillarlas, con mirar hacia otro lado. Hay que poner luz sobre esas zonas oscuras y enfrentar esos temores.
Cuando mataron a mi mamá tuve que aprender a la fuerza a vivir de nuevo. Tuve que reinventarme y seguir adelante. Eso me hizo más fuerte, me dio resiliencia, me enseñó lecciones valiosas para mi vida cotidiana y me dio herramientas para enfrentar todos los problemas y celebrar todo lo que ha ocurrido en el camino. Y aunque mis hijos son víctimas, de alguna manera, de lo que ocurrió el 25 de enero de 1991, la verdad es que son privilegiados porque no han tenido que sobreponerse al dolor. No han sufrido la orfandad. No se han enfrentado con el vacío de la ausencia.
Eso los hace distintos de muchas formas. Más expuestos al sufrimiento cotidiano, sin la coraza de resiliencia que tuve que adquirir yo, sin la capacidad de poner en perspectiva los problemas ni la fortaleza necesaria para seguir adelante. Como yo he hecho con ellos, muchas mamás crían a sus hijos protegiéndolos del dolor. Pero ese blindaje, que se hace desde el amor y el deseo de que sean felices, también puede ser perjudicial, porque el fracaso y la pérdida, así duelan, terminan enseñando mucho más que los triunfos.
¿Cómo entonces enseñarles sobre resiliencia y al mismo tiempo allanarles los sufrimientos? Eso era lo que pensaba mientras iba a encontrarme con ellos esa tarde de Navidad, y a tratar de calmarlos. Ya he dicho que soy exigente con quienes me rodean, pero la resiliencia nace siempre en el amor. Fui consentida, tanto física como emocionalmente. Me quisieron mucho y soy una mamá cariñosa, consentidora. A los niños les hace falta consentirlos, cantarles, tocarlos, decirles siempre cuánto los queremos.
Lo primero que les dije cuando llegué a recogerlos fue que los amaba. Esas son siempre mis primeras palabras con ellos. Antes de cualquier cosa, les hablo de amor y les muestro que siempre es lo que encabeza todos mis actos. Después les confesé que también estaba triste por la muerte del perro y que la tristeza es parte de la vida, como la alegría. La pérdida también. Está bien sentir tristeza, llorar, hacer un duelo. No hay que avergonzarse por eso ni negarlo, pero sí hay que ponerle un límite, un plazo.
El duelo y el llanto no pueden ser eternos, y tampoco puede nadie quedarse en un árbol para siempre. Hay que bajar de ahí, o secarse las lágrimas o tomar pequeñas decisiones, paso a paso, para lograr metas mínimas que nos ayuden a seguir adelante. Les dije a mis hijos que yo también estaba triste, que habíamos querido mucho al perro y que era terrible que hubiera muerto el día de Navidad, tan joven y de forma tan repentina. Pero lo cierto era que estaba muerto, y, en lugar de acongojarnos, por eso debíamos sentarnos a celebrar los años de felicidad que nos dio, así que hicimos justamente eso: nos sentamos los tres a recordar los momentos bonitos y a agradecer por el tiempo que lo tuvimos con nosotros.
Siempre he educado a mis hijos con la verdad. No pensé jamás en decirles que el perro había escapado o que mi mamá se había ido a un viaje. A veces, en nuestro afán de proteger a quienes amamos, terminamos diciendo mentiras que se convierten en una bola de nieve. Una mentira nunca viene sola y es probable que se vuelva un alud incontenible que termine sepultándonos. Por eso siempre digo la verdad, y lo único que les pido a mis hijos es lo mismo, que digan la verdad. Esa es, en realidad, la única regla en mi casa, y la única que mi mamá me puso en la vida.
Cuando era niña y le mentía a mi mamá, el peor castigo era mi propia conciencia, la culpa de saber que todo lo que yo decía lo tomaba por cierto. Pero, además, decir la verdad tiene que ver con la resiliencia, porque conociendo la verdad es cuando sabemos a qué nos debemos sobreponer. De qué tamaño es el problema que enfrentamos. Le damos, como decía antes, luz.
Lo visibilizamos y podemos enfrentarlo. De lo contrario, estamos a tientas frente a las dificultades y no podremos dimensionarlas bien. Conocer la verdad es el primer paso para solucionar un problema, sin importar su tamaño. Porque no es necesario sufrir o pasar por un momento aterrador para entender qué es la resiliencia, así como tampoco es preciso tener una pérdida o ser víctima para sentir empatía o aprender a perdonar.
La vida nos pone a diario pequeños desafíos que nos obligan a confrontarnos con nosotros y con nuestro entorno. Una mala nota en el colegio, un negocio equivocado, una ruptura amorosa o una discusión familiar pueden ser suficientes para sentir la necesidad de un cambio, de un fortalecimiento interno. No tenemos que ser víctimas para aprender —a veces a la fuerza— a sobreponernos a los problemas.
¿Cómo entonces hacerlo? No se me ocurre una forma más sencilla que el ejemplo. Así lo hice yo. De mi familia he aprendido lecciones de amor incondicional, disciplina, entereza, valentía. Ellos formaron mis valores y me mostraron un camino ético, en el que los éxitos vienen siempre a consecuencia del trabajo duro y el estudio. Con ellos aprendí a querer a mi país y a servirlo desde donde me encuentre. Aprendí a soñar con la paz, a valorar los momentos juntos, a perdonar.
En mi trabajo he aprendido también. De las comunidades que se sobreponen a una tragedia o los soldados que vuelven a sentirse útiles, a pesar de que han perdido uno de sus miembros en la guerra; o de las mujeres que no se quedan llorando la viudez o la pobreza, sino que se concentran en educar a sus hijos y salir adelante con las herramientas que tienen.
Todos los días son una lección de vida. Cada persona que conocemos, cada situación que enfrentamos, tiene algo qué mostrarnos, bueno o malo, que nos guía por el camino que hemos elegido. No se trata de buscar la perfección, porque tal cosa no existe, sino de aprender, de disfrutar, de tener la capacidad de ser felices y plenos con las circunstancias que hemos tenido que enfrentar.
A mis hijos no les digo que no se equivoquen. No les digo que no lloren. No les digo que no estén tristes o que no se lamenten. Todo eso es parte de la vida. Trato de mostrarles, con mi ejemplo, cómo corregir el rumbo si hay una equivocación, porque vamos por un camino incierto, en el que tenemos que ser capaces de devolvernos, enmendar, reiniciar, reinventarnos y seguir andando. Y, sobre todo —y esta es la enseñanza más importante para mí—, trato de mostrarles que, en algún momento, más pronto que tarde, hay que secarse las lágrimas y empezar a sonreír con toda el alma.
* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.
Para mis hijos, como para muchos jóvenes, las épocas del narcotráfico son una especie de leyenda urbana que miran a través de la televisión. Cuando veo las series de narcos que ahora son tan famosas, pienso que hacen daño, en la medida en que Pablo Escobar, el asesino despiadado, el hombre sin sentimientos, el sociópata, se puede convertir en un héroe ante los ojos de muchos. (Recomendamos: 30 años sin Diana Turbay: la periodista que acallaron los extraditables).
Para evitarlo, debemos hacer construcción de memoria. Pablo Escobar mató a miles de personas y resulta paradójico, y, por qué no, de doble moral, que ahora haya camisetas con su imagen, narcotours y todo tipo de celebraciones de la vida de un hombre que solo produjo muerte y desolación.
Mis hijos han vivido en un país distinto de aquel que tuve yo. Sin embargo, así sea indirectamente, también tuvieron que enfrentarse con la violencia. Cuando Tomás, el mayor, cumplió cuatro años, le conté la verdad. “Tu abuela murió asesinada. La mataron”. A esa edad, un concepto como ese es difícil de asimilar. Con Mateo hice lo mismo y me dolió tener que narrarles una historia tan aterradora porque fue como revivirla, pero también reconocer que cuando Escobar mató a mi mamá no solo le disparó a ella, sino que nos marcó para siempre, nos cambió la vida a todos, incluso a mis hijos, que ni siquiera habían nacido. (Le puede interesar: 30 años del gobierno de César Gaviria Trujillo).
Recuerdo que recién muerto Escobar, me contaron que su hijo se había mudado a Santa Ana. Yo vivía en esa zona, en casa de mi papá, y cada mañana, cuando iba a la universidad, siempre miraba los carros que entraban y salían para ver si lograba identificar al hijo del asesino de mi mamá. Hasta en esos pequeños detalles cotidianos, mi vida era diferente de la del resto de la gente. Y la de mis hijos también ha sido distinta.
Hace unos años, cuando mataron a Osama bin Laden y el mundo celebraba la muerte de un asesino, uno de mis hijos preguntó por qué se alegraban todos. “Porque mataron a un hombre malo”, le dije. Luego de pensarlo un rato, me preguntó: “¿Abuelita Diana era mala?”. Esa fue su forma de explicarse por qué la habían matado. Para ellos, una muerte violenta era algo incomprensible, algo que les ocurría a los malos, algo que no podía pasarle a una familia normal.
A raíz de lo que ocurrió con mi mamá, mis hijos aprendieron dos lecciones muy importantes. La primera de ellas es que debemos perdonar. Debemos pasar la página. Pero también que debemos recordar, porque somos el producto de nuestra historia. Si queremos reconstruirnos como individuos, como sociedad, como país, debemos reconocer nuestras heridas y sanarlas, porque no ganamos nada con ocultarlas, con maquillarlas, con mirar hacia otro lado. Hay que poner luz sobre esas zonas oscuras y enfrentar esos temores.
Cuando mataron a mi mamá tuve que aprender a la fuerza a vivir de nuevo. Tuve que reinventarme y seguir adelante. Eso me hizo más fuerte, me dio resiliencia, me enseñó lecciones valiosas para mi vida cotidiana y me dio herramientas para enfrentar todos los problemas y celebrar todo lo que ha ocurrido en el camino. Y aunque mis hijos son víctimas, de alguna manera, de lo que ocurrió el 25 de enero de 1991, la verdad es que son privilegiados porque no han tenido que sobreponerse al dolor. No han sufrido la orfandad. No se han enfrentado con el vacío de la ausencia.
Eso los hace distintos de muchas formas. Más expuestos al sufrimiento cotidiano, sin la coraza de resiliencia que tuve que adquirir yo, sin la capacidad de poner en perspectiva los problemas ni la fortaleza necesaria para seguir adelante. Como yo he hecho con ellos, muchas mamás crían a sus hijos protegiéndolos del dolor. Pero ese blindaje, que se hace desde el amor y el deseo de que sean felices, también puede ser perjudicial, porque el fracaso y la pérdida, así duelan, terminan enseñando mucho más que los triunfos.
¿Cómo entonces enseñarles sobre resiliencia y al mismo tiempo allanarles los sufrimientos? Eso era lo que pensaba mientras iba a encontrarme con ellos esa tarde de Navidad, y a tratar de calmarlos. Ya he dicho que soy exigente con quienes me rodean, pero la resiliencia nace siempre en el amor. Fui consentida, tanto física como emocionalmente. Me quisieron mucho y soy una mamá cariñosa, consentidora. A los niños les hace falta consentirlos, cantarles, tocarlos, decirles siempre cuánto los queremos.
Lo primero que les dije cuando llegué a recogerlos fue que los amaba. Esas son siempre mis primeras palabras con ellos. Antes de cualquier cosa, les hablo de amor y les muestro que siempre es lo que encabeza todos mis actos. Después les confesé que también estaba triste por la muerte del perro y que la tristeza es parte de la vida, como la alegría. La pérdida también. Está bien sentir tristeza, llorar, hacer un duelo. No hay que avergonzarse por eso ni negarlo, pero sí hay que ponerle un límite, un plazo.
El duelo y el llanto no pueden ser eternos, y tampoco puede nadie quedarse en un árbol para siempre. Hay que bajar de ahí, o secarse las lágrimas o tomar pequeñas decisiones, paso a paso, para lograr metas mínimas que nos ayuden a seguir adelante. Les dije a mis hijos que yo también estaba triste, que habíamos querido mucho al perro y que era terrible que hubiera muerto el día de Navidad, tan joven y de forma tan repentina. Pero lo cierto era que estaba muerto, y, en lugar de acongojarnos, por eso debíamos sentarnos a celebrar los años de felicidad que nos dio, así que hicimos justamente eso: nos sentamos los tres a recordar los momentos bonitos y a agradecer por el tiempo que lo tuvimos con nosotros.
Siempre he educado a mis hijos con la verdad. No pensé jamás en decirles que el perro había escapado o que mi mamá se había ido a un viaje. A veces, en nuestro afán de proteger a quienes amamos, terminamos diciendo mentiras que se convierten en una bola de nieve. Una mentira nunca viene sola y es probable que se vuelva un alud incontenible que termine sepultándonos. Por eso siempre digo la verdad, y lo único que les pido a mis hijos es lo mismo, que digan la verdad. Esa es, en realidad, la única regla en mi casa, y la única que mi mamá me puso en la vida.
Cuando era niña y le mentía a mi mamá, el peor castigo era mi propia conciencia, la culpa de saber que todo lo que yo decía lo tomaba por cierto. Pero, además, decir la verdad tiene que ver con la resiliencia, porque conociendo la verdad es cuando sabemos a qué nos debemos sobreponer. De qué tamaño es el problema que enfrentamos. Le damos, como decía antes, luz.
Lo visibilizamos y podemos enfrentarlo. De lo contrario, estamos a tientas frente a las dificultades y no podremos dimensionarlas bien. Conocer la verdad es el primer paso para solucionar un problema, sin importar su tamaño. Porque no es necesario sufrir o pasar por un momento aterrador para entender qué es la resiliencia, así como tampoco es preciso tener una pérdida o ser víctima para sentir empatía o aprender a perdonar.
La vida nos pone a diario pequeños desafíos que nos obligan a confrontarnos con nosotros y con nuestro entorno. Una mala nota en el colegio, un negocio equivocado, una ruptura amorosa o una discusión familiar pueden ser suficientes para sentir la necesidad de un cambio, de un fortalecimiento interno. No tenemos que ser víctimas para aprender —a veces a la fuerza— a sobreponernos a los problemas.
¿Cómo entonces hacerlo? No se me ocurre una forma más sencilla que el ejemplo. Así lo hice yo. De mi familia he aprendido lecciones de amor incondicional, disciplina, entereza, valentía. Ellos formaron mis valores y me mostraron un camino ético, en el que los éxitos vienen siempre a consecuencia del trabajo duro y el estudio. Con ellos aprendí a querer a mi país y a servirlo desde donde me encuentre. Aprendí a soñar con la paz, a valorar los momentos juntos, a perdonar.
En mi trabajo he aprendido también. De las comunidades que se sobreponen a una tragedia o los soldados que vuelven a sentirse útiles, a pesar de que han perdido uno de sus miembros en la guerra; o de las mujeres que no se quedan llorando la viudez o la pobreza, sino que se concentran en educar a sus hijos y salir adelante con las herramientas que tienen.
Todos los días son una lección de vida. Cada persona que conocemos, cada situación que enfrentamos, tiene algo qué mostrarnos, bueno o malo, que nos guía por el camino que hemos elegido. No se trata de buscar la perfección, porque tal cosa no existe, sino de aprender, de disfrutar, de tener la capacidad de ser felices y plenos con las circunstancias que hemos tenido que enfrentar.
A mis hijos no les digo que no se equivoquen. No les digo que no lloren. No les digo que no estén tristes o que no se lamenten. Todo eso es parte de la vida. Trato de mostrarles, con mi ejemplo, cómo corregir el rumbo si hay una equivocación, porque vamos por un camino incierto, en el que tenemos que ser capaces de devolvernos, enmendar, reiniciar, reinventarnos y seguir andando. Y, sobre todo —y esta es la enseñanza más importante para mí—, trato de mostrarles que, en algún momento, más pronto que tarde, hay que secarse las lágrimas y empezar a sonreír con toda el alma.
* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.