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                                                                                                                              Salgar llora su mayor catástrofe

                                                                                                                              El panorama en el municipio antioqueño es desolador tras el desbordamiento de la quebrada Liboriana. El Espectador habló con los sobrevivientes de la tragedia.

                                                                                                                              Mary Luz Avendaño/ Salgar, Antioquia

                                                                                                                              Cerca de 31 viviendas fueron destruidas por la avalancha que arrasó con todo a su paso en la madrugada del lunes.AFP
                                                                                                                              Foto: AFP - RAUL ARBOLEDA

                                                                                                                              En el municipio de Salgar, Antioquia, se respira tristeza en cada calle. Desde la entrada al pueblo comienza a hacerse visible la magnitud de la tragedia provocada por el desbordamiento de la quebrada Liboriana en la madrugada del lunes. Cuadrillas de rescatistas de los diferentes organismos de socorro hacen barridos a lo largo de los ríos San Juan y Cauca, y más cerca al poblado las labores de búsqueda se concentran en la quebrada.
                                                                                                                               
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                                                                                                                              El rescatista de su propia familia
                                                                                                                               
                                                                                                                              Entre los más de 80 rescatistas que se encuentran en el lugar de la tragedia está Mauricio Alejandro Arias, un hombre de aproximadamente 30 años que durante la mañana y con el sol sobre el cuello trabajaba sin descanso. Lleva varios años en este oficio de ayudar a los demás, por eso estaba instalando un sistema de poleas para transportar al otro lado de la Liboriana los alimentos que llegaron para los damnificados, pues del puente que había sólo queda el recuerdo.
                                                                                                                               
                                                                                                                              Mauricio vive en Medellín. El lunes en la madrugada recibió una llamada, recogió su equipo de trabajo y sin pensarlo dos veces salió rumbo a su pueblo. “Aquí tengo 12 tíos por parte de mi papá y cuatro por mi mamá, y muchos primos con sus hijos”, dice. La avalancha se llevó nueve casas de sus familiares y con ellas la vida de 14 primos. “Desde el lunes estamos haciendo el censo e identificando con los bomberos el lugar donde estaban las viviendas, porque ya no hay nada, fueron borradas”.
                                                                                                                               
                                                                                                                              Hasta el momento la búsqueda entre el lodo le ha permitido encontrar a siete de sus familiares, pero faltan otros siete. “Cuando se trata de la familia es muy complicado. Si me toca sacarlos lo haré, Dios me va a dar el valor para hacerlo. Mientras no encuentre hasta el último, no me voy de aquí”, relata con voz entrecortada y los ojos llenos de lágrimas, que seca con las mangas de su camisa.
                                                                                                                               
                                                                                                                              A pesar del dolor que no para, sigue de un lado a otro, da instrucciones y monta sobre las poleas el mercado para los damnificados. Mira por un momento el panorama y dice: “Esto ya no es lo que era. Sólo es el recuerdo, es muy duro ver cómo quedó todo. No es lo que solía frecuentar. Todos somos muy unidos, es un dolor muy grande”.
                                                                                                                               
                                                                                                                              “No puedo ver, pero lo que escuché fue horrible”
                                                                                                                               
                                                                                                                              Así recuerda la calamidad Ramón Ángel Caro Cano, quien es invidente y desde hace nueve años vivía en La Margarita. Ahora no sabe a dónde irá, pues no tiene familiares y su casa quedó inhabitable.
                                                                                                                               
                                                                                                                              “Nos acostamos no recuerdo a qué hora, pero como a las tres de la mañana sentí un ruido tremendo. Me desperté porque se escuchaba como si viniera un volcán. Entonces llamé a Ómar, que es el dueño de la casa donde yo vivía, porque yo no tengo familia. Le dije: ‘¿Usted no siente nada por ahí? Yo escucho como una volqueta grande dañada en la loma’. Me respondió: ‘No hombre, si es que el río se metió hasta la casa, tenemos que salir ya’”, cuenta Caro Cano.
                                                                                                                               
                                                                                                                              Ómar agarró a su esposa y su hijo y junto a Ramón, quien conocía bien el camino, lograron salir y subir al cafetal. Desde allá se escuchaba la furia de la quebrada. “No se veía nada porque no teníamos linternas. Ya cuando amaneció Ómar dijo aterrado: ‘No hay ni una casa”. El corazón se me quiso salir, yo sentía una cosa horrible, se me subió la presión de la impresión. Pensar que uno se acostó y la otra gente no amaneció, escasamente nosotros. Y la única casa en pie era una de plancha que estaba sola. No sé si fue que se llevó la gente o no estaban”, recuerda.
                                                                                                                               
                                                                                                                              En medio de la angustia se escuchaban las voces de quienes anunciaban los nombres de los sobrevivientes y otros que desgraciadamente fallecieron. Ómar y su esposa se trasladaron a una casa de sus familiares y Caro Cano fue con ellos, pero el martes les informaron que debían ir a un albergue. “Yo no quería porque, imagínese, yo así ciego, si me paro de la cama o al baño, después cómo hago para encontrar la cama, y si hay mucha gente me choco con ellos. Los del Ejército me ayudaron a cruzar y aquí estoy. Que sea lo que Dios quiera”, dice.
                                                                                                                               
                                                                                                                              “Mis primas quedaron allí”
                                                                                                                               
                                                                                                                              Mientras carga cajas de gaseosa desde lo que quedó de una pequeña tienda hacia un taxi, Carlos Vélez recuerda que hasta hace apenas unas horas sus primas tenían allí, al otro lado de la quebrada Liboriana, una pequeña fonda. En la madrugada del lunes recibió una llamada en la que le informaban que siete de sus familiares habían desaparecido en la avalancha. De inmediato se trasladó desde Medellín a Salgar con la esperanza de encontrarlas. “Es un impacto muy fuerte llegar aquí y ver que la casa de mis primas ya no está. Allá había una fondita. Hace un año estuve aquí de visita y hoy es otra cosa. No lo puedo creer”, comenta.
                                                                                                                               
                                                                                                                              Desde su llegada ha buscado en la parte baja del río, en el pantano en el punto donde estaban las viviendas de sus primas, todas mujeres menores de 14 y 16 años y adultas entre los 35 y 38 años. Hasta el momento han rescatado tres de los cuerpos. “Voy a quedarme aquí hasta que podamos encontrarlas a todas. Ellas fueron nacidas y criadas aquí y al ver uno esto se queda sin palabras”.
                                                                                                                               
                                                                                                                              En la mañana de ayer llegaron a Salgar las primeras ayudas para los afectados. Curiosamente, y contrario a lo que ocurre en los pueblos donde, a pesar de las tragedias, no faltan la cantina con música y los carros de los venteros con los megáfonos anunciando sus productos, en Salgar hay un silencio generalizado. Sólo se escuchan el murmullo de la gente, los motores de los carros que van de un lado a otro con los socorristas y los noticieros en cada tienda, casa o negocio para mantenerse enterados. Bajo el cielo gris, con las nubes amenazando lluvia, se refugia el luto y la tristeza indescriptible que cobija este pueblo tranquilo del suroeste antioqueño. Nadie sabe cuántos días más tardarán las labores de rescate y mucho menos cuándo podrán reponerse de esta tragedia.

                                                                                                                              Read more!
                                                                                                                              Cerca de 31 viviendas fueron destruidas por la avalancha que arrasó con todo a su paso en la madrugada del lunes.AFP
                                                                                                                              Foto: AFP - RAUL ARBOLEDA

                                                                                                                              En el municipio de Salgar, Antioquia, se respira tristeza en cada calle. Desde la entrada al pueblo comienza a hacerse visible la magnitud de la tragedia provocada por el desbordamiento de la quebrada Liboriana en la madrugada del lunes. Cuadrillas de rescatistas de los diferentes organismos de socorro hacen barridos a lo largo de los ríos San Juan y Cauca, y más cerca al poblado las labores de búsqueda se concentran en la quebrada.
                                                                                                                               
                                                                                                                              Toneladas de lodo, piedras y palos se ven en la población. Al llegar al corregimiento La Margarita, epicentro de la catástrofe, el panorama es más desolador: decenas de viviendas borradas del mapa por la furia de las aguas recuerdan la emergencia vivida en el municipio de Bello hace diez años, el 6 de octubre de 2005, cuando la quebrada El Barro arrasó a las 8 de la noche con todo lo que encontró a su paso. El saldo en aquella oportunidad fue de 40 personas muertas, dos desaparecidas, decenas de heridos y casas destruidas.
                                                                                                                               
                                                                                                                              Desde entonces la naturaleza no había cobrado tantas vidas en esta zona del país. Murieron 78 habitantes de Salgar, de los cuales 39 ya están plenamente identificados por Medicina Legal, y más de 40 resultaron heridos. Otras 542 personas quedaron damnificadas y se encuentran albergadas en sitios como el hogar juvenil del municipio.
                                                                                                                               
                                                                                                                              En medio de la gente, de quienes a punta de baldes y escobas trataban de limpiar lo poco que quedó de sus viviendas, El Espectador relata tres historias, dos hombres que llegaron desde Medellín a rescatar a sus familiares, 21 en total, y un sobreviviente de la tragedia.
                                                                                                                               
                                                                                                                              El rescatista de su propia familia
                                                                                                                               
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                                                                                                                              Hasta el momento la búsqueda entre el lodo le ha permitido encontrar a siete de sus familiares, pero faltan otros siete. “Cuando se trata de la familia es muy complicado. Si me toca sacarlos lo haré, Dios me va a dar el valor para hacerlo. Mientras no encuentre hasta el último, no me voy de aquí”, relata con voz entrecortada y los ojos llenos de lágrimas, que seca con las mangas de su camisa.
                                                                                                                               
                                                                                                                              A pesar del dolor que no para, sigue de un lado a otro, da instrucciones y monta sobre las poleas el mercado para los damnificados. Mira por un momento el panorama y dice: “Esto ya no es lo que era. Sólo es el recuerdo, es muy duro ver cómo quedó todo. No es lo que solía frecuentar. Todos somos muy unidos, es un dolor muy grande”.
                                                                                                                               
                                                                                                                              “No puedo ver, pero lo que escuché fue horrible”
                                                                                                                               
                                                                                                                              Así recuerda la calamidad Ramón Ángel Caro Cano, quien es invidente y desde hace nueve años vivía en La Margarita. Ahora no sabe a dónde irá, pues no tiene familiares y su casa quedó inhabitable.
                                                                                                                               
                                                                                                                              “Nos acostamos no recuerdo a qué hora, pero como a las tres de la mañana sentí un ruido tremendo. Me desperté porque se escuchaba como si viniera un volcán. Entonces llamé a Ómar, que es el dueño de la casa donde yo vivía, porque yo no tengo familia. Le dije: ‘¿Usted no siente nada por ahí? Yo escucho como una volqueta grande dañada en la loma’. Me respondió: ‘No hombre, si es que el río se metió hasta la casa, tenemos que salir ya’”, cuenta Caro Cano.
                                                                                                                               
                                                                                                                              Ómar agarró a su esposa y su hijo y junto a Ramón, quien conocía bien el camino, lograron salir y subir al cafetal. Desde allá se escuchaba la furia de la quebrada. “No se veía nada porque no teníamos linternas. Ya cuando amaneció Ómar dijo aterrado: ‘No hay ni una casa”. El corazón se me quiso salir, yo sentía una cosa horrible, se me subió la presión de la impresión. Pensar que uno se acostó y la otra gente no amaneció, escasamente nosotros. Y la única casa en pie era una de plancha que estaba sola. No sé si fue que se llevó la gente o no estaban”, recuerda.
                                                                                                                               
                                                                                                                              En medio de la angustia se escuchaban las voces de quienes anunciaban los nombres de los sobrevivientes y otros que desgraciadamente fallecieron. Ómar y su esposa se trasladaron a una casa de sus familiares y Caro Cano fue con ellos, pero el martes les informaron que debían ir a un albergue. “Yo no quería porque, imagínese, yo así ciego, si me paro de la cama o al baño, después cómo hago para encontrar la cama, y si hay mucha gente me choco con ellos. Los del Ejército me ayudaron a cruzar y aquí estoy. Que sea lo que Dios quiera”, dice.
                                                                                                                               
                                                                                                                              “Mis primas quedaron allí”
                                                                                                                               
                                                                                                                              Mientras carga cajas de gaseosa desde lo que quedó de una pequeña tienda hacia un taxi, Carlos Vélez recuerda que hasta hace apenas unas horas sus primas tenían allí, al otro lado de la quebrada Liboriana, una pequeña fonda. En la madrugada del lunes recibió una llamada en la que le informaban que siete de sus familiares habían desaparecido en la avalancha. De inmediato se trasladó desde Medellín a Salgar con la esperanza de encontrarlas. “Es un impacto muy fuerte llegar aquí y ver que la casa de mis primas ya no está. Allá había una fondita. Hace un año estuve aquí de visita y hoy es otra cosa. No lo puedo creer”, comenta.
                                                                                                                               
                                                                                                                              Desde su llegada ha buscado en la parte baja del río, en el pantano en el punto donde estaban las viviendas de sus primas, todas mujeres menores de 14 y 16 años y adultas entre los 35 y 38 años. Hasta el momento han rescatado tres de los cuerpos. “Voy a quedarme aquí hasta que podamos encontrarlas a todas. Ellas fueron nacidas y criadas aquí y al ver uno esto se queda sin palabras”.
                                                                                                                               
                                                                                                                              En la mañana de ayer llegaron a Salgar las primeras ayudas para los afectados. Curiosamente, y contrario a lo que ocurre en los pueblos donde, a pesar de las tragedias, no faltan la cantina con música y los carros de los venteros con los megáfonos anunciando sus productos, en Salgar hay un silencio generalizado. Sólo se escuchan el murmullo de la gente, los motores de los carros que van de un lado a otro con los socorristas y los noticieros en cada tienda, casa o negocio para mantenerse enterados. Bajo el cielo gris, con las nubes amenazando lluvia, se refugia el luto y la tristeza indescriptible que cobija este pueblo tranquilo del suroeste antioqueño. Nadie sabe cuántos días más tardarán las labores de rescate y mucho menos cuándo podrán reponerse de esta tragedia.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Ver todas las noticias
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