Iban a ser las 2:00 de la madrugada del 22 de septiembre de 2010, cuando Chepe sintió que lo llamaban. Acostumbraba a despertarse a esa hora para leerle a su padre noticias o documentos de las reuniones guerrilleras. Pero ese día, luego de que lo despertaran para iniciar su rutina, el sueño lo retuvo unos minutos más en su caleta. Sólo cuando escuchó los aviones de combate, el ruido del momento en que sueltan las bombas y el silencio que antecede al mortífero sonido de las explosiones, pudo incorporarse. En esas fracciones de segundo en los que se desarrolla la guerra, tuvo la certeza de que a su padre, Víctor Julio Suárez, el Mono Jojoy, ya estaba muerto.
A pesar de que estaba a 150 metro de donde él dormía, no tuvo tiempo de acudir a certificar lo ocurrido ni de lamentarse o de llorarlo. Primero, porque inmediatamente vinieron los ametrallamientos, los desembarcos de tropas y un fuerte combate que se extendió por varios días. Segundo, porque desde que tuvo conciencia de quién era su padre, sabía que esto podría ocurrir. Pero además, hacía varios meses sentía que el cerco militar se cerraba, y que Jojoy no iba a correr. “Yo venía preparándome para ese momento porque uno lo siente. Los aviones cada día estaban más cerca y la enfermedad de él también avanzaba al ritmo de la guerra. Y, francamente, los que hemos vivido esto convivimos con la muerte”, sentencia Jorge Ernesto Suárez, el único hijo del extinto jefe guerrillero.
“Han pasado ocho años desde ese día y sólo hasta ahora puedo hacer mi duelo. Puedo sentir su muerte. Hace un año me entregaron sus restos para enterrarlo. Y los periodistas, tal y como ocurrió esta vez, armaron un escándalo. Vicky Dávila me llamó y me dijo criminal, asesino, que porque mi papá había hecho lo que había hecho entonces no tenía derecho a una cristiana sepultura. Me imagino que para ella, que no sabe lo que es la guerra, nadie tiene derecho a haber querido a mi papá, ni él tenía derecho a tener hijos, ni a que lo lloraran. Hay gente que no ha entendido que la guerra terminó y que nosotros ahora tenemos derecho a reivindicar a nuestros muertos, a contar nuestra versión de lo ocurrido y a pedir perdón, porque los que hemos tenido un fusil sí entendemos el valor de la reconciliación”, agrega este joven de 34 años, a quien su padre llamaba Chepe: “Che porqué nací el mismo día del Che Guevara y le sumó ‘pe’, porque decía que todavía me faltaba para ser como el guerrillero heróico”.
“Nací en un campamento que llamaban ‘La Guardería’, en el Caquetá, en 1984, tiempos en que en las Farc se podía tener hijos. Cuando tenía tres meses empecé a sufrir de enfermedades en la piel y ante la situación, mi padre y mi madre —que también fue guerrillera— me mandaron a vivir donde unos amigos en Bogotá. Llegué a una familia de abuelos con cuatro hijos. Ellos me criaron como uno más. Todo esto me lo ha venido contando la abuela en los últimos tiempos, desde que se firmó la paz. Crecí entre el barrio La Primavera y el Centro. Estudié en el colegio San Viator, al norte y ahora, con el paso de los años, empiezo a hilar lo que ha sido mi vida y veo que tampoco fue tan normal, como yo pensaba. Tengo el recuerdo que desde muy chiquito llegan de repente a decirme: nos tenemos que ir, y me llevaban a otra casa, y mi peor pesadilla es que estoy ahí y llegan a tumbar la puerta”.
El primer recuerdo que tiene de su padre es de cuando tenía unos cinco o seis años. La abuela, como le dice siempre a quien en realidad fue su madre, lo llevó a los llanos. Luego lo montaron en mula y hubo un largo trayecto a pie. Cuenta que en un momento llegaron a donde una gente armada. Estaba impactado, pues nunca había visto una pistola. “Llegamos donde había más personas armadas y había uno que era como el centro de atención y la abuela me dijo: ese es su papá, señalándolo. Y yo reaccione diciendo: policía no. Ella se rió. Pero recuerdo el impacto que tuve. Entre los cinco y los nueves años lo visité varias veces. Por esa época había una propaganda que decía ‘también caerán’ y pasaban las fotos de los comandantes de las Farc, entre ellos de mi papá. Yo en mi ingenuidad le dije abuela: ese señor se parece a mi papá, ese señor es el que usted dijo que era mi papá. Ella no hallaba que decir, y contestó: sí mijito, ese es su papá. Le dije: pero lo están buscando, vamos a traerlo. A partir de ese momento empecé a entender de quién era hijo”, añade repasando su vida como una película.
Con el tiempo y el acompañamiento de su familia de crianza, Chepe aprendió a manejar la situación. Pendiente de si lo seguían, de no dar suficiente información, a mentir para protegerse. “Igual uno lleva eso en silencio. En el colegio los profesores preguntan: cómo es tu familia, qué hace tu papá; los compañeros siempre hablaban de su casa y yo aprendí a armar mi propio relato. Y en ese colegio, donde había hijos de ministros, de senadores, yo, hijo de uno de los guerrilleros más odiados y buscados, pues imagínese lo que sentía. Así que resolví decir que mi papá era abogado y poco contaba de lo que yo vivía. Tenía que ser prudente, estratégico, pero era un niño. Nadie puede imaginar lo que vive el hijo de un guerrillero. Aprendemos a manejar una doble vida. Así viví hasta los 13 años”, continúa. Pero las cosas empezaron a cambiar a finales de los años 90, justo en el momento en que empieza uno de los procesos de paz.
“Empieza a aparecer gente armada, de gafas negras, siempre al frente de la casa, cuando salía a la ruta. Sentía que me seguían y el miedo de los abuelos empezaba a notarse. Todos nerviosos. Algo estaba ocurriendo. Ahí empecé a pensar en irme al monte, los abuelos no querían y mi papá tampoco. Me ofrecieron irme a estudiar a otro país, pero yo no quería. Los adultos discutían el tema y al final decidimos que me iba para la guerrilla. Dejé el colegio y en septiembre de 1999, en plena época del Caguán me fui al monte. No fue fácil adaptarme. La vida guerrillera es dura para un citadino y la guerra más. Las caminatas, las noches, los bombardeos, las necesidades, el miedo, la muerte. Nadie sabe lo que es eso, solo quienes la hemos vivido sabemos lo que es. Y a mí, como a muchos hijos de guerrilleros o de campesinos pobres, la guerra me tocó por herencia, por obligación”, añade.
“A quienes se escandalizan porque le vamos a hacer un homenaje a mi papá, les pido que desarmen su corazón. Nosotros firmamos un Acuerdo de Paz. Ya dejamos las armas, hemos pedido perdón y queremos construir la reconciliación, a nadie le hacemos daño reivindicando nuestros muertos. Déjenos llorarlos, déjenos recordarlos. Yo sé que nosotros —y mi papá es uno de nosotros— le hicimos daño a mucha gente, pero la guerra acabó y ahora queremos construir la reconciliación, y eso significa aceptar que existen otros dolores ajenos, narrativas distintas. Con el homenaje de mañana queremos reivindicar la faceta pacífica de un hombre que hizo la guerra. Mi papá hizo la guerra pero yo firmé la paz, y quiero construir la reconciliación a partir de pedir perdón a quienes él les hizo daño, pero a la vez, rescatando la memoria del hombre cariñoso que fue conmigo y con muchos guerrilleros. Del revolucionario de ideas y del día que nos dijo: esta guerra sólo puede terminar por la vía negociada. Quiero conservar la última imagen que tengo de él, de unos días antes del bombardeo, en que con felicidad trabajaba en una reunión”, concluye.