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Pedro Claver Téllez: Adiós al gran cronista del bajo mundo colombiano

Semblanza de uno de los escritores que merece un lugar en la historia nacional, por hacer memoria periodística de fenómenos como la explotación de esmeraldas.

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Petrit Baquero * / Especial para El Espectador
30 de octubre de 2022 - 02:00 a. m.
El santandereano Pedro Claver Téllez fue escritor, cronista y periodista. Murió a los 81 años de edad.
El santandereano Pedro Claver Téllez fue escritor, cronista y periodista. Murió a los 81 años de edad.
Foto: Claudia Rubio
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El domingo 16 de octubre de 2022, a las 10 de la noche, en un hospital de Bogotá, murió Pedro Claver Téllez, uno de los grandes escritores que ha tenido Colombia por su originalidad, lucidez y capacidad para contar —y encontrar— historias que a otros les pasan por delante sin darse cuenta. Y eso hay que mencionarlo porque en este país, a veces tan olvidadizo, a veces tan farandulero, a veces tan ingrato, la noticia de esta muerte ha pasado parcialmente desapercibida, recibiendo si acaso una que otra y breve mención que, ante la urgencia de otras cosas (sobre todo ligadas a la polarización política en la que unos y otros pretenden “cobrar” lo que su sesgo les indica), ha quedado al margen.

Pero sí, murió un grande de las letras colombianas y un referente de la crónica, un género, tanto literario como periodístico (cuestiones que no van necesariamente de la mano) que en nuestro país ha contado con brillantes exponentes como Germán Pinzón, Germán Castro Caycedo, Alfredo Molano, Alberto Salcedo Ramos, Orlando Villanueva y Diana María Pachón, nombres que menciono porque me han conferido el honor de su amistad, como lo hizo también Pedro Claver, con quien tuve el privilegio de compartir en varios momentos, algunos muy gratos, otros angustiantes, sorprendentes o tragicómicos.

Pedro Claver Téllez Téllez nació en el municipio de Jesús María (Santander) el 28 de octubre de 1941. Era hijo de Gonzalo Téllez Ruiz, un trabajador liberal y dueño de un granero que le cuidaba el ganado y los caballos de una finca a la encopetada familia López Pumarejo, lo cual el mismo Pedro recordaba al mencionar el abolengo de esos señoritos de la gran ciudad con los que poco compartió. Su padre tenía sesenta años cuando el futuro escritor nació, mientras que Sara Catalina Téllez Melo, su madre, era una joven de 23 años que parecía otra hija de su marido (era familiar de él, no sé en qué grado), por lo que en su primera infancia Pedro pensó que su madre era realmente “mamá Veroca”, una empleada que tuvo su familia por más de veinte años.

A pesar de esto, sus padres tenían una buena relación y cuidaban a su hijo —el número 19 de los 23 que tuvo su padre— como un tesoro, teniendo mucho que ver con que, a pesar de la rebeldía que siempre lo caracterizó y lo hizo escapar varias veces de la casa, se sintiera acogido y querido. De hecho, el gusto por la lectura de Pedro venía de su padre, por lo que fue invitado a devorar las obras literarias que había en su casa, entre las que estaban Las mil y una noches, El Quijote, algunas de Ernest Hemingway, varios libros de Shakespeare, un tomo de una enciclopedia, la Biblia y un par de novelas de aventuras, como las de Mark Twain. Con el tiempo, empezó a leerle a su padre quien, por sus problemas de visión, ya no podía hacerlo, al tiempo que fue descubriendo su talento, sensibilidad y, sobre todo, gusto para escribir pequeños relatos.

Esta vocación continuó nutriéndose al abordar con los años las obras de grandes maestros como Truman Capote, Norman Mailer (siempre me recomendó leer Los tipos duros no bailan, porque ambos descubrimos que, por lo menos aquí en Colombia, sí lo hacían), Gay Talese, Carlos Monsiváis, John Reed, Lillian Ross, Graham Greene, James Elroy, Ryszard Kapuscinski, Scott Fitzgerald, Leonardo Sciascia, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, y, en los últimos años, Emmanuel Carrere, cuya obra Limonov le fascinaba. También vio, a lo largo de su vida, mucho cine, razón por la cual su trabajo tiene un toque, sin duda, cinematográfico.

Claro que a Pedro también le gustaba la calle, de eso no había duda, por lo que muchas veces, sin dejar del todo los libros y escritos, se lanzó a vivir aventuras en varios lugares del país, conociendo a personajes de todo tipo, enamorándose en cada pueblo y compartiendo con muchos de los protagonistas de esa Colombia dura y tesa que muchos viven, pero que no pueden, por diversas razones, contar por escrito. Por eso resultó conociendo los vestigios de los grupos que darían origen a las Farc, siguiéndole los pasos al naciente Eln, que, por cierto, lo secuestró por un par de días; metiéndose en los socavones de esmeraldas cuyo control era disputado por facciones fortalecidas por el descubrimiento de la mina Peñas Blancas, participando en las muchas celebraciones populares que hay por todo el territorio colombiano e incluso montándose en una bicicleta —afición que tenía— para competir en la Vuelta a Colombia de 1959, de la cual pudo terminar, de manera sorprendente, varias etapas.

Y con todo esto comenzó a publicar textos, primero en pequeños medios y luego en otros más grandes, empezando a ser reconocido, pues los temas que escogía, aunados a una prosa bien atractiva, llamaron la atención de los lectores. Con esto, Pedro Claver se fue convirtiendo en uno de los representantes más importantes de lo que las editoriales gringas y, desde hace un buen tiempo las colombianas, han llamado “literatura de no ficción”, demostrando que los hechos reales se pueden contar, narrar y develar con la calidad literaria de los mejores y consagrados escritores de cuentos y novelas. Esto lo llevó a compartir con notorias figuras del periodismo colombiano de los años 60 y 70, como Daniel Samper Pizano, Margarita Vidal, Fernando Garavito, Antonio Morales, Umberto Valverde y Laura Restrepo, entre otros, trabajando en medios como Cromos (del que fue el cronista estrella) y El Pueblo, un medio alternativo de tendencia liberal que marco época en Cali.

Eso sí, a pesar de que incursionó en numerosos temas, muchas veces por gusto y otras porque le tocaba, su interés se decantó cada vez más por los rebeldes, proscritos, malandros, enemigos del sistema y que no acatan el orden establecido; es decir, por esos tantas veces condenados por los poderosos (y usados por esos mismos cada vez que les convenía), pero al tiempo protegidos, admirados y hasta venerados por las clases populares, incluso sin ponerles atención a las muchas sombras que los acompañan. Por eso, sus escritos estuvieron plagados de bandidos, locos, putas y guerrilleros (y también de capos, patrones, modelos y reinas), que le confirieron a Pedro, ya desde los años 70, la fama de “escritor del bajo mundo”, un calificativo con el que, al parecer, se sentía cómodo, pues se identificaba más con esos que, muchas veces, no eran más que gente del común a la que le tocó empezar la vida perdiendo y resultó haciendo de todo —incluso pasar por encima de los demás— para ganar una partida cuyo resultado ya se conocía desde el comienzo.

Ese interés —que yo comparto plenamente— tuvo mucho que ver con su vínculo familiar con el legendario bandolero Efraín González Téllez, oriundo también de Jesús María, de quien era primo en algún grado, aunque solamente lo vio una vez, en una imagen que le quedó grabada, cuando el bandido jugaba billar con un policía. Aquel individuo, tal vez el más famoso bandolero de aquellos tiempos, era reconocido por sus osadas acciones en varias zonas de Colombia durante la Violencia de los años 50, muchas veces como ficha del Partido Conservador y después en el contexto del Frente Nacional, cuando los partidos políticos pretendieron desmarcarse de su apoyo a las cuadrillas armadas, como “jefe militar” de la zona esmeraldera del occidente de Boyacá. Por eso, la figura de Efraín González fue constante en varios de sus libros, no solo en su biografía (Efraín González: la trágica vida de un asesino asesinado), para la que investigó quince años y escribió dos veces (después les cuento por qué), y se convirtió en un documento clásico de la historiografía de la violencia en Colombia, sino en otros libros en los que González fue protagonista, como Crónicas de la vida bandolera: historia de los bandidos colombianos más famosos del siglo XX y El mito de siete colores: seis relatos en torno al bandolero Efraín González.

Claro que González fue solamente el punto de partida, pues en sus obras también aparecieron personajes como Charronegro, Mariachi, Tirofijo, Chispas, Desquite, Sangrenegra, el Ganso, la sargento Matacho, el teniente Cendales, Edelmira, la guaquera; el Zar y muchos más personajes que protagonizaron gran parte de la historia de la violencia en Colombia, de la cual continúan apareciendo nuevos nombres a los que Pedro no dejó de seguirles la pista.

Con ese bagaje que, como dije, se sumaba a un notable talento para escribir y conversar, Pedro empezó a ser respetado y admirado por colegas y, por supuesto, lectores que lo veían no solo como un maestro de las letras, sino también como un tipo afable con quien era posible cruzarse en la calle, encontrarse en cualquier cafetín del centro, intercambiar palabras, tomarse unas cervecitas (o unos guaros o alguna cosa más) o resultar en una rumba bien brava, porque eso también le gustaba bastante (y me consta).

Y así fue haciendo su camino en el que dejó obras notables como La guerra verde, en la que relata los violentos enfrentamientos entre grupos esmeralderos desde 1961 hasta 1990; La hora de los traidores, sobre los últimos días del bandolero Sangrenegra, que, por cierto, ganó un premio para ser llevada al cine, lo cual no pasó (más adelante contaré algo al respecto); Rebelde hasta morir, sobre el famoso y rebelde teniente Alberto Cendales Campuzano; Biografía del disparate, acerca de algunos personajes pintorescos de la Bogotá de la primera mitad del siglo XX; El lado oscuro de las reinas, que toca algunos escándalos e incidentes alrededor de los reinados de belleza en el país de los que han formado parte —y eso no es novedad— personajes poderosos y, al tiempo, bastante cuestionados; La Pola: espía patriota, sobre la recordada prócer de la Independencia colombiana; Sumas y restas, que relata el proceso de desarrollo que tuvo el filme homónimo dirigido por su amigo Víctor Gaviria; El bandido jubilado, sobre un individuo que formó parte de los más importantes grupos delincuenciales del país y pudo sobrevivir para contar su historia, y los ya mencionados Efraín González: crónicas de la vida bandolera y El mito de sietecolores.

En los últimos años también lanzó Punto de quiebre, acerca de un hecho fundamental en Colombia, pues fue, precisamente, un “punto de quiebre” para el origen de las Farc, luego de que se diera la definitiva separación entre “limpios” y “comunes”, con Tirofijo uniéndose a estos últimos; Instantáneas de la guerra sucia, que relata el asesinato que cometieron miembros de la Dijín de seis jóvenes inocentes acusándolos de pertenecer a una red urbana de la guerrilla, y Los Tiznados, acerca de uno de los primeros grupos paramilitares del Magdalena Medio.

Conocí personalmente a Pedro Claver en el año 2011 en el parque Santander de Bogotá donde un amigo librero participaba en una pequeña feria. Allí este me mostró la reciente edición de La Guerra Verde, rebautizada simplemente como Verde, que fue uno de los libros más famosos del gran cronista, pues relataba la historia de las distintas guerras que se habían librado por el control, al menos en apariencia, de las minas de esmeraldas, lo cual me interesaba bastante. Y me dijo que su autor, es decir, Pedro Claver Téllez, iría de visita en un par de horas, con lo cual me quedé esperándolo pacientemente hasta que por fin pude verlo con su pinta particular de saco de paño oscuro, gorro negro, pelo blanco largo con colita, nariz aguileña, gafas redondas, ojos acuciosos y una larga barba blanca que se acompañaban de un lento caminar, que lo hacían, tanto un personaje muy particular como a la vez arquetípico. Ese día pudimos charlar algunas cosas y concertar una entrevista para la mañana siguiente que se dio, como tantas otras veces, con un toque extraño, pues llegó tarde y angustiado diciéndome que la noche anterior estaba con una joven en un hotel, pero que unos tipos malencarados se la llevaron a la fuerza sin que él pudiera evitarlo. Después me contó que la mujer estaba bien, pues lo había llamado afirmándole que no se preocupara, pues “su marido siempre hacía esas cosas”. Yo no dije mucho al respecto, pues al cabo de un rato dejó de lado el incidente y tuvimos una larga conversación que me sirvió bastante para mi primer libro El ABC de la Mafia.

Pero lo mejor es que, luego de ese día, Pedro y yo nos hicimos amigos, y lo seguí encontrando por las calles y algunos lugares como la biblioteca Luis Ángel Arango y ciertos cafés literarios, como “El Quijote”, un antiguo espacio del antiguo “Nutabes” (creo que ahora se llama “Los Ángeles”) manejado por su amigo Jorge Acuña, donde más que café nos tomábamos unas buenas polas que todos, no solo yo, invitábamos a quien veíamos como un maestro, claro que terrenal y vaciado, además de vulnerable a las muchas pasiones que no ocultaba y que, por eso mismo, lo hacían más entrañable, aunque también complejo (y a veces calceto, ya les contaré también).

Con esos muchos encuentros, me fui enterando de las cosas que le pasaban, como su permanente angustia, pocas veces superada, de tener dinero para comer o pagar una habitación de hotel para pasar la noche; su relación de amor-odio-dependencia-rechazo con las editoriales que, según él, le daban por la cabeza y no le iban a soltar un anticipo si no entregaba el texto prometido; su conexión con espacios al margen de gran parte de la sociedad (y creo que ustedes me entienden) en los que se sentía querido y respetado, y las constantes cosas que le pasaban que, como dije antes, tenían un cariz tragicómico, y para la muestra tengo varios botones:

El primero, cuando, en una Feria del Libro de Bogotá, llegó afanado, jadeante y sudoroso a firmar unos ejemplares de una de sus más recientes obras, pues necesitaba vender algo para obtener dinero e irse rápidamente a sacar a una dama que había dejado “empeñada” en un hotel del centro de la ciudad. Eso que, al parecer ocurrió más de una vez, me lo contaba muerto de la risa Germán Castro Caycedo, quien lo conoció bastante y llamaba a su colega, con cariño y bastante malicia, “Pietro Clavare”.

El segundo es cuando llegó a una editorial, también afanado y molesto, en compañía del carnicero del barrio donde vivía, para que su editor le confirmara a este que, efectivamente, le iba a pagar un dinero a Pedro, una vez este entregara el libro que estaba escribiendo, con lo cual le podría pagar la deuda contraída. Eso me lo contó Gustavo Mauricio García, quien era editor de Pedro en aquellos tiempos, y que cumplió con la sorprendente labor de calmar al molesto carnicero.

El tercero fue cuando su mujer de aquel entonces, una alemana con la que vivía en una finca en Cota, quemó las más de dos mil páginas escritas sobre Efraín González, tema en el que Pedro llevaba tantos años trabajando, pero sin ponerle punto final. Y ante la protesta desesperada del autor, la mujer le dijo: “usted ya se sabe esa historia, así que vuélvalo a escribir si es tan berraco”. Él decía que con eso ella le hizo un gran favor, aunque muy a las malas.

Y, claro, entre esas historias —esta más miedosa— no puede faltar la vez en que, gracias a una periodista amiga que se volvió amante del narco Carlos Lehder, Pedro le robó unas fotografías familiares que fueron publicadas en Cromos, lo cual le valió un atentado del que se salvó por la mala puntería del sicario (o a lo mejor porque se trataba solo de una advertencia). Ante este hecho, Pedro cogió sus pocas cosas y arrancó para México, país que amaba, donde compartió con gente que admiraba, como Carlos Monsivais, y permaneció allí por unos meses.

Entre todo esto, no puedo dejar de mencionar los muchos intentos de conquista a mujeres que le vi, siempre con su estilo de vieja usanza, siempre galante y siempre paciente. “Estás bellísima, primor”, les decía con gracejo de viejos tiempos a las mujeres que le llamaban la atención. “Pide lo que quieras, princesa”, también les espetaba, así no tuviera plata y fuéramos otros los que patrocináramos su galanteo que, según varios, funcionaba con efectividad, aunque yo nunca lo comprobé. De hecho, alguna vez en Villavicencio, a donde fuimos a un simposio de historia, me acusó de haberle “birlado” una conquista en la que llevaba toda la noche trabajando, aunque me lo dijo con resignación y buena onda, además, porque de verdad no pasó nada de nada (aunque quedaron fotos que pueden hacer pensar lo contrario).

Total, Pedro Claver tuvo varias mujeres de las que se acordaba siempre, desde su alumna de 16 años de un colegio en Cali con quien le tocó casarse, pues quedó embarazada; pasando por la mujer de gran mundo, pero esquizofrénica, que le prendió fuego a la casa en la que vivían; siguiendo con la alemana que había sido piloto, modelo, dueña de una granja en Cota, fanática del esoterismo, madre de dos hijos a los que Pedro les dio su apellido y que fue la que le quemó el libro; continuando con la bailarina y actriz que era maravillosa hasta que se le pasaba la dosis, y complementando con la exguerrillera del “Eme” que, según él, tenía mucho de ángel, pero también de demonio, lo cual le encantaba, pero también angustiaba. Claro que tengo que decir que solamente conocí las versiones de Pedro y en eso sí que valdría la pena ver lo que decían quienes estuvieron al otro lado de los hechos. Además, a pesar de las gratas experiencias y el cariño con que recordaba a estas mujeres, en la mayoría de los casos, sus relaciones no terminaron bien, pues, como decía, fueron como huracanes en las que se vivió al límite, pero al final se resultó perdiendo todo para volver a empezar.

Todo esto deja ver, con sus luces y sombras, las características de un personaje muy especial, a quien, de verdad verdad, le pasaba de todo, ya fuera en la calle de cualquier ciudad, el monte, las carreteras o algún espacio cerrado, siempre con nuevas historias que, aparte de ser interesantes y sorprendentes, no dejaban de preocupar, sobre todo porque se trataba de un hombre mayor que, según podríamos pensar, “ya no estaba para esos trotes”. Incluso, por ese desorden que, innegablemente, tenía, fueron varios los libros que perdió o los manuscritos importantes que se le quedaron en algún bar, una cabina telefónica, un taxi o un bus. También perdió varias oportunidades, como se dice que pasó cuando ganó, en compañía de Víctor Gaviria, un premio para llevar al cine su libro “La hora de los traidores”, sobre los últimos días del bandolero Jacinto Cruz Usma, conocido como “Sangrenegra”, pero que, por razones que no tengo claras (aunque, según me dijeron, por el desorden de tanta rumba) no pudo hacerse realidad.

Por todo esto es que su hija caleña, preocupada por lo mucho que se decía sobre las condiciones en las que Pedro se encontraba, vino a visitarlo para invitarlo a vivir con ella en Cali, oferta que a todos nos pareció ideal, pero que Pedro no aceptó, pues sentía que perdería su libertad que, así fuera en difíciles situaciones, le permitía una autonomía que, tal vez allá, no tendría. Mejor dicho, Pedro encarnaba la definición extrema de bohemia que, para algunos, podía ser decadente, pero que él manifestaba en su manera de ser al vivir sin horarios, conversando con todo el mundo, tomando tinto, bebiendo cualquier trago y alejado del abolengo que otros persiguen toda la vida. En esas, por ejemplo, recuerdo que alguna vez fuimos una mañana a la casa de una amiga de la alta sociedad y le ofrecieron un tintico a lo que él respondió, como si nada, “que pena, mi señora, ¿pero no tiene más bien una cervecita”? Total es que, al parecer, el guayabo estaba duro por lo que sí, nos dieron unas cuantas cervecitas y terminamos con un buen whisky (¡gracias, maestro!).

Vale decir que antes de que yo lo conociera, Pedro Claver siguió trabajando por varios años en algunos medios, dando charlas y clases en colegios y universidades (cuando no pedían título), y viviendo la vida bohemia que tanto le gustaba. Sin embargo, al dedicarse a la escritura de sus libros que, obviamente, le demandaba bastante tiempo, se desconectó un tanto de lo que estaba pasando en el sector periodístico, perdiendo contactos y quedando un poco al margen de esa movida. Por eso, sus últimos años (¿20?, ¿30?) fueron bastante difíciles, ya que solo vivía, salvo ocasiones especiales, de los anticipos y las pequeñas regalías que le pegaban por sus obras que, si bien seguían —y siguen— siendo importantes, estudiadas y leídas, no vendían masivamente. Esto hizo que se apoyara muchas veces en amigos que fueron verdaderos salvadores (y pienso en Jorge, en Fernando Cortés, en Víctor Gaviria, en Fernando Iriarte…), a veces en Bogotá, a veces en Medellín, a veces en Barbosa, a veces en Sesquilé o en cualquier otro lugar, donde por un tiempo podía quedarse y dedicarse a escribir con mayor tranquilidad. Claro que más de una vez la cosa terminó mal, como cuando en Sesquilé le botaron sus pertenencias a la calle, y nunca me quedó claro por qué.

Él, de todas formas, no lamentaba haber sido más organizado en otros tiempos, pues, a pesar de vivir en esa precaria situación que lo angustiaba (y es que obviamente no tenía pensión), lo que más le importaba era tener a salvo su computador y, sobre todo, una USB en la que tenía los archivos de viejos y nuevos libros en los que trabajaba casi todos los días. De hecho, hace unos pocos años le robaron el computador, lo cual fue un fuerte golpe, no solo para él, sino para los que estábamos cerca, como se leía en algunas notas de prensa en las que se mencionaron —y denunciaron— sus condiciones de vida.

Tengo que decir que me alejé un poco de él en los últimos años, pues le había pedido la escritura del prólogo para un libro que estaba haciendo sobre las guerras esmeralderas en Colombia y que, finalmente, se publicó en 2017 con el nombre de La Nueva Guerra Verde. Para mí habría sido un honor que, precisamente, el autor de un libro importante que relata los hechos que precedieron lo que el mío narra, escribiera el prólogo. Pero no, Pedro Claver me mamó gallo y nunca escribió el prólogo, tal vez porque andaba en otro cuento (estaba en Barbosa en ese momento, donde el alcalde le había dado un pequeño contrato), tal vez porque consideraba que solo él podía continuar narrando esa historia, o tal vez porque su ego le hacía sentir que un advenedizo le estaba quitando su tema. No sé, pero el caso es que no lo escribió y la dedicatoria amplia y rimbombante que iba a hacer para él se volvió mucho más escueta y simple, aunque no la omití, pues, sea como sea, mucho de lo que hago se lo debo a él y a otros como él.

Ese episodio me dejó, como dicen, “rabón”, por lo que tampoco quise regalarle el libro, aunque, a comienzos de 2020, poco antes del encierro por la pandemia, me lo encontré por la carrera 5 con Jiménez y decidí obsequiárselo, ahí sí con una gran dedicatoria en la que le echaba, de todas formas, vainas por haberme quedado mal. Él recibió el libro con gusto diciéndome que lo iba a leer con juicio, lo cual hizo, según me dijo en otra ocasión. Claro que después me encontré ese mismo ejemplar vendiéndose en el café literario de Jorge, que era el que Pedro más frecuentaba, y no lo compré, aunque me arrepiento de no haberlo hecho. Total, luego pensé que era obvio que eso hubiera pasado, pues Pedro andaba solo con lo que llevaba puesto y moverse con un libro ya leído lo embolataba, por lo que después lo vendía o regalaba.

Esa vez en que hablamos de la lectura de mi libro fue la última que lo vi y no supe de él durante la pandemia, lo cual me preocupaba, pues no sabía en qué condiciones se encontraba. Claro que siempre lo preguntaba y varios me dijeron que lo veían caminando por los mismos sitios entre la Luis Ángel Arango y un Oxxo que quedaba en la carrera 5, al lado de la Procuraduría General, pues no volvió al café de Jorge (y quién sabe si pasó algo). Ante esto, me prometí buscarlo, aunque no lo hice con juicio y lo lamento porque Pedro Claver Téllez partió de este mundo a sus 81 años y, a pesar de que ese es el destino que a todos nos queda, no deja de ser triste su muerte, sobre todo porque se fue sin obtener el reconocimiento que se merecía por todo lo que aportó a las letras y la investigación de la violencia en nuestro país. Esto, por supuesto, duele, sobre todo en un momento en el que, al parecer (me da la impresión), las grandes editoriales publican a los autores por el número de seguidores y “likes” en las redes sociales, así ni sepan juntar dos palabras coherentemente. Por el contrario, Pedro Claver dejó varios libros inéditos que no encontraron editorial y se quedaron en su USB, por lo que espero que alguien los tenga a salvo para leerlos algún día. Uno de esos trabajos inéditos es La Sargento Matacho, el cual, basándose en su relato, se convirtió en una película estrenada en 2015, pero que nunca se publicó como obra literaria, lo cual no deja de ser sorprendente. Espero también que varios de sus libros clásicos sean reeditados, pues valen mucho la pena, además porque Pedro Claver Téllez merecía que el país entero lo reconociera y despidiera como el gran escritor que fue. Quedo también atento a ver la serie documental Pedro y el Siete Colores de Víctor Gaviria que se estrenará muy pronto.

Quiero, por cierto, destacar y agradecer el libro de la escritora e investigadora Lorena Álvarez Restrepo Siete Veces Pedro publicado en 2020, y que recomiendo bastante, pues hace un detallado perfil —y merecido homenaje— del maestro, cuyos datos me sirvieron para conocer y recordar detalles de su vida que he plasmado en este texto.

El caso es que murió Pedro Claver Téllez, el cronista del “bajo mundo colombiano” (y mucho más que eso), el importante, querido y reconocido escritor que muchos seguimos por años; el maestro de quienes resultamos escribiendo; el recopilador de las historias de bandidos y chamanes en los poblados de Colombia; el investigador cuestionado por algunos por su supuesta falta de rigor en algunos datos, el hombre que vivió libre, rebelde y al margen de las veleidades del poder y el dinero; el que, a pesar de sus desordenes, sobrevivió muchos años sin esconder quién era; el que nunca dejó su trato respetuoso, galante y coqueto con las mujeres que le encantaban; el que siempre se alegraba de verme y el que fue un buen tipo al que las pequeñas (y a veces inmensas) embarradas no le mancillaban su grandeza. Y, sobre todo, se fue el que era mi amigo —lo más importante de todo— razón por la cual, como me pasa con todos los seres queridos que he perdido en los últimos tiempos, voy a extrañar mucho.

Eso sí, espero que, si existe otra vida en la que se deja de sentir angustia por las veleidades de la vida terrenal, el maestro esté tomándose algo bien sabroso —y ojalá bien acompañado—, brindando por su camino recorrido que, sin duda, valió mucho la pena. Claro que, conociéndolo como lo conozco, debe estar más bien en los sótanos del infierno rumbeando duro e investigando sobre las historias de los que, como él tantas veces, no quisieron seguir el camino acordado por otros para juntarse con los que perdieron el juego de la vida antes de empezar a jugarla.

Por eso y por mucho más, ¡brindo por su vida y obra, maestro Pedro Claver!

* Historiador y politólogo. Autor de los libros El ABC de la mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012); Manual de derechos humanos y paz (CINEP/PPP, 2015); La nueva guerra verde (Planeta, 2017) y Memoria histórica del FONCEP (Alcaldía de Bogotá, 2019).

Por Petrit Baquero * / Especial para El Espectador

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