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El bosque de los desaparecidos en la Reserva Van der Hammen

A propósito de la decisión que dejó sin efecto el fallo que aprobó intervenir la reserva forestal, recordamos los treinta y seis árboles que honran a víctimas de desaparición forzada en Puerto Torres (Caquetá) que están sembrados allí.

Carolina Ávila - @lacaroa08
25 de octubre de 2018 - 11:00 a. m.
Los hijos de Otoniel enterraron sus restos en Florencia y después viajaron a Bogotá a recibir el árbol sembrado en su honor.  / Óscar Pérez - El Espectador
Los hijos de Otoniel enterraron sus restos en Florencia y después viajaron a Bogotá a recibir el árbol sembrado en su honor. / Óscar Pérez - El Espectador

“La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti”. Leonor lee esta frase del poeta inglés John Donne, en voz alta y despacio en honor a su hermano Otoniel Lozano Mosquera, desaparecido en 2002 en el corregimiento de Puerto Torres, en Belén de los Andaquíes (Caquetá).

La frase está inscrita en la placa que da la bienvenida al Bosque de Paz y Reconciliación que desde el 2014 nació en la Reserva Forestal Thomas van der Hammen, al norte de Bogotá. Ella está ahí, junto con su hermana y los cuatro hijos de Otoniel, para recibir el árbol que lleva el nombre de su hermano. A finales de agosto de 2018, el cuerpo de Otoniel fue identificado por la Fiscalía tras más de una década de incertidumbre y de dolor para su familia. Su cuerpo les fue entregado un mes después.

Otoniel fue una de las 36 personas que el Frente Sur Andaquíes, de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), torturó, asesinó y enterró en fosas individuales clandestinas en este corregimiento entre el 2001 y el 2002, bajo la justificación de que eran guerrilleros o colaboradores de la guerrilla.

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En el 2002, un comité judicial que fue en búsqueda de los cuerpos descubrió las llamadas Escuelas de la Muerte en Puerto Torres, lugares donde los paramilitares les enseñaban técnicas de tortura a los más nuevos. Se apropiaron de la escuela Monseñor Gerardo Valencia Cano, la iglesia y la casa cural para cometer estas masacres.

En esos mismos lugares, la Fiscalía y el Instituto de Medicina Legal exhumaron y comenzaron el largo proceso de identificación de los 36 cuerpos encontrados en octubre de ese año. Al sol de hoy, solo 12 de estos cuerpos tienen un rostro, un nombre y una historia. Fueron entregados a sus familias después de una espera de 16 años. El resto siguen sin identificación.

Otoniel Lozano Mosquera y Javier Gaviria Perdomo fueron los últimos cuerpos identificados y entregados a sus familiares en septiembre de 2018. La entrega de su cuerpo vino días después acompañada de un acto simbólico en la Reserva Van der Hammen.

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El Bosque de Paz y Reconciliación nació precisamente a raíz de los detalles tan siniestros de este hecho. Liderados por Helka Quevedo, antropóloga forense e investigadora del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), colombianos muy ajenos a esta realidad, pero a su vez empáticos con el dolor de estas familias, sembraron 36 cedros en 2014 y los rodearon con un sendero que dibuja el mapa de Colombia visto desde el cielo.

La idea empezó a tomar forma en 2013, cuando comenzó la investigación para el informe “Textos corporales de la crueldad” del CNMH. Helka no quiso limitarse al trabajo forense, lejano y frío, de revisar las necropsias, sino que anhelaba conocer a las personas detrás de estos cuerpos; a las madres y padres que tanto tiempo llevaban esperando una respuesta sobre el paradero de sus hijos.

Así, durante la elaboración del informe, se contactó con los familiares de los primeros ocho cuerpos identificados en 2012 y ahí notó que de alguna forma tenía que conectarlos de nuevo con la persona que habían perdido. Comenzó a plantar árboles con la meta de identificar a los 36 cuerpos en su totalidad y poco a poco se sumaron personas que conocieron la iniciativa de forma muy cercana, hasta llegar a los 36 adoptantes de los árboles.

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La iniciativa tuvo desde el comienzo el apoyo del Jardín Botánico, la Fiscalía, el Instituto de Medicina Legal, la Unidad para las Víctimas y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, donde se encuentra otro de estos bosques. Ahora, cada vez que un cuerpo es identificado se invita a la familia a que reciba el árbol que algún colombiano adoptó y cuidó durante estos cuatro años. “El Bosque de Paz es una esperanza para esas familias y es un acto de amor para decirles que hay otros que piensan en ellos, que ese nombre que fue negado, o que en algunos lo sigue siendo, nos importa a otros colombianos. Dejan de ser esqueletos fríos para volver a ser personas con historias compartidas”, dice Helka.

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Otoniel Lozano Mosquera nació en Belén de los Andaquíes en 1962 y murió en Puerto Torres a los 40 años. Leonor ve cómo sus cuatro sobrinos reciben el árbol de una mujer llamada Tatiana, quien a pesar de vivir fuera del país, se los entrega por medio de Helka simbólicamente con una carta y una placa con el nombre de Otoniel.

Los cuatro entierran la placa cerca al cedro que va a vivir por más de 100 años con el nombre de su padre. Aunque la tristeza es visible en sus caras, también se sienten tranquilos porque recuperaron a su padre; saben lo que pasó con Otoniel. “Sabemos que no lo tenemos presente, pero le dimos una cristiana sepultura. Enterramos sus restos el 30 de agosto en Florencia, en el Cementerio Central”, cuenta Leonor.

Su hija, Johanna Lozano, que tenía diez años cuando dejó de ver a su padre, lo recuerda como un hombre trabajador. Cuidaba fincas, amansaba caballos, manejaba el ganado y sabía de agricultura. El día que desapareció iba a otro pueblo a recoger algunos papeles para que ella y su hermano Edinson pudieran entrar a estudiar. Nunca supo por qué se lo llevaron.

“Esta ocasión no deja de ser dura porque es recordar que él ya no está”, asegura. “Pero sentimos la tranquilidad de saber el sitio exacto donde ahora está descansando y que lo podemos ir a visitar”.

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Ese mismo día, también se bautiza a otro cedro con el nombre de Javier Gaviria Perdomo. Quienes cuidaron del árbol, Luis Alberto Colorado y su hija de 13 años, Juana Valentina, están ahí presentes para entregárselo a Andrés, quien tenía dos años cuando perdió a su padre, Javier.

Juntos le dicen: “En el momento en el que adoptamos tu árbol guardamos la esperanza de conocer algo más acerca de esa persona a quién estábamos honrando con ese cedro. A pesar de no conocer a la víctima ni a sus familiares, sentíamos que el compromiso como colombianos era manifestar el respeto por la dignidad de esa persona y de los miles de colombianos que han padecido los horrores de la guerra. Este árbol te pertenece a ti, Andrés, que hoy representa a tu padre Javier Gaviria y tiene mucho más significado que antes”.

Andrés está intranquilo y pide que le den un tiempo a solas frente al árbol. De fondo, suenan los acordes de una guitarra y la armónica. Él, finalmente, decide cantar unos versos:

“Quisiera encontrar la calma, a veces siento tanto dolor en mi pecho. Quizás mi camino no está tan derecho como quiero, pero soy sincero y canto porque me levanta. Quisiera decirle lo que nunca pude, pero mi corazón poco o poco se sacude. Me siento un poco triste por lo que ha pasado, pero sé que todo, todo ha terminado”.

Javier Gaviria murió a los 31 años.

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Según el Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), la guerra en el país dejó, entre 1958 y julio del 2018, un total de 80.514 desaparecidos. Siguen sin aparecer 70.587. Dentro de esos casos, están los 24 cuerpos encontrados en Puerto Torres que faltan por identificar.

Helka, al finalizar el acto simbólico, pide por un lado que en este bosque se sigan sembrando árboles con la esperanza de encontrar vivos a tantos desaparecidos, o encontrar sus cuerpos y poder entregarlos a la familia. Por otro lado, anuncia que el liderazgo de sembrar estos árboles queda en manos de la Fiscalía y la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas, entidad que surgió a raíz del Acuerdo de Paz con las Farc.

Este bosque es sinónimo de tranquilidad, por lo que evoca su paisaje verde y tranquilo, y porque simboliza el reconocimiento de un nombre, de una persona y de su historia que será recordado por algunos colombianos. También es un acto de reparación para las víctimas y, sobre todo, un aporte a la memoria de Colombia

Por Carolina Ávila - @lacaroa08

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