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Haciendo País

Alfredo Molano Bravo y su última visión de Colombia

Publicamos el último escrito del sociólogo y periodista (1944-2019), el prólogo para el libro “Colombia al borde del paraíso”, obra del fotógrafo suizo Luca Zanetti, con cuya mirada de país se identificó.

Especial para El Espectador
03 de noviembre de 2019 - 02:00 a. m.
La foto que mejor representa a Alfredo Molano Bravo, captada por su compañera de travesías y escrituras, María Constanza Ramírez. Y el libro de Luca Zanetti, fotógrafo suizo que recorrió Colombia durante 20 años y se siente orgulloso de que Alfredo Molano lo considerara un “Molano de la fotografía”. / Cortesía
La foto que mejor representa a Alfredo Molano Bravo, captada por su compañera de travesías y escrituras, María Constanza Ramírez. Y el libro de Luca Zanetti, fotógrafo suizo que recorrió Colombia durante 20 años y se siente orgulloso de que Alfredo Molano lo considerara un “Molano de la fotografía”. / Cortesía

1. La avioneta bordea la frontera del paraíso, la selva, y me lleva a mi primera impresión sobre ese mundo pleno de vida, donde parecería que se oyen crecer los árboles gigantescos, abrir las flores y silbar las serpientes. A veces, no siempre, un hilo de viento delgado hace bailar una hoja, solo una, de los millones que hay a su alrededor. La espesura, como también la llaman, es solitaria y se dijo algún día que era virgen. Sin embargo está llena de caminos que solo ven quienes los conocen y que siempre caen a las venas de agua: quebradas que sirven para saber dónde se está, o ríos —algunos enormes— que van o vienen para donde la gente quiere ir o fue. Y los ríos llaman a la gente a vivir en sus orillas, desde donde se ven peces saltando —bañándose en el aire— o remontando sus aguas, ofreciéndose siempre como el pan de cada día. (Perfil de Alfredo Molano Bravo).

Los ríos llevan al mar y allá también va la gente a vivir, en sus orillas, donde el manglar, un árbol, es rey; quizá no sea propiamente un árbol, sino un bejuco que crece en aguas salobres y crea con sus raíces —también ramas— un tejido vegetal, donde nacen y comienza a crecer, en sus aguas cálidas y barrosas, un vivero de moluscos —el más conocido, la piangua— y peces —el más apreciado, el sábalo—. Las mujeres los recogen para sus hombres y para sus crías. Los hombres tumban árboles gigantescos y asierran sus troncos. Y llevan a sus mujeres en hombros cuando son viejas.

En 1996 hice una maravillosa travesía con Constanza Ramírez por las selvas del Darién entre Apartadó, en el Urabá, y Yavisa, en Panamá. Muchos días de lluvia y sudor en que el caldo de un pez tan feo como nutritivo nos sacó adelante con la ayuda de cargueros del pueblo de Bijao, sobre el río Cacarica, el mismo que bombardeara unos meses después el general Rito Alejo del Río para que los paramilitares entraran a matar campesinos y preparar el terreno para cultivar palma.

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Las orillas de los ríos son fértiles, hijas de crecientes de aguas que han pasado —y pasan a menudo—, dejando tierra fresca donde el plátano, la yuca y la papa china se dan y crecen con solo mirarlas. El río es el camino hacia otra comunidad. En todas viven parientes de una y otra. El río les pertenece y ellas pertenecen al río donde viven. Llegaron a sus aguas huyendo del blanco, de la mina o de la hacienda. Llegaron buscando la espesura para defenderse y encontraron el mundo de donde sus sangres habían salido cientos de años atrás. Las selvas del Pacífico, protectoras, acogedoras como todas las selvas, tenían sin embargo una diferencia: eran también habitadas por nativos, una gente llegada antes, que conocían la selva y sabían servirse de ella. Quizás al comienzo, recelosas, ambas razas se repelieron. Quizá se mataron, pero, al final, los indígenas ofrecieron a los negros lo que sabían para vivir y los negros lo que sabían para alegrarse: las notas de la tambora, del guasá. Conviven como aguas de ríos paralelos que no suelen mezclarse.

Negros e indígenas están amenazados por caer presos en la “aldea global” del consumo. La tentación de lo nuevo, de lo práctico y, sobre todo, de no ser identificado como extraño a la cultura dominante han influido para que el comercio fuerce los cerrojos de sus costumbres y de sus formas de interpretar el mundo. ¿Cómo no desear una bota de caucho que defiende de espinas y culebras? Las prácticas que los han salvado de la desaparición son el trabajo en común. La minga, el convite, la mano cambiada, las decisiones colectivas son el espíritu de su unidad y de su fuerza. Arrastrar el tronco de un árbol de cincuenta toneladas a través de la selva para hacer un puente o una canoa es una tarea formidable del poder de una comunidad.

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2. La coca, tan condenada y perseguida por la Iglesia como una mata diabólica durante la Conquista y hoy igualmente perseguida por la legalidad mundial impuesta por EE. UU., es a su vez una palanca de la productividad, de hacer más en menos tiempo; un camino condenado, pero al mismo tiempo protegido con las mismas armas con que es atacado. La avioneta y su veneno protegen el precio de la cocaína y salvan a la gigantesca economía del derrumbe. La avioneta es un instrumento del equilibrio entre oferta y demanda. Como lo es el submarino en que los empresarios de la cocaína la llevan a puerto seguro en América Central, para meterse por los mil caminos abiertos por los dreamers en el baluarte del puritanismo norteamericano.

3. El cultivo de la coca no ha sido una estrategia del mal para destruir una niñez sana, rubia y rozagante; ha sido, de un lado, una práctica alimenticia y ritual en que se condensan muchos siglos de sabiduría andina y amazónica. La coca es sagrada para los indígenas dominados o influidos por la cultura de los incas; pero también fue un descubrimiento de los campesinos expulsados por la ampliación de las haciendas, cercados por la cultura del consumo y por las fuerzas que defienden el bien de los que están bien.

Los campesinos que, desde el principio del siglo pasado, han luchado contra la selva para hacer una finca y librarse de ser peones o migrantes, encontraron, después de bordear la miseria, un modo de vida independiente tumbando y quemando selva para sembrar unas manotadas maíz y unas matas de yuca y plátano apenas para sobrevivir. Fue el precio pagado por la dignidad. Pero un día llego la coca, una mata que conocían sus abuelos pero que había sido olvidada. “Llegó —como algún colono me lo repitió a orillas de río Guaviare hace ya casi cuarenta años—: del cielo. Nadie la estaba buscando, pero llegó”. Llego y venció. Venció al trabajo sin remuneración, al sudor desperdiciado y sobre todo a la distancia. Ya no tenía el colono que cargar a la espalda o en mula o en canoa el maíz para venderlo a un negociante; ahora podía llevarlo en un talego colgado a la cintura.

No fue una cuestión solo de peso; en la bolsa llevaba una especie harina que le había costado menos trabajo que el maíz y que podía venderse con facilidad a mucho mejor precio que cualquier cosa cultivada en la chagra. Su trabajo fue así, por primera vez en la historia, bien retribuido. Pero ahora, tuvo que enfrentar la misma fuerza que significaban los bajos precios, las largas distancias, la falta de crédito, abonos, vías, educación y salud, representados en la brutalidad de las fuerzas del orden quemando ranchos, envenenando montes, bombardeando caminos, matando animales y obligando a la gente a huir o a enfrentarse con las manos limpias a una tropa armada hasta los dientes. Algunos “huyentes” se toparon en su fuga y en medio de la selva con fuerzas insurgentes, opuestas a los gobiernos desde hacía muchos años; las conocían y convivían a trechos con ellas. De alguna manera tenían el mismo origen: las guerrillas no eran otra cosa que campesinos excluidos de la tierra y a quienes desde mucho tiempo atrás se les había perseguido por razones políticas.

Ahora en armas compartían con los colonos la bonanza de la coca como antes habían compartido el hambre. No fueron ajenas a las manos llenas que ofrecía la coca y con lo que atrapaban compraron uniformes nuevos y armas poderosas. Miles de muchachos y muchachas se unieron a sus filas y convivían armados con colonos y campesinos, con comerciantes y autoridades locales. Peleaban y gambeteaban al Ejército y a la Policía en medio de esperanzas y desesperanzas.

La guerra, con el auspicio militar e ideológico de Estados Unidos, se hizo feroz. Los métodos más sucios fueron usados como armas legítimas. Los bombardeos contra campesinos, las masacres hechas a motosierrazo limpio por fuerzas aliadas de la institucionalidad —bien llamados paramilitares— sembraron el terror, el pavor y el silencio en campos y pueblos: la mutilación de cuerpos vivos antes de ser asesinados, la desaparición forzada, los homicidios en campos de batalla ficticios —llamados falsos positivos—, todo crimen fue justificado en aras del bien, del orden, de la libre empresa.

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4. El avión Douglas DC 3 es, según los conocedores, el aparato más perfecto en términos de peso, potencia de los motores y tamaño de alerones. La primera vez que monté en avión fue en una de estas fantásticas máquinas, entre Bogotá e Ibagué, en 1950, año en que el DC3 cumplía quince años. Fue un avión que revolucionó las líneas aéreas comerciales, por su versatilidad y su papel en la Segunda Guerra Mundial. Más tarde, en los Llanos volé muchas veces a La Macarena, San José del Guaviare y San Felipe, en el Rionegro, en esas naves que me provocaban una mezcla de pavor y pasión. Los llamaban los camperos del aire y en su panza larga y redonda cargaban desde vacas hasta canecas de gasolina.

Era emocionante sentir cuando el piloto aceleraba al 100 % los motores en la cabecera de la pista antes de soltar el avión como un potro a montarse en el aire, raspar las copas de los árboles y meterse entre las nubes. Era una casa en el aire, una gran tienda, una bodega volante. La gente quería el DC3 porque era el gran salto hacia el otro lado y esperaba días y semanas volver a oír sus motores, que anunciaban la llegada de la mujer, de la mercancía, del remedio urgente. El DC3 transportó en sus entrañas miles de toneladas de coca, con la complicidad de las autoridades militares y de policía, por llanos y selvas. Miles de cabezas de ganado de un hato a otro, y millones de viajeros siempre acompañados de una caja de cartón amarrada con cuerdas de fique. El avión dejaba al irse una estela de polvo largo, un adiós nostálgico.

No muy lejos de San José del Guaviare, en Caño Macú, entrevisté en 1983 a un colono santandereano alto, rubio, que miraba a su alrededor con desconfianza mientras hablaba. Parecía que esperara el zarpazo de un tigre mariposo o que se nos apareciera, para dar testimonio de lo que me contaba, un indio macú. La historia era brutal: los macús, decía, se comen las pepas de los árboles, sus retoños, pescan con las manos vacías y “son capaces de montarse en una danta correteándola”.

Me contó que el Instituto Lingüístico de Verano, que traducía la biblia a lenguas indígenas, y levantaba grandes sospechas sobre su actividad, se había robado a una macucita de trece o catorce años, linda —“porque los macuses son lindos”— y se la había llevado para EE. UU. a estudiar su cuerpo y aprender su legua. Abundaba en detalles. El exterminio de los macús ha sido el etnocidio más brutal que el país ha presenciado callado e indiferente. La colonización, los cultivos de coca, los negocios, la ganadería los cercó poco a poco hasta empujarlos a los basureros de San José, donde rebuscan desperdicios de comida para sobrevivir, ya no como una comunidad que andaba siempre junta, sino como individuos desesperados que parecieran vivir solo para denunciar la brutalidad del capital que arrasa las selvas para sembrar coca, extermina comunidades indígenas para sacar madera y meter vacas y, al fin, arma a los paramilitares para defender la democracia con motosierras a discreción .

5. Conocí los Llanos orientales cuando eran llanos, cuando no había cercas de púa y el ganado en las sabanas pastaba libremente en sus querencias que llamaban madrinas; existían aún potros cerreros y el cachilapeo era más una costumbre que un delito. Los guerrilleros de Guadalupe Salcedo habían entregado las armas al presidente Gustavo Rojas Pinilla pocos días antes de que yo mirara el llano desde el alto de Buenavista y sin respiración había dicho, como todos los que conocen esos horizontes desde allí: se parece al mar.

De Bogotá a Villavicencio se gastaba el día entero y otro día de Villavicencio a San Martín. Hoy se puede llegar a Humadea, donde mi familia tenía la finca, en unas horas, por carretera pavimentada de peajes, con controles de velocidad y policías al acecho y abiertos al soborno. Son los síntomas de la modernización de la región. Hacia 1970 se descubrieron grandes depósitos de petróleo y se explotaron con avidez. Los oleoductos hicieron su mapa y las tierras se valorizaron al ritmo en que los carrotanques salían y entraban por las trochas para sacar el crudo, porque los tubos no daban abasto. Los llaneros cambiaron sus sombreros de fieltro por los cascos de plástico, sus cotizas por botas y su caballo por motocicletas. Al mismo tiempo, del Guaviare los buses y camiones no traían solo pasajeros y plátano, sino también pasta de cocaína para ser cristalizada. Los cultivos que habían comenzado en La Macarena echaron río abajo por el Guayabero, saltaron al Meta y florecieron en el Caguán.

Miles de carrotanques, bajo la mirada cómplice de las autoridades, transportaban gasolina para procesar la hoja de coca. San José, Granada, Villavicencio se volvieron ciudades de grandes centros comerciales. Pese a la guerra contra la droga declarada por Estados Unidos y llevada a cabo por Colombia o, mejor, por esa misma causa, los alijos cogidos por la Policía antinarcóticos no se medían en kilos sino en toneladas. Petróleo y cocaína —combustibles del consumismo— dominaron el Llano y lo transformaron en un imperio gobernado por el paramilitarismo.

La guerrilla fue expulsada de sus territorios históricos y empujada hacia los llanos profundos, donde montó un sistema tributario severo que le permitió formar un ejército que quizá llegó a tener cerca de 20.000 hombres y mujeres en armas. Estados Unidos, sintiendo el peligro, redactó en inglés el Plan Colombia y los mandatarios de turno lo tradujeron en US$5.000 millones en armas aéreas, que mostraron pronto una superioridad estratégica abismal. A pesar de que las guerrillas tenían una gran capacidad de resistencia y de sostener una guerra mucho tiempo, optaron por un acuerdo con el Gobierno y firmaron en La Habana el desarme y el sometimiento a la Constitución vigente. El futuro para la insurgencia desarmada puede andar por el mismo camino que siguieron los guerrilleros de Guadalupe: en cinco años los comandantes llaneros habían sido asesinados uno por uno.

He mirado con asombro las fotografías tomadas por Luca Zanetti, porque son fieles a lo que mi ojo miró en los mismos ríos, en los mismos montes y en los mismos aires a donde su cámara aguda e inquieta nos lleva con este libro, que es la memoria de un país al que la violencia transformó y desmembró.

El último libro con el que Molano Bravo se sintió identificado

El libro Colombia al borde del paraíso fue editado por el sello suizo Scheidegger and Spiess Publishers y es el producto de 20 años de viajes de Luca Zanetti por Colombia. Un centenar de fotos están acompañadas por el prólogo de Alfredo Molano Bravo y textos de la periodista colombiana Anamaria Bedoya Builes. Zanetti (Mendrisio, Suiza, 1971) fue llevado por su madre, la fotógrafa Pia Zanetti, a conocer los problemas de Nicaragua a mediados de los años 80. Allí observó cómo acercarse a la fotografía humana. En 1991 se unió a la agencia de fotógrafos Lookat y luego, durante cuatro años, estudió en el Departamento de Fotografía de la Escuela de Arte y Diseño de Zúrich, hoy ZHdK. Su primer proyecto a largo plazo fue Ochenta días alrededor del mundo, como el héroe de Julio Verne, Phileas Fogg. Aparte de Colombia, ha trabajado en Nicaragua, Brasil, Perú y la República Centroafricana.

La obra de un gran caminante de Colombia

Alfredo Molano Bravo (1944-2019) fue un investigador de la historia de la violencia en Colombia, no desde un escritorio sino a pie, con los tenis puestos, un oído atento al testimonio de los marginados y una pluma eficaz para dejar constancia de esa realidad. Por  vida y obra recibió en 2014 el doctorado honoris causa en sociología de la Universidad Nacional y en 2016 el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar.  Recomendamos 26 de sus  libros:
» 1982. “Los bombardeos de El Pato”
» 1985. “Los años del tropel”
» 1987. “Selva adentro (el Guaviare)”
» 1988. “Dos viajes por la Orinoquia” (con Fray José de Calasanz)
» 1989. “Siguiendo el corte: relatos de guerras y de tierras”
» 1990. “Aguas arriba: entre la coca y el oro”
» 1990. “La tierra del caimán” (con Ramírez)
» 1993. “Así mismo”
» 1994. “Trochas y fusiles”
» 1995. “Del Llano llano”
» 1996. “El tapón del Darién” (con  Ramírez)
» 1997. “Rebusque mayor. Relatos de mulas, traquetos y embarques”
» 2000 “Mompox, Soplaviento, Calamar, Mahates y Morales” (con María C. Ramírez)
» 2001. “Desterrados”
» 2002. “Apaporis” (con María C. Ramírez)
» 2004. “Al margen izquierdo”, columnas en El Espectador
» 2004. “Penas y cadenas”
» 2006. “Espaldas mojadas”
» 2009. “Ahí le dejo esos fierros”
» 2009. “En medio del Magdalena Medio”
» 2011. “Del otro lado”
» 2012. “Otros rumbos”
» 2013. “Dignidad campesina”
» 2016. “A lomo de mula”
» 2017. “De río en río”
» 2017. “El destino de la luz”

Por Especial para El Espectador

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