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De hierro me hago al andar, la historia de Betty Loaiza

Ni un solo día, Betty Loaiza cerró su salón de clases cuando el conflicto por poco destruye a San Carlos, Antioquia. Una vez cesaron los combates, fue maestra de desmovilizados y ahora es partícipe de la reconstrucción del municipio. 

Mariana Escobar Roldán
24 de diciembre de 2017 - 01:00 p. m.
En San Carlos (Antioquia), guerrilla, paramilitares y Ejército participaron de 33 masacres. / Fotos: Laura Montoya Carvajal
En San Carlos (Antioquia), guerrilla, paramilitares y Ejército participaron de 33 masacres. / Fotos: Laura Montoya Carvajal

Camino a la escuela

Betty, por los caminos de San Carlos, tu pueblo, parece que jamás se hubiera escuchado el eco de un disparo.

A lo largo del filo que conduce a la vereda El Tabor, aparece Fanny, sofocada por el calor de la tarde, después de media jornada en los cultivos de café. Su sonrisa, con todo y el bochorno y un pasado de miedo y exilio, parece la más boyante del oriente de Antioquia.

Miguelito Castaño, líder invencible de la vereda Hortoná, mientras bebe un sorbo de aguapanela fría y se acomoda para una foto su camisa blanca de domingo, cuenta que el Ejército lo acusó de “bolear candela” con la guerrilla y que más de una vez, cuando arreciaban los combates, tuvo que esconderse monte adentro por días. Sin embargo, para él, tener a la familia viva y ver crecer 12 hectáreas de maíz y caña, lo hacen el hombre más afortunado del mundo.

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Ángela Escudero, de Dosquebradas, reconstruye un rancho, levanta platanales, siembra yuca, cuenta anécdotas a carcajadas, y así calma la pena de que en su calle le hayan matado al tercero de sus cinco hijos, a Pedro Alfonso Giraldo Escudero, mientras ella veía las parodias de Jaime Garzón en la pantalla.

Por los caminos de San Carlos, Betty, los niños se bañan en las quebradas y cascadas; afuera del cementerio juegan los perros; en los graneros, farmacias y cantinas, la gente saluda amable a los foráneos. Parece como si todos se hubieran armado de una fortaleza sobrehumana.

Pero tan extrema fue la violencia, que tu pueblo ni siquiera alcanzó a contar a sus muertos. ¿Contaste a los tuyos o los olvidaste?, ¿recuerdas el rostro de los que viste en las calles?, ¿supiste de los que descuartizaron y pusieron como trofeos en el parque?, ¿sabías sus nombres?

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Desde que eras una estudiante de colegio, hasta hoy, cuando estás por jubilarte como maestra, a tu municipio han llegado seis grupos armados con odio, tropas, fusiles, granadas y cilindros.

Debes saber que algunos arribaron en busca del bien más preciado de tu pueblo: el agua. Otros, queriendo ganar territorio, y otros más, obsesionados con arrebatarles el poder a unos o a otros.

Lo cierto es que guerrilla, paramilitares y Ejército participaron de 33 masacres; y en tus campos sembraron tantas minas, que en ningún pueblo colombiano los niños, campesinos y uniformados han pisado más de estos artefactos que en el tuyo.

Mientras caminabas a la escuela, Betty, ¿imaginaste alguna vez que bajo la maleza podría estar la muerte enterrada?, ¿a quién te encontrabas?, ¿a qué le temías?, ¿con quién llorabas?, ¿cómo eran tus noches antes de coger la trocha?

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***

Desde las seis de la tarde, hasta bien entrada la madrugada, sonaban balas y explosiones. Paraban cuando llovía o cuando se fatigaban los ejércitos, pero casi siempre los combates duraban toda la noche.

Después de esa pesadilla, me despertaba y preguntaba -¿por dónde fue? Si había sido por un lado, cogía camino por el otro, pero sabía que si dejaba de ir a la escuela un solo día, al siguiente me iba a dar más terror. Por eso nunca me ausenté.

Como era directora de la escuela de Vallejuelo, reunía a los maestros y les decía que cada uno tomara la decisión de ir o no, que cada uno asumiera su miedo. Sin embargo, antes de salir, el pánico nos invadía a todos. A unos más que a otros, o al menos la fuerza de unos era mayor, pero cruzar la puerta de la casa cada mañana era una batalla que costaba librar.

Nuestra escuela fue la única de San Carlos que nunca cerró. Siempre había algún valiente que fuera a acompañar a los niños, mientras las otras instituciones, o tenían que clausurarse porque todos los estudiantes de la vereda se habían desplazado, o los profesores no podían ir a abrirla.

Yo, a diario, a las 5:30 de la mañana, me iba con la cabeza agachada, porque sabía que por ahí estaban los paracos o la guerrilla, y si miraba a uno, el otro iba a pensar que era enemiga.

Tenía un radio pequeño y escuchaba la emisora del pueblo a todo volumen. Sonaba la misa, el rosario; sonaban boleros, guasca, baladas. Era la única forma de que no me espantara con cualquier ruido de la carretera.

Con la violencia ningún carro quería ir a Vallejuelo, de manera que casi siempre me iba a pie. Si iba a buen paso, el recorrido tardaba una hora; si me iba lento, casi dos horas. A veces me prestaban una bestia, pero cuando uno camina tiene tiempo para pensar y para rezar.

Muchas veces estaba esa gente acampando. Se veían los fogoncitos donde calentaban la aguapanela y las cabuyas donde ponían a secar los uniformes. Se paraban en los filos a saludarlo a uno. –¡Buenos días, profe! –me gritaban, pero yo no le respondía a ninguno.

A veces era el Ejército; otras, los paramilitares, y, casi siempre, la guerrilla. Era como si se turnaran para llegar, aunque Vallejuelo era terreno de las Farc y del Eln.

De vez en cuando me paraba un tipo de esos, un paramilitar.

-¿Qué lleva ahí en ese bolso? -le preguntaban a uno.

Respondía que comida y libros, y ellos insistían en que uno cargaba cartillas de la guerrilla para enseñarles comunismo a los niños, que se las mostrara, y cuando comprobaban que no había nada de eso, decían que si veía a la guerrilla por Vallejuelo, le avisara.

Ómar, el profesor de matemáticas, el más aguerrido, casi siempre me acompañaba. Sólo una vez, cuando la cosa estaba muy caliente, me dijo a medio camino:

-Betty, no soy capaz de seguir, me quiero devolver.

Le respondí que tranquilo, que entendía, aunque por dentro me comían los nervios de tener que continuar sola.

-¿Y usted va a seguir? –me preguntó apenado.

Le dije que sí, que si me dejaba ganar del miedo, nunca más iba a ser capaz de ponerme en pie. Otra cosa era si nos amenazaban o nos devolvían de arriba, pero esa incertidumbre de “¿será que más adelantico hay un muerto?, ¿será que por la vuelta nos están esperando?, ¿será que pusieron una mina en el camino?”, esa no me iba a poder.

Como Ómar, a los otros docentes también los vencía el miedo de vez en cuando, y se pegaban de cualquier cosa para no tener que ir a la escuela.

En una ocasión, por ejemplo, viajé a Medellín, no recuerdo por qué. Llegué un jueves y Matilde, una profesora, me avisó:

-Betty, nosotros desescolarizamos y mañana no vamos a ir a dar clase. -¿Pero qué pasó? –le pregunté entre asustada y brava. -Es que hay una gente muy rara en la vía –me dijo ella toda achantada.

-¿Y es que usted no sabe, pues que hay gente de otras veredas que están arreglando las cunetas y los huecos? ¿Usted sí sabe lo que pasa cuando nosotros no venimos a la escuela? ¿Sí sabe que los papás se llenan de miedo y no vuelven a mandar a los niños? ¿No se da cuenta de que eso les da entender a la guerrilla y a los paramilitares que lograron asustarnos –le respondí furiosa.

Y preciso, el domingo me llamó doña Berta, la mamá de un muchachito:

-Ay profesora, por Dios, ¿ustedes qué fue lo que hicieron? Imagínese que el viernes, como no vinieron, subieron las autodefensas. La guerrilla entendió que los maestros habían llamado a los paracos, y que por eso no habían dictado clases.

La tranquilicé y le dije que no me iba a quedar sin trabajar, que el lunes iba y que, como no había visto nada, no era yo la que había desescolarizado, no tenía por qué esconderme.

Ese mismo día, después de la misa de las siete de la noche, cité a los 10 maestros de la escuela. A cada uno le pregunté: -¿Usted vio algo en la carretera?, ¿usted les avisó a los paracos que no íbamos?, ¿usted va a ir mañana? –y todos respondieron no, no, sí.

Al lunes llegaron nueve. Faltaba una, Lilia*, que casualmente tenía un primo en los paramilitares.

Lo noté y confirmé que algo sí tuvo que haber dicho ella, cuando al ratico vi que venía Iván, uno de mis estudiantes, corriendo y con la carita del color de un papel.

-¿Mandaron por mí?, ¿me van a matar? –le pregunté yo, que por esos días andaba muy nerviosa.

-No. A usted no, profe. Es a otra profesora. Yo venía, y en el camino me salieron dos tipos armados que me preguntaron por cada uno de ustedes. Perdón, profe, pero me asusté mucho y les tuve que decir.

Le di agua, lo tranquilicé, le dije que no había hecho nada malo, y que con calmita me fuera contando lo que le preguntaron.

-Profe, necesitaban a un profesor del que no sabían el nombre, entonces tenía que decirles cómo se llamaban todos ustedes y ellos iban respondiendo si era al que buscaban: ¿la profesora Betty? Que no, que ellos sabían que usted era buena gente. ¿El profesor Luis, el barrigón? No, ese tampoco es, y así les fui mencionando uno por uno, pero de los nervios se me olvidó el nombre de la profesora Lilia, entonces les expliqué que era una pecosa y gordita, y de ella, profe, de ella me dijeron que iban a matarla.

Después de eso Lilia no volvió más. Nadie sabe a dónde fue.

Los demás maestros seguimos trabajando, y a excepción de alguna vez que a un niño se le fue un balón a la quebrada, y allí encontró dos bultos de dinamita metidos en un costal, el camino a la escuela parecía tranquilo.

Eso sí, el dolor más grande que uno pueda imaginarse se siente cuando hay que pasar por encima de un cadáver y no se puede hacer nada. Es mil veces peor que cuando muere un perro y uno ve que los carros andan por el lado como si nada.

A mí me pasó. En la vía, llegando a la escuela, encontré el cuerpo de un niño de unos 12 años. No era de la zona, y lo habían asesinado en la noche, porque las manitos ya estaban frías.

Faltaba media hora para que llegaran los estudiantes, y sólo rezaba para que algo pasara y no tuvieran que encontrar el cadáver. Sabía que si levantaba al niño, los que lo mataron iban a pensar que yo era del bando contrario. La ley era que los muertos no se tocaban, pero me importó un rábano y salí corriendo a buscar cobijas y sábanas entre los vecinos.

-Ay profe, nosotros se las prestamos, pero queda bajo su responsabilidad, porque nos da miedo –me decían todos.

Y como a mí se me quitó el miedo, lo envolví bien entre una cobija y una sábana, y lo cargué hasta la casa de un señor de la comunidad. Llamé a la Policía y lo primero que me preguntaron fue:

-¿Usted sabe quién lo mató?

-Qué voy a saber, no le digo que lo encontré en la carretera con la carita y el pecho destrozados –les respondí.

Mientras hacían sus averiguaciones le pedí a mi suegra, que ayudaba a realizar las necropsias en el cementerio, que por favor me recibiera al niño. Allá llegó y le dimos cristiana sepultura, pero la respuesta de la policía fue para morirse de la ira:

-Ay profesora, nosotros no podemos hacer nada, porque ese niño es de las Farc y no nos permiten recoger a un guerrillero –me dijo el señor uniformado con toda tranquilidad.

-¡Huevones!, ustedes bastantes y con escopetas, y yo sola y desarmada, y, vea, tengo hasta más berraquera –le alegué antes de colgarle.

Desobedecimos a la guerra

Es difícil entender cómo tu pueblo jamás sucumbió, cómo no respondió con plomo al plomo, por qué no convirtió su rabia en ríos de sangre, sus labriegos en ejércitos y sus huertas en campos de batalla.

En San Carlos, dice el grupo de Memoria Histórica, hubo todo un repertorio de acciones individuales y colectivas, anónimas y no anónimas, de negociación, confrontación, desobediencia y oposición a las estrategias de guerra. Acciones de rechazo a injusticias, como las vacunas, los intentos de llevarse a los niños, las listas de muerte, la desaparición o el desplazamiento forzado.

Unas 150 familias que nunca se fueron del municipio, que decidieron mantenerse frente al miedo, el desabastecimiento y la soledad, hicieron posible que San Carlos no se borrara del mapa y de la historia. Ahí estaban los Loaiza: hijos, padre, madre, nietos y, sobre todo, tú.

Más de una década después del terror, un domingo de octubre en tu casa de San Carlos, tu madre madruga a cocinar fríjoles para la familia entera. Tus hermanos se sientan en la acera y saludan con agrado a los vecinos. Tu hijo menor y tu esposo llegan estridentes y enérgicos del entrenamiento de fútbol. Tu hija mayor procura que Isabel, tu primera nieta, te deje contar los fragmentos más agridulces de tu vida, que a veces me parece que no es tuya, sino que fue hecha para entregarla a otros.

Los investigadores dicen que ustedes sobrevivieron por imperceptibles actos cotidianos de protección, acomodamiento y neutralización, y porque desafiaron y subvirtieron el día a día de la guerra con dignidad y autonomía.

Pero seré franca y diré que para mí no hay explicación posible al heroísmo de los tuyos. Para mí, a San Carlos lo salvó un milagro, un milagro de Dios, de las estrellas o de la lluvia, que sólo tus muertos sabrán contar.

***

Otra guerra como la nuestra no podría soportarla. No tendría fuerzas. En ese entonces, tres cosas me mantuvieron viva y cuerda: Dios, los libros y el perdón.

Aquí, en San Carlos, podría decirse que mientras unos mataban, otros orábamos para que esos asesinos se arrepintieran.

Cada que había una balacera, el párroco Óscar Alzate salía con la custodia por todas las calles, mientras los grupos se daban plomo. Era impresionante ver cómo a los que llevaban las armas nada les importaba: ni los enemigos, ni la gente que se escondía en sus casas, ni las autoridades, pero cuando el padre armaba procesión, misteriosamente todo se calmaba.

En una mañana, sacaron a un muchacho de una de las casas, le cortaron la oreja y lo arrastraron en una moto delante de la mamá. En ese momento el padre nos avisó a todos por la emisora del pueblo, nos dijo que antes de que tiraran el cuerpo al río saliéramos, que no importaba si no nos habíamos bañado, pero que teníamos que recuperar a ese muchacho, que no íbamos a llorar a otro desaparecido.

La escena era la de un tipo arrastrando un cuerpo a toda velocidad por el pueblo, y el cura y la gente corriendo detrás con la custodia. Al final, el motociclista se cansó de dar vueltas y logramos recuperar al joven.

Pero sobre todo el perdón le ayudó a mi pueblo.

Cuando fue mermando la guerra, a las escuelas entró mucha rabia en los niños. Ellos son muchachos que a los 6 o 7 años presenciaron horrores, se tragaron el miedo entero, perdieron la esperanza al ver que a sus padres y amigos les quitaban todo, y nadie los ayudó a sanar y a controlar el pánico que dejó el conflicto en San Carlos.

Además, con la reinserción de los paramilitares, los niños sintieron que ser malos valía la pena. Vieron que a los que asesinaron a sus familiares, desaparecieron a sus vecinos y reclutaron a sus amigos, eso les generó intereses económicos, les dio moto, casa, novia y respeto entre el pueblo, que en realidad era miedo.

Era muy duro llegar al colegio, ver a un niño llorar, preguntarle qué le pasaba y que él dijera: no, es que yo fui a la Alcaldía y allá está el que mató a papá, está de portero.

Sin embargo, cuando eso pasó, San Carlos ya había hecho muchos años de oración y éramos incapaces de ponernos a juzgar. Aprendimos a verlos distinto, sin odio.

Digo que nuestro proceso de paz empezó desde que pedimos el perdón para ellos. Por eso, también digo que los procesos de paz son de todos los días, no de un año ni una época.

En verdad el miedo nos acobardaba en San Carlos, pero dijimos no más, y cuando llegó la reinserción, cuando los asesinos de nuestra gente empezaron a andar por nuestras calles, a vivir en nuestras casas y a comer en nuestra mesa, yo, por ejemplo, fui capaz de ser una de las maestras que les dictó clase.

Por tantos años en combate se les había olvidado leer, escribir, sumar y restar. Era como si tanta maldad les hubiera borrado todo lo bueno. Muchos no querían volver a estudiar, pero era un requisito de la reinserción.

¡Dios mío, fue muy difícil! Entre ellos mismos se insultaban, peleaban, renegaban, decían que lo que yo les decía no servía, pero algunos salvaban las manzanas podridas y calmaban los ánimos. Incluso, cuando algunos pensaban que lo mejor era volver a las armas, había compañeros que los convencían de quedarse. Esos fueron los que graduamos con honores, como los mejores bachilleres. Reconozco que les cogí cariño.

Los sancarlitanos no olvidamos, es imposible. Sabemos quiénes participaron de las masacres, pero aprendimos a convivir con ellos. Fue difícil perdonar, pero si no hubiera sido así, ¿cómo hubiéramos salido del hoyo negro?

Ojalá esta historia no se repita, pero uno piensa que a nuestros abuelos les tocó la violencia de la “chusma”, que muchos de ellos, incluso, fueron “chusmeros”, y ahora son hombres de bien. Entonces sabemos que estos muchachos también van a ser abuelos de bien, y sus nietos, nietos de bien.

La gente no cree que en mi pueblo puedan estar los hijos de los asesinos con los hijos de las víctimas en un mismo salón de clases. Pero es cierto, y en San Carlos ya nadie protesta por ello.

** Esta es una de las 16 crónicas de “Sin armas ni nombre propio”, trabajo ganador del Premio Nacional de Periodismo del Círculo de Periodistas de Bogotá, en la categoría tesis de grado 2015.

Por Mariana Escobar Roldán

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