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El viaje de las madres de Soacha al “fin del mundo”

Para conmemorar una década de los falsos positivos, el colectivo de mujeres recorrió los 633 km que sus hijos anduvieron hasta Ocaña (Norte de Santander), antes de ser asesinados y reportados como “bajas en combate” por el Ejército.

Juan David Moreno Barreto / @judamoba
21 de octubre de 2018 - 12:00 p. m.
Gloria Astrid Martínez, madre de Daniel Alexánder Martínez, recuerda a bordo del bus que su hijo salió de la casa el 6 de febrero de 2008 y solo ocho meses después pudo velar su cuerpo. /Fotos: Cristian Garavito
Gloria Astrid Martínez, madre de Daniel Alexánder Martínez, recuerda a bordo del bus que su hijo salió de la casa el 6 de febrero de 2008 y solo ocho meses después pudo velar su cuerpo. /Fotos: Cristian Garavito

Tan pronto se bajó del bus, las luces de la cámara iluminaron su rostro. Eran las 12:00 de la noche del domingo 14 de octubre en Ocaña (Norte de Santander). Tras un viaje de 17 horas por tierra, Carmenza Gómez Romero se encontró con la mirada de Jason Ramírez, amigo de Víctor Fernando, su hijo asesinado hace diez años por miembros del Ejército. “Sí ve, mijo, los trajeron hasta el fin del mundo”. La risa que caracteriza a Jason, un rapero de la Comuna 01 de Soacha (Cundinamarca), se apagó. Tomaron sus maletas y los retablos que tenían estampadas las fotografías de las víctimas y emprendieron una marcha hacia la penumbra.

La cita para hacer la travesía de 631 km en conmemoración de los diez años del asesinato de sus hijos la habían fijado varios meses atrás. El colectivo Madres de los Falsos Positivos (Mafapo) tenía la intención de regresar al lugar a donde sus familiares fueron llevados mediante engaños, con falsas promesas de trabajo.

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Querían contemplar los últimos paisajes que ellos vieron, caminar por las veredas por las que fueron conducidos con fusiles del Estado apuntando a sus espaldas, y de ese modo sacudir la memoria del pueblo ocañero. Querían contar lo que no se ha dicho, volver a rasguñar las tierras de las fosas en donde fueron encontrados sus familiares y exigir en voz alta la justicia que aún no encuentran. “Significa pisar la tierra que nuestros hijos pisaron por última vez. Significa recordar, llorar. Esas son las razones que muchas veces nos han quitado las ganas de vivir”, dice Blanca Nubia Monroy, madre de Julián Oviedo Monroy, quien ese día estaría cumpliendo 29 años. El cuerpo de su hijo lo encontró en una fosa común del cementerio de Ocaña, el 29 de agosto de 2008.

Ellas también iban por la verdad, como lo gritó con el puño en alto Idalí Garcerá, la madre de Diego Alberto Tamayo Garcerá. La misma mujer que durante la primera audiencia de los falsos positivos de Soacha en la Jurisdicción Especial para la Paz se atrevió a tomar la palabra por aquellas madres que miraban con escepticismo cómo sus victimarios leían, con un esfuerzo remarcable, el perdón que les ofrecieron. Ese día, cuando luego de una década tuvo la oportunidad de hablar ante la justicia, les preguntó a los militares por qué mataron a su hijo, por qué la dejaron sola. Contó que Diego era su compañía y un muchacho de bien. “No eran ningunos delincuentes. Eran hijos de familia”. La sala permaneció en silencio.

Ese deseo de limpiar su nombre también las llevó a emprender el viaje. Fijaron como fecha el 13 de octubre, pero aún no contaban con recursos económicos para hacerlo. Si algunas de ellas deben ir caminando hasta los juzgados para asistir a las audiencias judiciales en Bogotá, mucho menos tenían para financiarse un viaje hasta Ocaña. Pidieron auxilio y, aunque varias organizaciones se comprometieron a apoyarlas, pocas finalmente lo hicieron. Una vez aseguraron el transporte que les garantizó el Centro Nacional de Memoria Histórica, decidieron viajar así tuvieran que pasar la noche en la plaza principal del pueblo. Una ayuda adicional, proveniente de la Comisión de la Verdad y la Asociación Minga, les permitió finalmente garantizar su estadía de sábado a domingo.

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Ese día se encontraron a las 7:00 a.m. en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, un lugar que durante los últimos meses ha sido emblemático para su lucha como colectivo. Mientras la representante legal de Mafapo, Jaqueline Castillo, hermana de Jaime Castillo, quien fue desaparecido el 12 de agosto de 2008, repartía los pocos alimentos que consiguieron y daba las últimas instrucciones para iniciar el periplo, una comitiva de artistas, músicos y unos pocos periodistas esperaba al frente del Cementerio Central.

Allí estaba Jason Ramírez en compañía de Marlon Rodríguez, cantantes del grupo de rap La Comuna 01 (LaC01), quienes intentaron explicar por qué los victimarios no solo se conformaron con asesinar a los jóvenes, sino que se dedicaron a manchar su nombre.

“¿Sabe por qué los reclutadores llegaron a Soacha? Porque allá los pelados somos pobres, porque no hay educación ni oportunidades, porque se nos ha negado todo y supuestamente no tenemos cómo pelearle a un Estado. ¿Qué era lo más fácil? Desaparecernos y hablar mal de nosotros, porque creían que nadie nos iba a llorar, porque así garantizaban su impunidad. Según ellos, muy entre comillas, llevarse a esos pelaos era hacerle bien a la humanidad”, dice Jason.

Marlon estuvo a punto de caer en la red de engaños que fue orquestada por reclutadores que vivían a muy pocas cuadras de su casa. Recuerda que hace diez años no tenía trabajo y que una persona se le acercó a ofrecerle un empleo en labores agrícolas. El rumor se esparció por barrios como Compartir y Ducales: había hombres que les ofrecían a los jóvenes un millón de pesos libres, que los incautos no dudaron en rechazar. “Cuando la cosa se puso caliente nos decían que debíamos estar en la juega, que no había que dar papaya”. Y Jason agrega: “Lo que ellos, las víctimas, querían era ayudarles a sus mamás con una casa o con lo del mercado.

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Ellos querían cambiar su destino”. Un destino que estaba signado por escasas oportunidades laborales y académicas. Tener un empleo seguro, ser emprendedor o ingresar a una universidad es considerado por Jason o Marlon un privilegio que pocos pueden acariciar.

A las 9:00 a.m., Jaqueline Castillo le estrechó la mano a un patrullero de la Policía que las escoltaría hasta la salida de Bogotá. Esa fue la señal para salir rumbo a Ocaña en dos buses; en uno iban las madres y en el otro sus acompañantes. Gloria Astrid Martínez, madre de Daniel Alexánder Martínez, recuerda a bordo del bus que su hijo salió de la casa el 6 de febrero de 2008 y solo ocho meses después pudo velar su cuerpo.

En el viaje se preguntó desde qué punto Daniel llamó por última vez a su hermana. “Él salió el miércoles. El viernes, a las 11:30 a.m., se comunicó con ella y le dijo que cuidara mucho de mí. Se le escuchó la voz entrecortada, como si supiera lo que le esperaba. Entonces se le cortó la llamada. El sábado fue Pedro Antonio Gámez (el reclutador condenado a 39 años de prisión), que vivía a tres cuadras de mi casa, a preguntar por Daniel. Mi hija le dijo que no fuera descarado, que ella sabía que él se lo había llevado. Él agachó la cabeza con una sonrisa de oreja a oreja y se fue. Siempre tenía un tono burlón”.

A bordo del bus también recordaron las primeras audiencias en la justicia ordinaria. Mientras los militares llegaban fuertemente escoltados y vestidos con uniforme camuflado, las madres se sentaban en el centro de la sala y esperaban que se hiciera justicia.

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En el devenir de los procesos fueron testigos de cómo los militares se reían abiertamente de ellas, de cómo los abogados interponían cortapisas para dilatar los procesos y cómo la estrategia de defensa fue seguir cuestionando el buen nombre de las víctimas. “Tuvimos que interponer un derecho de petición para que, al menos, no fueran a las audiencias con el uniforme militar”, dice Gloria Astrid, quien cuestiona que quienes fueron condenados en primera instancia se sometan a la JEP y reciban beneficios jurídicos.

A su llegada a Puerto Libre (Cundinamarca), a la 1:45 p.m., casi cinco horas después de su partida, se detuvieron en un parador paisa sobre el primer tramo de la Ruta del Sol. Desde antes, las voluntarias que apoyaron en la logística del viaje les pidieron a los acompañantes que les ayudaran a financiar el almuerzo de las madres. No había presupuesto para su alimentación. Al cabo de una hora definieron que pagar $15.000 por cada almuerzo era un lujo que no podían darse. Lograron comer dos horas después, en un modesto restaurante de Puerto Boyacá.

Cuando los dos buses se estacionaron, una camioneta blanca de alta gama se ubicó junto a ellos. Dos hombres que vestían bermudas, sobrero y botas de caucho bajaron del vehículo y les preguntaron a Marlon y Jason quiénes eran los viajeros y qué hacían en el municipio. Los jóvenes se limitaron a decir que solo habían parado a almorzar y que seguían su camino. A pesar de que la camioneta se fue, un grupo de hombres se acercó caminando y permanecieron vigilantes hasta que se esfumó el rastro de las madres. Sin embargo, para llegar a Ocaña tuvieron que sortear los rigores de un accidente que cobró la vida de dos personas y un estrellón entre dos camiones en Puerto Araújo (Santander).

A medianoche, una vez llegaron a su destino, Jaqueline Castillo les pidió a sus acompañantes que permanecieran juntos. “La Policía va a estar todo el tiempo con nosotros, pero sabemos que hay dos motocicletas que han estado merodeando la zona y hay quienes están preguntando quiénes somos y de dónde venimos”.

Además de las fotografías, las madres cargaron con pendones y bustos con los que instalaron horas después una exposición en plena plaza de Ocaña. Tomaron el micrófono y llamaron a la sociedad a reflexionar. Al principio, cuando salieron de la eucaristía que se hizo en honor a sus hijos, los habitantes del municipio se acercaron a contemplar la puesta en escena, las muestras artísticas y musicales en las que gritaron los nombres de sus hijos y exigieron justicia. Poco a poco la indiferencia, o quizás el miedo, volvió a sitiar al pueblo. El colectivo, no obstante, siguió adelante para visitar el cementerio y las fosas comunes, en la vereda Las Liscas, en donde vieron cómo escarbaron entre cuerpos para encontrar a sus seres queridos y en donde aún hay cuerpos sin identificar. “Ha sido un viaje tenebroso, ha sido una década de sufrimiento”, dijo Jaqueline.

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Muestra de ello es que, después de diez años, Carmenza sufrió dos infartos y uno de sus hijos fue asesinado cuando indagaba sobre el caso de su hermano. Blanca Nubia ha sido víctima de amenazas y otro de sus hijos de torturas. Doris Tejada, a la fecha, no ha encontrado a su hijo, Óscar Alexánder Morales Tejada, para enterrarlo. Ninguna volvió a recuperarse de la angustia. Las madres de Soacha calificaron su travesía como un “viaje al infierno” que necesitaban hacer como parte de su proceso para sanar sus heridas, buscar la verdad y exigir justicia. “Ellos pusieron el cuerpo. ¿Ahora quién pone la cara?”, se preguntó Carmenza antes de abordar el bus de regreso a Bogotá.

Por Juan David Moreno Barreto / @judamoba

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