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La masacre olvidada de Barrancabermeja

El 28 de febrero de 1999, las Autodefensas de Santander y el Sur del Cesar (Ausac) asesinaron a ocho personas y desaparecieron a otras dos en varios barrios de la ciudad.

Érick González G.*
28 de febrero de 2019 - 02:00 a. m.
Rubi Vélez lucha contra el olvido y espera el apoyo del Estado para seguir en su lucha de salir adelante.  / Archivo particular
Rubi Vélez lucha contra el olvido y espera el apoyo del Estado para seguir en su lucha de salir adelante. / Archivo particular

“Por favor no maten a mi mamá, que al que mataron ahí es mi papá”, imploraba desesperado Orlando, el hijo mayor de 10 años, agarrado del cuello de la camisa del hombre que apuntaba al rostro de su madre con un arma negra, recortada y con boca ancha. Una imagen que Rubi Vélez nunca olvidará, por los pocos centímetros que estuvo de su pena de muerte. Las súplicas de Orlando la rescataron del patíbulo, después de que ella lo salvó a él, al agarrarlo de la camisa para que no se interpusiera entre el infame gatillo y su esposo, Orlando Forero Tarazona, a quien sin razón le descerrajaron varios balazos delante de sus dos hijos y su mujer.

Así comenzó la correría sangrienta de un grupo de paramilitares que saquearon para siempre la alegría de 12 familias de Barrancabermeja, el 28 de febrero de 1999, y que pareció una fotocopia de la masacre de La Chinita, ocurrida cinco años antes en Apartadó, solo que esta vez los victimarios no eran guerrilleros. En la del 94 se hizo en medio de una verbena para recolectar fondos, inició el sábado y acabó el domingo, con 35 occisos; en la del 99 hubo ocho muertos, dos desaparecidos y dos sobrevivientes. Ambas fueron precedidas por un rumor de que algo tétrico acechaba.

En Barranca, en su zona suroriental, ya había ocurrido una matanza el 16 de mayo de 1998, con 32 víctimas. Ese hecho hizo que la del 28 de febrero pasara de un rumor sin fecha de vencimiento a una masacre anunciada.

“Se hizo un bazar para recolectar fondos para pavimentar una calle del barrio. Se cerraron las vías principales, y para eso se pidió permiso a la Alcaldía. El evento comenzó el sábado, a las 10:00 a.m., y siguió el domingo. Ese día había ciclovía, y se prendió el sonido a las 7.00 a.m.”, narra Rubi.

De la fiesta al terror

La casa de su familia estaba en el barrio Provivienda, en la avenida 52 con carrera 39, al nororiente de la ciudad. Era la casa de los padres de su esposo y quedaba en una esquina, donde estaba la vía cerrada. Rubi y su esposo se recreaban en el andén de la casa, viendo a sus hijos Orlando, que frisaba los 11 años, y Ánderson, de 4, que jugaban en la ciclovía, y los actos culturales que se presentaban en la tarima del bazar: grupos de danza y de vallenato, especialmente. Desde allí también veían la escuela del barrio, como a 100 metros.

“Hacia las 5:00 o 5:30 de la tarde vimos dos camionetas cuatro puertas que llegaron y se detuvieron al frente de la escuela, de las que se bajaron entre 15 y 18 hombres, que comenzaron a tumbar las motos que por la cantidad de gente que había estaban parqueadas”, recita Rubi.

La gente comenzó a correr despavorida. Orlando y Ánderson estaban montando cicla cerca de donde estaban parqueadas las camionetas, cuando comenzaron los disparos. Rubi y su esposo quedaron en jaque: solo restaba esperar que sus hijos se acercaran por sí mismos a sus brazos para esquivar el mate. Los segundos pasaban en cámara lenta. Impensable meterse a la casa a salvaguardarse de ese corredor de la muerte sin ellos.

“Cuando mis hijos llegaron donde estábamos, los ‘paras’ ya estaban al frente de nosotros. Ellos dijeron ¡quietos ahí!, y el vecino Pedro Vicente Palacios, de los nervios, ingresó a mi casa a encerrarse, y por eso le pegaron dos disparos en el brazo, pero no lo remataron porque él se tiró al piso, y a lo mejor creyeron que ya estaba muerto. Por el ruido de esos balazos, mi esposo se volteó a mirar a un hombre que estaba al frente de él, que sin pensarlo le empezó a disparar, y mi hijo mayor comenzó a gritar: a mi papá no, a mi papá no”.

Rubi temía moverse. Solo aferraba a su hijo mayor, quien quería ofrecerse como escudo, pero ella sabía que su generosa intención no era a prueba de balas, y más aún que esa clase de criminalidad sí estaba a prueba de llantos y compasión. Elio Mejía, un vecino, comenzó a gritar que no mataran a Orlando, y esa osadía la pagó con un balazo en el estómago. Orlando fue el primer muerto y Elio, el segundo. De allí se fueron para el barrio Versalles, donde asesinaron a Israel Ariza, un comerciante de fritos. Luego el grupo armado se dirigió al Club Náutico de Ecopetrol, en el que asesinaron a un taxista y a un vendedor de lotería, y en su recorrido de muerte por otro sector mataron a dos comerciantes y el gerente de una entidad bancaria, y se llevaron a un joven y un taxista que nunca volvieron a aparecer.

Para ese fin de semana, su esposo había tomado todas las providencias para viajar de la finca donde trabajaba a reunirse con su familia, pero la vida quiso que le faltara la principal: la divina. “Estaba en una finca de nosotros, donde cultivábamos plátano, y se vino a Barranca para ver a sus hijos, que el lunes siguiente iban a ingresar a su primer día de bachillerato y de jardín infantil, para llevarlos al colegio”.

Por los recuerdos, a Rubi se le zafan las lágrimas, en especial por el sufrimiento postraumático que han padecido. “A mis hijos y a mí nos hicieron un daño psicológico, especialmente el mayor, que ve un arma y se pone a temblar. Fue muy difícil seguir adelante: me despertaba gritando en las noches”. La tocó colocarse el overol de su esposo. Se puso al frente de la finca, pero sus arrestos se aplacaron en 2003, cuando tuvo que abandonarla después de que la secuestraron junto con algunos familiares de la masacre del 28 de febrero.

Se la llevaron con Lucía Mejía, hermana de Helio Mejía; Paola Galvis, esposa de Leonardo Guzman, subgerente de un banco; Pedro Vicente Palacios, el sobreviviente que recibió los balazos en su brazo, y Ligia Ramírez, cuyo esposo, originario de Chocó y comerciante, fue asesinado de últimas, en un sector cercano al estadero de El Rancho, por la vía al Llanito.

“Nos ubicaron para que fuéramos a dar un testimonio a favor de Fremio Sánchez, involucrado en la masacre del 16 de mayo del 98 y la del 28 de febrero del 99, para que lo sacaran de la cárcel. Nos citaron en el barrio Miraflores en una cancha, y allí nos embarcaron en taxis y nos llevaron a la Punta del Palo, en Miraflores, a una casa, al lado de una ciénaga, donde nos obligaron a declarar con testimonios falsos, porque si no nos mataban”.

Después de eso, Rubí se especializó en oficios varios —auxiliar de secretaria, celaduría y política—. Su finca todavía está abandonada, no la ha podido trabajar porque necesita dinero para sembrar. En total tiene tres hijos: Orlando es tecnólogo en salud ocupacional; Ánderson, ingeniero ambiental, y Andrés Felipe, el menor, se gradúa este año de bachiller y quiere estudiar ingeniería electrónica. “A mis hijos les ha gustado el estudio, porque les he ensañado que lo único que le queda a uno es el conocimiento”.

Hoy, la Unidad para las Víctimas acompañará a Rubi y a las otras víctimas de la masacre del 28 de febrero en la conmemoración de esta tragedia. “Con esta conmemoración espero el apoyo de las entidades”, dice. No es la única que espera que no la olviden. Tiempo ya de esas épocas en que los paramilitares convirtieron la región en una refinería de sangre, y ya es hora de que también aprenda que, además del conocimiento, una mano amiga permite superar ese boicot que la vida impone, a veces, a las esperanzas.

* Periodista de la Unidad de Víctimas.

Por Érick González G.*

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