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Masacre de La Rochela: una generación después

El 18 de enero de 1989 fueron asesinados 12 servidores judiciales por paramilitares en Santander y tres sobrevivieron. La reconstrucción de los hogares se hizo a pulso, sin apoyo estatal. Sobrevivientes piden el reconocimiento a sus padres.

Alejandra Bonilla Mora / @AlejaBonilla
17 de enero de 2019 - 03:00 a. m.
La masacre de La Rochela, en la que murieron 12 funcionarios judiciales, la perpetraron los paramilitares el 18 de enero de 1989./Gustavo Torrijos.
La masacre de La Rochela, en la que murieron 12 funcionarios judiciales, la perpetraron los paramilitares el 18 de enero de 1989./Gustavo Torrijos.

“El camino para volver a confiar sería un reconocimiento a los seres queridos. Causa dolor y tristeza que el valor de una persona quede en el olvido, que mi padre sea tratado como un muerto más, que su muerte no valió nada”. Alejandra Beltrán Uribe le dice al mundo que es importante no olvidar. Tiene 38 años. Era una niña cuando las ráfagas de la violencia le arrebataron, sin más, a su padre, Pablo Antonio Beltrán Palomino —juez de instrucción criminal de San Gil— en el corregimiento de La Rochela,  del municipio de Simacota, Santander, el 18 de enero de 1989.

El juez Beltrán iba con otros 14 compañeros camino a investigar la desaparición de 19 comerciantes en el Magdalena Medio en 1987. Fueron engañados y, 12 de ellos, asesinados. Y, a la fecha, la justicia no ha podido establecer quién ordenó el hecho que acabó con la vida de dos jueces, investigadores, secretarios y dos conductores. Esa deuda del Estado colombiano con sus servidores judiciales, incluidos tres sobrevivientes, pasa también por la falta de atención a sus familias. “Luego de treinta años, las cosas siguen igual”.

Lo dice Mario Salgado, hijo de Arturo Salgado, quien sobrevivió a la matanza. Él tenía diez años cuando su hogar cambió para siempre. Su padre regresó al poder judicial y fue miembro del CTI hasta pensionarse. La zozobra nunca se fue. “Cerraba las persianas, cualquier ruido lo asustaba. El miedo lo traigo como en el ADN”, dice Marcela, hermana de Mario. Los hijos de las víctimas de la masacre de La Rochela comenzaron a reconstruir sus vidas el mismo día de ese alevoso crimen, sin ningún apoyo estatal, gracias a su propio talante, a la familia cercana, a conocidos y, en algunos casos, al Fondo de Solidaridad con los Jueces Colombianos (Fasol).

No hubo apoyo, no hubo guías. La Fiscalía y la rama Judicial, reclaman ellos, solo aparecieron cuando empezaron las demandas ante la justicia administrativa y en organismos internacionales. Carlos Vargas, hijo de Samuel Vargas, conductor de la comisión, apenas tenía 18 años; su madre trabajaba haciendo aseo. Se acababa de graduar del bachillerato y le tocó asumir las riendas del hogar. “Recibimos una ayuda mientras se dio el seguro de vida. A una persona humilde se le hace un platal y uno tiende a volverse loco; se me iluminó y compramos una casa”. Carlos estudió y se graduó como ingeniero químico de la Universidad Nacional.

Terminó trabajando con la justicia, en el laboratorio de microscopía electrónica de barrido de la Fiscalía, en donde se desarrolla una técnica clave de residuos de disparos, entre otros. En su criterio, está ahí por su propia persistencia y por la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos de 2007, que condenó al Estado colombiano por su responsabilidad en la masacre y ordenó medidas de protección, salud y educación, así como identificar y sancionar a los responsables. “Si bien la Fiscalía nos abrió las puertas, no fue de manera voluntaria, sino por la presión y la sentencia. En algunos casos no se han reconocido las cualidades y los valores que tenemos algunos”, agrega.

Alejandra Beltrán también es ingeniera química y trabaja en la industria de alimentos. Pensó estudiar derecho, ya que desde joven habló sobre La Rochela en diversos espacios a los que era invitada. Al final no lo hizo, pero a veces se pregunta si ese camino le hubiera cambiado su manera de acercarse al proceso. “Yo decidí no ser abogada. ¿Me sentiría diferente si lo fuera?”, se pregunta. Alejandra tuvo el apoyo de Fasol hasta su bachillerato. Ella, su madre y su hermano tuvieron que irse de San Gil por amenazas y llegar a Bogotá adonde una tía. Acomodarse, buscar colegios, correr para ayudar a su hermano que tenía dificultades de salud. “Fueron momentos muy difíciles”.

“El Estado no aparece sino hasta 1997, que es la primera condena. Hizo una reparación económica de ley, nada más. Cuando decidimos iniciar el proceso ante la Corte Interamericana, cuando tres familias convocaron al resto, se volvió a activar el tema de las amenazas”, dice Beltrán. Nada pasó. Solo se analizó la situación de seguridad de las familias, denuncia ella, cuando en uno de los actos conmemorativos que se realizó, con presencia del alto Gobierno, las personas encargadas de la seguridad recibieron sufragios.

Entre tanto, Arturo Salgado volvió a trabajar dos años después de la masacre. Se movía constantemente. Viajaba con su hijo Mario a veces, otras no. Sus tres hijas mayores estaban en plena adolescencia. Su esposa, que tenía un negocio de flores, tomó las riendas de la casa. Allí se vivía con zozobra y no se decía nada. “Nos quedamos callamos todos. Mi papá sobrevivió. Lo ves en las fotos y él es rozagante. Y lo miras al final de la vida y dices: ¡juepucha, lo de mi papá fue una cosa muy fuerte!”, expresa Marcela.

Arturo Salgado enfermó de cáncer, diabetes, artritis y párkinson; sus hijos creen que tantas dolencias las causó el dolor que cargó toda su vida. En sus últimos días de vida, lloró al recordar a sus compañeros. Marcela Salgado comenta que la muerte de su padre, el 12 de mayo de 2013, les hizo darse cuenta a ella y a sus hermanos de que necesitaban con urgencia el apoyo psicológico que su padre no recibió. Entre lágrimas dice: “Le fallamos”. Publicista y comunicadora organizacional, Marcela, de 47 años ahora estudia constelaciones familiares, una terapia sistémica para sanar. 

Su hermano Mario, de cuarenta, es administrador de empresas y ahora está en el Distrito de Bogotá; antes pasó por la Fiscalía. Incluso estuvo en la Unidad de Derechos Humanos, que es la que lleva la investigación por La Rochela. Tuvo que conocer al general Farouk Yanine Díaz, procesado por estos hechos, notificándolo de algún tema —falleció en 2009. “Ese tipo de acciones lo impactan a uno”, cuenta. Al final decidió con su padre que era mejor no estar allá. Siempre tuvo un perfil bajo. “Después de que mi papá muere saca uno las agallas y sale un poco ante los medios. En los actos simbólicos uno trata de exigir justicia. Es conmemorar a las personas que no están”.

Wilson Mantilla tiene sesenta años. Llevaba apenas unos días en instrucción criminal cuando sucedió la masacre. “A nadie lo preparan para algo así”, dice. Su vida después de salir de la clínica implicó que se desplazara por el país para evitar acciones criminales de los paramilitares, que lo declararon objetivo militar. Se frenó un atentado contra su vida y tuvo una medida de protección entre 2008 y 2012. Ha trabajado en varias dependencias que implicaron salidas de campo y hace 11 años es fiscal especializado. “Yo hago los desplazamientos, pero en mi interior siempre hay esa zozobra. He podido manejar eso, pero ahí está, eso es latente y no puedo desconocer esa situación”, explicó.

El fiscal Mantilla cree que no ha contado con medidas de seguridad que le den suficiente tranquilidad y por eso cree que el Estado falla en garantizar la no repetición. No obstante, seguir en la Fiscalía es para él una cuestión de honor. “Quienes sobrevivimos a ese ataque seríamos inferiores al compromiso y faltaríamos de alguna manera al respeto de esas personas que ofrendaron su vida”, asegura. En la administración de Eduardo Montealegre se hizo un comité de atención a las víctimas de la masacre de La Rochela que se quedó en nada. Para esa época el otro sobreviviente, que vive en Canadá como artista, buscó una posibilidad laboral en esa entidad. Nunca pasó.

“Estas fechas son complicadas; uno nunca olvida esa situación, porque es terrible ver morir a 12 compañeros. Uno trata de cumplir con los deberes que el cargo le impone y hacer a un lado la calidad de víctima. A veces uno se resiente porque desafortunadamente, como víctima, no en esta administración sino desde el momento en que ocurrieron los hechos, no hemos tenido del Estado el apoyo necesario”, agrega el fiscal Mantilla.

¿Y ahora qué? ¿Cómo conseguir un poco de tranquilidad? Carlos Vargas opina que es necesario saber qué pasó, así los responsables ya no paguen un día de prisión. Alejandra Beltrán cree que la sangre familiar es la que la llama para pedalear y seguir insistiendo en que se cumpla la sentencia de la Corte Interamericana. Mario Salgado, en cambio, es escéptico del resultado de la investigación judicial. Todos hacen un llamado al Estado a no olvidar, más allá del memorial que se instaló en el complejo judicial de Paloquemao en Bogotá, como lo ordenó la Corte.

“La Rochela termina siendo un acto del olvido y es un ejemplo de la violencia en este país”, dice Mario Salgado. “Si se recuerda a Pablo Escobar, por qué no se recuerda a una persona que estaba trabajando por el país”, reclama Carlos Vargas y agrega que el cumplimiento de la sentencia de la Corte Interamericana es necesario: “El caso de La Rochela puede ayudar para otros casos, para que esta frustración que tenemos no sea tan agobiante, que a otras personas se les brinde ese apoyo psicológico”. Su llamado es que el Estado piense en un apoyo integral a los desmovilizados y a las víctimas de los grupos guerrilleros. Entre tanto, los abogados de las víctimas de este caso presentaron, en diciembre pasado, un escrito ante la Corte en el que advierten todas estas falencias. En resumen, su queja es una sola: a la justicia colombiana le quedó grande hacer respetar a sus propios muertos. 

Por Alejandra Bonilla Mora / @AlejaBonilla

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