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Mujeres en resistencia: narrar la masacre de El Placer a través de un museo

En un recorrido por El Placer, en el Bajo Putumayo, María González, una de las sobrevivientes de la masacre paramilitar ocurrida en este lugar hace 20 años recuerda el horror que vivieron. Todo a través de objetos de su museo de la memoria.

Paula Fernández Seijo*
08 de febrero de 2019 - 12:25 a. m.
Museo de la Memoria, el lugar en el que hoy reposan algunos de los recuerdos y símbolos del horror de la guerra en el Placer, Bajo Putumayo. /Paula Fernández Seijo.
Museo de la Memoria, el lugar en el que hoy reposan algunos de los recuerdos y símbolos del horror de la guerra en el Placer, Bajo Putumayo. /Paula Fernández Seijo.

”Las mujeres fundaron este pueblo. Doña Laura, Estela, Victoria y Doña Eva - que era una gran líder política - con sus familias fueron las que a base de pico, rompieron montaña y alzaron lo que hoy conocemos como El Placer, en el Bajo Putumayo”, recuerda María González, mientras caminamos despacio por las desiertas calles del pueblo. Vamos camino al Museo de la Memoria, el lugar en el que hoy reposan algunos de los recuerdos y símbolos del horror de esos días de guerra, aportados por la comunidad.

"Antes de que ellos llegaran aquí, éramos cerca de 400 mil habitantes y estábamos gestionando ser un municipio. En ese tiempo era muy bueno el comercio. En todas estas casas, todos teníamos nuestros negocios. Yo también tenía dos negocios grandes”, María se levanta y señala algunos de los muchos portales cerrados y abandonados . Hay casas abandonadas y resquebrajadas, en las que todavía se pueden divisar pintadas con spray de las AUC.

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Amenazaba con llover y entramos al coliseo, donde antes quedaba el mercado, el principal centro de actividad del pueblo. "El mercado era el viernes, sábado y domingo y era buenísimo porque éramos tantos habitantes que no se podía caminar por las calles. En la calle nos íbamos tropezando como si esto fuera una ciudad, los carros, las motos no podían andar porque la gente no dejaba. Aquí mismo había como 80 casetas y uno encontraba de todo: restaurantes, carnicería, verduras, ropa, de todo... Ese mercadito era tan bueno que ni siquiera hoy el de La Hormiga es así. Venía gente del Ecuador a vender, nos pedían permiso a los negocios para que les dejásemos los andenes para vender ropa y alimentos que ellos traían...Esto era lleno, supremamente lleno”, explica González. 

Ese 7 de noviembre de 1999, cuando llegaron los paramilitares al pueblo, era también día de mercado. Y como María cuenta, el lugar estaba repleto de gente, cuando 36 miembros del Bloque Sur Putumayo de las AUC se bajaron de los camiones en los que se movilizaban y empezaron a disparar indiscriminadamente. Aquel día asesinaron a 11 personas. Desde entones, El Placer se convirtió en su enclave militar para combatir al frente 48 de las Farc.

María seguía contando aquel otro Placer: "Esto era muy tranquilo y todos nos acogíamos muy bien, acostumbrábamos, cada 31 de diciembre, reunirnos en el río Guamuez, en el antiguo puente de Puerto Amor, para hacer una olla comunitaria. Se cocinaban gallinas, el sancocho y bailábamos todo el día... La pasábamos muy bien. Era una playa muy bonita, con charcos en donde la gente se bañaba, reía y cantaba los domingos. Había muchas parejas que iban allí de enamorados, por eso el nombre de Puerto Amor. Después de que llegaron las autodefensas, ya nadie volvió allí. Nos daba miedo ir”.

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Ambas nos quedamos calladas por unos largos segundos. El bochorno se había transformado en un estruendoso sonido de lluvia. Decidimos sentarnos y esperar a que amainara. "Allí llevaban personas y allá los torturaban o les disparaban. Luego los echaban al río desde el puente porque eso era altísimo. Ese río bajaba cargado de muertos”. ¿A quiénes se llevaban?, pregunté. "Se llevaban hartísima gente en camionetas. Jóvenes más que todo. Algunos decían que eran guerrilleros y, de verdad, no lo eran. Eran trabajadores honorables que trabajaban en sus fincas, ni siquiera en la coca. Como les veían con las botas de caucho, entonces ya decían que eran guerrilleros. Ya casi nadie se podía poner estas botas porque les daba miedo”.

Caí en cuenta y me miré los pies. "Sí. Las mujeres también acostumbrában a ponerse botas porque venían de trabajar de las fincas. Y entonces, también decían que eran guerrilleras y se las llevaban”, agrega. Unas botas, tener el pelo largo, unas manos llenas de callos o cicatrices de trabajo, una prenda roja o caminar demasiado rápido eran para los paramilitares suficientes indicios de que los campesinos eran colaboradores de las Farc y debían morir baleados y sus cuerpos botados.

Había dejado de llover. Decidimos salir y apresurar ligeramente el paso. Se estaba haciendo tarde y María continuaba su narración: "Por ejemplo de aquí, yendo para el cementerio, era lleno de bares. Aquí se llevaban a muchas mujeres y las mataban, no se saben muy bien por qué. Algunos decían que era porque se daban cuenta de que tenían SIDA, otras porque tenían cualquier enfermedad venérea, y otras ni se sabe por qué. Se las llevaban y las echaban al río”.

Me paro a su lado mirando la antigua calle llena de bares y en la que ahora no hay nada e intento imaginar aquella escena de horror. "Las prostitutas eran prácticamente de otras partes, aquí nadie las conocíamos, nadie sabíamos quiénes eran. Ellas venían mucho a mi negocio pero yo no me atrevía a preguntarles nada”. Me señala un portón oxidado por el tiempo y el clima impredecible del Putumayo. "Aquí yo tenía mi negocio y mi casita. Los negocios míos ya se acabaron, quedé sin absolutamente nada, únicamente con la casita. Gracias a Dios y a mis hijos con mucho esfuerzo, la pudimos apenas terminar antes de que ellos entraran al pueblo. Por eso está un poco en obra negra. Luego ya nos tocó irnos desplazados, porque por medio de uno de ellos, supimos lo que nos iban a hacer a nosotros y a mis hijos. Y nos fuimos desplazados y ahí se quedaron los negocios abandonados. Y ya eso no lo he podido recuperar”, dice. Los que decidieron aguantar y permanecer en el territorio, nunca se han recuperado. Pocos de los que se fueron, han querido volver.

Un joven soldado nos saluda timidamente con la cabeza desde el retén. Detrás de él, hay una casa que apenas conserva unas paredes. "Antes había varios retenes. En cada salida había un retén de los paramilitares, yendo a Los Ángeles, por la salida a La Esmeralda, hacia la Hormiga o hacia Siberia, en toda parte. Nadie tenía escapatoria. Como quieras, tenías que pasar por uno y que te investigaran. Muchos de ahí ya no pasaban, los subían a las camionetas y no volvían más a la casa. Otros tenían más suerte y les dejaban pasar. Pero no era bueno salir mucho”. ¿Por qué?, cuestioné cruzando la valla de espino de camino a la cancha. Ella respondió de inmediato: "Porque si salías mucho, pensaban que eras un informante y te hacían seguimiento por un tiempo. Si no te descubrían nada, luego te dejaban pasar".

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Desde ese 7 de noviembre de 1999 hasta la desmovilización de las AUC en 2006, la comunidad convivió con un toque de queda que restringía completamente su libertad de movimiento, impuesto como una medida de control social por los paramilitares. Ellos decían que "el que salía después de las 6 p.m. era porque andaba haciendo algún mal, siempre pensando que eran guerrilleros. Ya casi nadie salía, tocaba estar encerrado”. El murmullo de voces me indicó que las mujeres ya nos esperaban. Llegamos al Museo de la Memoria de El Placer.

Balas, granadas de mortero, explosivos no detonados, antiguas piezas del uniforme de los grupos armados o restos de bombas cilindro que hicieron saltar en pedazos decenas de sueños en la comunidad son algunas de las piezas atesoradas en este lugar. El horror de la violencia convive junto al dolor de los primeros líderes asesinados o desaparecidos y de los que hoy apenas queda el recuerdo en una foto descolorida o un recorte de periódico. Vestigios de memoria de una guerra que su población vivió por tierra y aire - con una lluvia de glifosato sin tregua - que terminó por sepultar la inspección de El Placer.

La memoria del conflicto desborda su propio museo. Mientras las escucho no dejo de pensar en la terrible ironía de que El Placer terminó convertido en un infierno. Un infierno para todas. "Aquí los que tuvieron la oportunidad se fueron, y las que no, nos quedamos aquí aguantando todo lo que venía, siempre con esa zozobra porque uno nunca sabía que más podía ocurrir al otro día”, remata María.

La desmovilización de las AUC en 2006 supuso un respiro para toda la población. No obstante, todavía hoy persisten en la zona grupos armados al margen de la ley. El miedo se ha transformado en incertidumbre y en un cierto desasosiego ante el futuro de los Acuerdos de Paz. A pesar de esto, de algo esta segura: ”Yo pase lo que pase, no me voy. Yo ya no me muevo. Aquí nos toca seguir haciendo la resistencia. ¿A dónde nos vamos a ir ahora?”.

La historia de El Placer es la deColombia: narcotráfico, guerrilla, paramilitares, glifosato, Plan Colombia, un Estado ausente y unas mujeres que no se rinden. Sus historias de supervivencia, liderazgo y transformación son una memoria fiel de la resistencia.

*María González es un nombre ficticio que se adoptó por razones de seguridad. 

*Esta historia hace parte del proyecto Justicia para una Paz Sostenible de la Alianza de Mujeres Tejedoras de Vida del Putumayo, y apoyado por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) y USAID Colombia.

Por Paula Fernández Seijo*

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