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Treinta años de la masacre de Llana Caliente

Hace 30 años, en Llana Caliente, se desató una masacre que dejó un saldo de 50 muertos y 27 heridos entre campesinos y soldados del Ejército Nacional.

Daniel Ferreira
04 de junio de 2018 - 02:00 a. m.
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Foto: Getty Images - ELizabethHoffmann

La guerrilla, es decir un grupo de guerrilleros vestidos de civil pero armados, fue a la hacienda de la familia Casamitjana a pedir vacas como contribución obligatoria para alimentar a los campesinos que marchaban hacia la autopista panamericana. La movilización por esa carretera buscaba sumarse al paro campesino que abarcaba ya las veredas de los municipios del nororiente de Colombia.

El mayordomo llamó al patrón: “Quieren llevarse el ganado”.

“Que se lo lleven”.

“Quieren llevarse el padrón”.

“Que se lleven todo el ganado, si quieren, menos el padrón”.

Era un semental traído de Brasil con que la familia Casamitjana había mejorado su ganadería.

“El patrón dice que el padrón no”.

“¿Qué hacemos?”, preguntó uno de los guerrilleros a su superior.

“Haremos lo que diga el pueblo”.

Y el segundo fue enviado a consultar por el megáfono y luego regresó a la hacienda Florencia con la decisión.

“¿Qué dice el pueblo?”.

“Son muchos. Quieren el toro también”.

“Llevémoslo”.

Y se llevaron el padrón brasilero por la carretera de la vereda Llana Caliente sin que el mayordomo opusiera resistencia.

El toro fue llevado a dispensario del campamento, situado bajo un gran árbol junto al río Opón. Allí, lo ataron a una estaca y después fue sacrificado por un carnicero.

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Junto al árbol empezaba la larga hilera de camiones represados por la movilización del paro campesino y los toldos del campamento improvisado y al otro lado del río estaba la fonda a orillas de la carretera y las barricadas de alambre de púas de nueve líneas y la loma con el puesto militar que impedía el paso a los marchantes.

Al toro lo destazaron y clavaron sus ijares en las estacas para asar la carne y dar de comer a los 3000 campesinos concentrados. Pero el toro brasilero, asado a las brasas, quedó intacto, porque nadie comió su carne después de la masacre.

Desde el puesto militar se veía la hilera de camiones. Más de 100 vehículos estacionados en la carretera. Se veían también los cambuches que dispuso la población desde el 22 de mayo en que empezaron a represarse los carros con los manifestantes que provenían de todas las veredas. En esos días, el ánimo se había ido caldeando en el campamento por las noticias que llegaban de otros puntos de concentración: el 24 hubo tiros al aire durante el cambio de guardia y eso lo hacían los soldados en el puesto militar para amedrentar a los marchantes. Se había propagado información de un ataque perpetrado por el Ejército contra otra manifestación de mayores dimensiones concentrada en La Fortuna donde habían muerto tres campesinos y dos militares. Los campesinos usaban pancartas con la consigna: “Ni por el MAS, ni por el menos, ni por el putas, retrocedemos”.

Era el mensaje con que se le exigía al gobierno de Virgilio Barco el desmonte del grupo paramilitar Muerte a Secuestradores (MAS, que derivó en el apelativo “Masetos”) responsable de las últimas masacres en la región. Los paramilitares eran disidentes de la guerrilla del ELN que se habían vinculado al primer foco paramilitar de San Juan Bosco la Verde y El Carmen, comandados por miembros de la familia del alcalde Beltrán y por Alberto Parra, alias “El canoso” Parra. Los campesinos habían advertido la presencia de al menos tres paramilitares reconocidos entre las filas del ejército. Uno de esos paramilitares tenía el alias Comandante Camilo. Ese 29 de mayo había arribado al sitio de la concentración una comisión del gobierno departamental trasportada en helicóptero con el fin de examinar la situación. Al mismo tiempo hacía presencia una comisión de la alcaldía municipal de San Vicente encabezada por el alcalde Hernán Obando y el personero Anzísar de Jesús Salazar que habían acudido por exigencia de los organizadores de la marcha, quienes reclamaban por la liberación de los compañeros detenidos y exigían el desbloqueo militar del camino en La Llana Caliente. En el plan de contingencia de las autoridades del departamento, el puente era el punto de neutralización temporal, PNT. Es decir que hasta ese punto estaba permitido el paso.

Después de la reunión la decisión de la comisión departamental fue mantener desconectados los puntos de concentración de la marcha y continuar con la barricada. Los focos principales se concentraban en La Fortuna, con 6000 campesinos del sur del departamento del Cesar y el Carare y Magdalena Medio, y la marcha que se concentraba en La Llana con campesinos de San Vicente y El Carmen de Chucurí. El coronel cumplía 45 años ese 29 de mayo. Las versiones encontradas dicen que ese día estaba desarmado y había empezado a beber temprano para festejar su cumpleaños. El alcalde de San Vicente le organizó al coronel del batallón número 40 un almuerzo en la fonda de Lucía Gómez de Martínez que quedaba pasando el puente sobre el río Opón y allí recibió a la comisión departamental que hizo presencia en un helicóptero hacia las 12 del día. Los campesinos aprovecharon la presencia de la comisión para exigir a gritos y consignas la liberación de los compañeros detenidos en la mañana. Pero casi a las dos el helicóptero con la comisión departamental se elevó sobre las cabezas para llevar a los miembros de regreso a Bucaramanga y a las 2:00 empezó la masacre.

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El brigadier le dijo al coronel que el puente era el punto de neutralización temporal, PNT, pero que la comisión departamental acababa de declarar el paro ilegal y el puente sería el punto de neutralización definitiva, PND. Es decir que de ahí no pasaría nadie. El coronel invitó al brigadier a hablar con el alcalde y con los marchantes y tratar de disolver la manifestación. Pero el brigadier le dijo el coronel:

-Yo no puedo parar eso, hágale usted.

- ¿Cómo se le ocurre decirme esto en el último momento? Hay 3000 personas y por lo menos hemos identificado 50 milicianos infiltrados.

-Son las órdenes, coronel. Esto se acaba aquí. Ellos no pueden cruzar el puente.

Y el coronel salió a enfrentar su destino.

Avanzó por la carretera hasta el otro lado del puente. Llevaba la sangre caliente por el alcohol y se le notaba mareado en el andar. Del otro lado del puente empezaba la hilera de carros y los cambuches de nacuma y toldos de plástico que habían organizado los campesinos y el gran árbol que servía de dispensario donde estaba el fogón donde se asaba el toro traído de la hacienda Florencia y las demás reses sacrificadas para alimentar a los marchantes ese día. El coronel, aturdido por el alcohol y los reclamos altisonantes de los campesinos, dio la orden a sus soldados de cortar el árbol donde estaba el dispensario y se situó encima de una piedra a orillas de la carretera para intentar acallar los gritos y reclamos y acusarlos a su vez, con gritos y reclamos, de tener guerrilleros infiltrados entre las filas, los mismos que habían provocado con ráfagas nocturnas la muerte de dos militares en La Fortuna y los mismos que habían ido a saquear la hacienda ganadera de Casamitjana (uno de los miembros de la comisión departamental que se había marchado en el helicóptero).

Como la gente reclamaba el desmonte de la barricada y la liberación de los compañeros sin permitirle hablar, el coronel desenfundó una pistola, hizo tiros al aire para imponer el silencio, acusó a los dirigentes de la coordinadora campesina del Nororiente de ser consuetas de guerrilleros, de ocultar milicianos, de alcahuetes, de colaboracionistas, y trazó una línea desafiante para que el más “arrecho” de los guerrilleros allí presentes intentara siquiera sobrepasarla. Un campesino fue caminando y cruzó la línea del desafío. El coronel, ofuscado por el abucheo de los marchantes y el desafío, pretendió obligar a uno de sus soldados, Luis Suárez Acevedo, a disparar. No se pudo esclarecer si la orden dada era disparar contra el campesino que aceptó el desafío del coronel o contra la manifestación. El soldado se negó a acatar esta orden y el coronel disparó en la sien al soldado por cobardía. Como respuesta inmediata el coronel recibió tres disparos de una ráfaga de fusil disparada desde atrás, por uno de sus escoltas, quien era uno de aquellos paramilitares que los campesinos habían identificado como alias Camilo y que operaba entre las filas del ejército y servía de escolta al coronel Rogelio Correa Campos.

La confusión se regó entre los campesinos que empezaron la desbandada.

El jefe de la escolta intentó desarmar a alias Camilo, que se negó a entregar el fusil Galil y les gritó a los militares que lo mataran, acto seguido huyó en la misma dirección en la que corrían los campesinos trazando una carrera de eses y disparando la carga entera de su fusil al aire. Los soldados dispararon para darle alcance al fugitivo, que cayó a 40 metros del lugar con 25 impactos de bala, mientras 250 soldados apostados a los dos lados de la carretera y en el puesto militar que conformaban las compañías de contraguerrilla Arpón 3, Arpón 4, Baqueta 4 abrieron fuego contra la gente que intentaba escapar de las ráfagas que continuaron durante 45 minutos, hasta que la gente tirada en la carretera empezó a ondear camisas como improvisadas banderas blancas.

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El ejército entregó 9 cuerpos de civiles: Arnulfo Ramírez Izaquita, Nelson Otero Martínez, Alfredo Ríos Barrios, Luis Enrique Sánchez Millán, Luis José Archila Plata, José Joaquín Zambrano Molina, Pablo Manuel Hernández Rodríguez, Esperanza Herrera Villa, José Natividad Velandia Prada, Raúl Antonio Gómez Chaparro, José Méndez, Wilson Botero y Clemente Quiroga. El cuerpo del paramilitar Jesús Uribe Suárez “alias Camilo” y 4 militares muertos, entre los que estaban el coronel y el soldado que se negó a recibir la orden. Veintisiete heridos fueron evacuados en camiones y los cuerpos de 38 campesinos más nunca aparecieron. Fueron presuntamente arrojados al río Opón, que aumentó el caudal por la creciente provocada por lluvias en los altos de El Tulcan.

***

Ocurrió el 29 de mayo de 1988 a las 2:45. A esa misma hora, debajo de un ciruelo, a trece kilómetros de allí, una mujer y dos niños trataban de llegar hasta su casa. Un obrero había venido al platanar para informar lo sucedido que acababan de transmitir por radio, y la mujer supo que ese día de asueto por el bloqueo que mantenía el comercio municipal a puerta cerrada, había terminado.

Era modista en un almacén de botones y aplicaciones en el centro del pueblo. Tenía una deuda hipotecaria que debía pagar antes de cuatro años, por eso nunca cerraba el negocio y se obligaba a coser hasta altas horas de la noche. El hecho de que hubiera llevado a pasear a sus hijos a una finca distante tres kilómetros del pueblo era una forma discreta de ser solidaria con el movimiento campesino. Pero al enterarse de que habían matado al coronel, la mujer maldijo la hora en que se le ocurrió salir de su casa en tiempos revueltos. Llamó a los niños, les quitó los mangos de la boca y les dijo simplemente: “Nos vamos”.

Los niños quisieron protestar, porque no hay ofensa más frustrante que la de los niños a quienes prometieron regalos que no se cumplieron. Hicieron reclamos, escena, pucheros, pero de nada sirvió: había que irse. Llenaron varias bolsas de fruta y caminaron junto a la cerca buscando la carretera. Ningún carro quiso llevarlos. Siguieron entonces camino a pie hasta las primeras casas del pueblo. Allí descubrieron con sorpresa lo que en principio parecía una mancha verde en la distancia pero resultó la silueta imponente y definida de un tanque de combate, tipo cascabel. La mujer apretó los hombros de los niños y pasó de largo bajo el cañón erecto del tanque, pasó junto a los militares sin mirar a nadie y franqueó sin contratiempos el primer retén de seguridad.

Luego anduvo a paso apretado hacia el centro del pueblo, pero allí había un soldado por cada esquina y, a menos de una cuadra del parque principal, varias cintas amarillas con la inscripción de “PELIGRO NO PASE” le frenaron el paso.

Un soldado se acercó, y dijo: “Hay toque de queda, no puede pasar.”

La mujer lo miró, desconcertada por un toque de queda en pleno día, y luego sintió el cañón del fusil que le apretaba sobre el vestido.

“¡Que no puede! ¿Es que no se da cuenta? ¡Un guerrillero de este pueblo hijueputa mató a mi coronel Rogelio Correa Campos!”

Se trataba de Luis Uribe Suárez, quien para ella era un sastre y que ahora era señalado de integrante de la guerrilla. La mujer conocía a los hermanos de Luis Uribe, porque eran sastres todos, y ella pertenecía al gremio de las modistas. Frente a su almacén estaba la sastrería de Los tres hermanos. Uno de los hermanos era Luis Uribe Suárez, alias Camilo. Días después, cuando lo supo, la mujer no creería que el mismo sastre que jugaba ajedrez en la ventana del otro lado de la calle, hubiera desertado de la guerrilla, se hubiera sumado al ejército y hubiera dado jaque mate al coronel. Ahora tampoco podía creer que al guardia de aquella calle se le escurrieran dos lagrimones por las mejillas escaldadas al decirlo:

“¡Todos en este pueblo son unos guerrilleros hijueputas!”

Era la consigna oficial del ejército: que la población civil simpatizaba y colaboraba con la guerrilla. El miedo era una forma de control social. La gente vivía en el miedo rodeada de un ambiente de sospecha. Cuando el ejército hacía hostigamientos sobre barrios donde presumían la presencia de milicianos, la gente difundía el rumor: El ejército se quiere meter al pueblo. La imagen del ejército como fuerza espuria se alimentaba de hostigamientos y excesos. Muchos habían nacido en un lugar donde la primera fuerza armada en conocer era las columnas de guerrilleros en las márgenes de las carreteras. El coronel sabía de esa cercanía de la población con la subversión a través de informes y estrategias de inteligencia, como vestir a paramilitares como soldados. Recorría el pueblo amedrentando a la gente. Fingía tener una memoria privilegiada que le permitía reconocer fisonomías y retener nombres: Usted es Bernardo, el repartidor de correos, lo vi la semana pasada entregando una caja en la Calle de la mierda y en esa misma casa hicimos un operativo donde capturamos a un hombre que vigilaba el puesto militar con unos binoculares de uso privativo de las fuerzas militares.

Daba la impresión de tener a todo el mundo vigilado. Pero fanfarroneaba. En la Alcaldía había señalado a uno de los trabajadores con una frase ambigua: “Usted es el hijo de Geovo y yo sé lo que hace”. Y al otro día el hijo del profesor Geovo se había ido al destierro de manera voluntaria. Para entonces, el foco del primer grupo paramilitar de San Juan Bosco la Verde se había extendido hasta el Carmen de Chucurí y ex miembros de la guerrilla eran usados como delatores y francotiradores y operaban en conjunto en operativos militares. En Llana Caliente fueron vistos con el ejército ex guerrilleros como Jorge Elí Martínez Argüello, alias Valdemar o Alberto Parra, alias El Canoso y Luis Silvino Muñoz Neira, alias Trapichero, quienes serían reconocidos como sicarios y pacificadores de la región en los siguientes años.

En la página web de la organización Movimiento de víctimas se puede seguir la matanza reconstruida a partir de testimonios y la hoja de ruta de los oficiales del ejército vinculados a la matanza e investigados por la procuraduría. Figuran los mandos medios pero no hay lista de nombres de los 250 soldados presentes en esa masacre. Parte del silencio judicial en que quedó sepultada la matanza se explica en estas huellas de lo acontecido a las familias de las víctimas en los meses que siguieron: “El 10 Julio de 1.988 los señores Luis Emilio Fandiño Rueda y Daniel Uribe Corredor fueron detenidos y torturados por un grupo de militares [] en El Carmen de Chucurí. Luego de la aprehensión, las víctimas fueron conducidas a la Base Militar de El Carmen del Chucurí; en su permanencia en las instalaciones militares fueron torturados con amarradas durante 10 horas sin darles agua o alimentos, y además coaccionados a abandonar la región bajo amenazas de muerte. El 20 de julio de 1988, catorce campesinos serían asesinados por paramilitares miembros del Comando (paramilitar) Coronel Correa Campos en la vereda Tres Amigos, en El Carmen del Chucurí. La mayoría de las víctimas habían participado en las marchas campesinas de mayo de 1988, varios de ellos miembros de una misma familia. Según testigos del hecho, entre los asesinos se encontraba uno de los oficiales del mando en la masacre de La Llana. El grupo era dirigido por Isidro Carreño, alias Comanche o Isnardo, reconocido comandante paramilitar de la zona. Los días 28 de julio y 1 de Agosto de 1988, 70 personas de la región fueron amenazadas y sus viviendas allanadas, bajo el calificativo de "alcahuetes de la guerrilla", el operativo estaba a cargo del teniente para ese tiempo Comandante de la Base Militar de El Carmen de Chucurí. En septiembre de este mismo año, el campesino Filemón Cala Reyes fue detenido en El Carmen y conducido a la Base Militar de la localidad donde fue torturado; el oficial además amenazó de muerte a Filemón y le advirtió que sería eliminado por los paramilitares de San Juan Bosco La Verde. Posteriormente Filemón sería nuevamente detenido, torturado y asesinado con sevicia el 15 de marzo de 1990, por miembros del grupo paramilitar “Los Masetos”. El 8 de Noviembre de 1991 la Procuraduría Delegada Para las Fuerzas Militares sancionó disciplinariamente al comandante de la base militar con 15 días de salario devengado para esa época, la suma de $25.710. No se siguieron investigaciones por otros.”

La mujer permaneció callada, sin saber qué decir, y de repente trastabilló al ver que el arma de dotación del soldado, un fusil galil, se movía azarosamente entre el descontrol y el nerviosismo, y el cañón pasaba en repetidas ocasiones a la altura de la cabeza de sus dos hijos.

Otro militar vio la escena y se acercó al retén.

“¿Quién es usted?”

La mujer dijo su nombre y señaló en línea recta hasta la última puerta donde terminaba la calle: “Soy de allá.”

“Entonces siga, pero si la vemos entrar en otra casa que no sea la que ha dicho, la desaparecemos...”

La mujer tomó a los dos niños de la mano, sin ningún gesto que les inspirara temor, y les dijo con la entereza y la determinación más tranquila que pudo impostar: “Vamos”.

Esa mujer era mi madre.

El cuerpo de alias Camilo y otros campesinos asesinados fue llevado a la funeraria. La gente del pueblo, curiosa por lo que había acaecido en la vereda Llana Caliente, se acercó a la sala de velación de los cadáveres. Los ataúdes estaban herméticamente sellados, pero la sala olía a la carne calcinada de la pierna y el brazo del cadáver desfigurado de Luis Uribe Suárez. El sacerdote Floresmiro López Jiménez organizó una misa en el cementerio para dar sepultura a los caídos. El ejército rodeó el cementerio para vigilar las exequias de los masacrados. Ese mismo año, el sacerdote acudió a la Asamblea de Santander para denunciar las acciones paramilitares en la región y al regreso sufrió un atentado con francotiradores del que salió ileso.

Rogelio Correa Campos cumplía ese día 45 años. La orden que recibió de la brigada era impedir la unión de esta manifestación de 3000 campesinos con la multitudinaria Coordinadora campesina del Carare, que reunía 6000. Las dos concentraciones de campesinos se encontrarían en la carretera Panamericana, desde donde tenían planeado marchar hacia la capital del departamento. Mientras intentaba contener la marcha, los campesinos habían conformado un campamento enorme que requería diez reses diarias para alimentar a 3000 personas. Por eso las fincas vecinas eran visitadas por milicianos para contribuir con alimentos y sostener en pie la manifestación. Ganaderos, dueños de fincas, y empresarios de obras civiles de constructoras que arreglaban cunetas en las tres carreteras y los políticos departamentales que llegaban en helicópteros, se reunían a diario con los líderes de la manifestación para intentar disuadirlos de la continuación del paro.

El sargento al mando de su escolta le recomendaba el coronel no dialogar con los dirigentes de la manifestación, con los que el coronel iba diariamente a reunirse en la entrada del puesto militar. El alcalde del pueblo le había ofrecido al coronel un almuerzo de agasajo por su cumpleaños. Junto al coronel cayeron el capitán Alfonso Morales, el cabo Pedro Beltrán y el soldado José Suárez. Cinco soldados resultaron heridos. Según el informe de la procuraduría, entidad encargada de la investigación por la masacre, en “1977 Rogelio Correa Campos tenía el grado de Capitán. En 1979 se desempeñaba como instructor del Batallón de Policía Militar No. 1 “General Tomás Cipriano de Mosquera”. Este mismo año fue condecorado con la medalla de Servicios Distinguidos en Orden Público por segunda vez. En 1981 por el decreto 3338 de 1981 fue ascendido al grado de Mayor. Dos años más tarde le sería concedida la Orden al Mérito Militar “Antonio Nariño”, por decreto 2152 de 1983. En 1986, mediante el decreto 3527 de 1986, el Oficial Correa Campos asumiría el grado de Teniente Coronel. Al año de su ascenso y hasta su fallecimiento en 1988, estaría como comandante del Batallón de Infantería No. 40 “General Luciano D’Elhuyar”.” (https://goo.gl/XJqc8U ).

Parece muy ordenado todo al repasar y sintetizar las versiones de la organización de víctimas (vidassilenciadas.org) que reconstruyó la matanza y los archivos de la investigación que adelantó la Procuraduría (movimientodevictimas.org). Pero todo sigue siendo tan confuso como el día del tiroteo. El tiroteo duró, según el reporte del enviado especial de la Revista Semana, solo tres minutos. Pero la evidencia desmorona de un carpetazo las versiones oficiales: ¿Cincuenta muertos y 27 heridos en tres minutos? Y las versiones oficiales desmoronan los testimonios: ¿Puede verificarse que el coronel haya disparado un tiro en la sien a uno de sus soldados? ¿De qué calibre fue la bala que mató al soldado? ¿El mismo de la pistola del coronel? ¿Puede explicarse el modo de actuar de Luis Uribe, alias Camilo? ¿Era realmente un paramilitar en toda regla vinculado al ejército para delatar milicianos o puede deducirse por su modo de actuar que nunca dejó de ser un guerrillero y que más bien estaba infiltrado en una misión de contrainteligencia insurgente para asesinar al coronel? ¿Su ráfaga no resulta más una acción que una reacción contra la demencia de un militar ebrio? ¿O es una acción militar guerrillera usando los mismos métodos ilegales de contrainteligencia que usaba ese batallón en la época? ¿Y qué ocurrió con los desaparecidos de La Llana?

No han aparecido los familiares de los 36 campesinos desaparecidos que presuntamente fueron arrojados a las aguas crecidas del río Opón.

Lo que sí se ha verificado es que la persecución desatada por los paramilitares de la región y las capturas ilegales provocaron un desplazamiento masivo de la población campesina de El Carmen y San Vicente desde 1988 hasta 1994. Debido a este desplazamiento y exterminio contra los que participaron en las marchas campesinas del Paro del nororiente no ha podido esclarecerse si la masacre llegó al medio centenar de campesinos como dicen las versiones y así continuará mientras los familiares de las víctimas no reclamen verdad, justicia y reparación y los oficiales en ejercicio se acojan a los mecanismos de la verdad de esta época (Justicia Especial para la Paz).

En septiembre de 1992 un tribunal condenó a la nación a una “indemnización por 14 566.574 a la señora Felisa Cano de Gómez, cuya hija de 12 años fue herida gravemente en una incursión del Ejército en una zona rural de San Vicente de Chucurí (Santander). La menor resultó lesionada de por vida. Su capacidad de trabajo, según los informes médicos, se disminuyó en más de un 35 por ciento”. El fallo esclareció, según testimonios del cabo Albeiro Durán y los soldados Pedro Jesús Vargas y Eliecer Suarez Delgado, que el ejército actuó en compañía de un infiltrado que no pertenecía a la institución y quien desencadenó el tiroteo. En consecuencia, dice el Tribunal Superior: “No cabe duda de que los organismos de seguridad del Estado, a los que se les ha asignado una labor de claro contenido preventivo, deben obrar con suma prudencia y mesura, evitando, en lo posible, causar daño a las personas, pues su labor debe ser, ante todo, reflexiva. Pero jamás deben actuar con ligereza, desmesura o arbitrariedad, de tal modo que su conducta se confunda con la de los delincuentes […]. No es justo que la víctima, que no se colocó fuera de la legalidad, habida consideración que no provocó en modo alguno el hecho trágico, como tampoco incurrió en culpa o negligencia, corra con la carga pública constituida por la acción desplegada por los organismos de seguridad.”

Sobre la filtración de la guerrilla en la marcha organizada por grupos campesinos del sur del Cesar, el valle del Cimitarra y Magdalena Medio, quedaron testimonios orales en que los marchantes se quejaban de haber participado porque “animadores” habían hecho la citación y pedido la cuota obligatoria para financiar la movilización. El que no pagara la cuota, ni enviara gente a la comitiva, recibía la visita de un grupo guerrillero. Uno de los testigos de la matanza se escondió debajo de la volqueta en que trabajaba para una firma constructora que adelantaba obras por una de las tres carreteras que confluían al río Opón.

Llevaba cuatro días atascado en la carretera, a cien metros de la piedra donde se subió el coronel cuando empezaron las ráfagas. Quince días antes había tenido que llevar en esa misma volqueta el cadáver de un muchacho del pueblo Piedecuesta, cuya familia se había ido a vivir a la vereda Llana Caliente. La familia se negó a pagar la cuota de participación para la marcha y aquellos que lo mataron dejaron el cadáver junto al camino. El conductor tuvo que alzar el cadáver y llevarlo hasta la vereda de los familiares. Cuando hizo sonar la bocina estridente de la volqueta, la familia salió y lo distinguieron entre los demás como vecino.

Por el informe se deduce que el acto de infiltrar como delator a un guerrillero fue decisión del coronel Correa Campos. Luis Uribe Suárez, alias “Comandante Camilo”, se había entregado en calidad de guerrillero en las instalaciones del batallón y había accedido a señalar a los guerrilleros infiltrados en la marcha, por lo cual el coronel lo habría incluido como parte de su escolta y le había facilitado el arma de dotación con que fue asesinado. 

“Mediante el decreto 1448 de 1988, le sería otorgado el ascenso póstumo al grado de Coronel. La única investigación que se surtió contra el Oficial Rogelio Correa Campos fue la averiguación disciplinaria No. 22-71283 por los sucesos de Llana Caliente, la cual se archivó el 4 de agosto de 1989 por la muerte del endilgado. Por los demás hechos en que tuvo responsabilidad no fue vinculado penal ni disciplinariamente a investigación alguna”.

Otro homenaje no oficial se le dio cuando comenzó a operar un grupo paramilitar denominado Comando Operativo No. 15 Coronel Correa Campos.

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Voy a la vereda de la masacre demasiados años después con el fin de encontrar algunos testimonios para escribir una crónica, pero no hallo nada: ni tienda, ni gente, ni placa, ni nada; los crímenes del Estado no se conmemoran. Los camiones que avanzan delante del bus se desvían por una ruta alterna a la autopista panamericana. Se desvían para no pagar el peaje del Estado. Pero se detienen a pagar el peaje que cobran dos hombres apostados con un lazo en medio de la carretera de tierra. Sobre ellos hay un cartel gigante que reza: Gracias por pagar su peaje a las Autodefensas unidas de Colombia. La tarifa era más económica, pero los buses y camiones preferían pagar el peaje ilegal.

El conductor pagó y el bus volvió a la autopista y se adentró por un dédalo de carreteras polvorientas por las que de vez en cuando podían verse los cabezazos de los columpios extractores de petróleo en las praderas de ganado. Los otros letreros que podían leerse en cada casa apostada por la vereda principal de la que se desprendían los ramales eran:

“Se venden minutos” y “Se vende finca”.

¿Minutos?

El único que podía vender minutos según la mitología antigua era Cronos, señor de los tiempos y del semen venusino, devorador de sus hijos. Mitología desafiada por la tecnología inalámbrica. Expresión demente que significa: “vendo llamadas telefónicas según la cantidad de palabras que quepan en un minuto de su desvalorado tiempo”. El desgaste semántico (del concepto del tiempo) tras la inundación de los mercados con cuarenta millones de teléfonos celulares en las ruinas de un país de varados ha llegado hasta el campo de San Vicente de Chucurí para reivindicar su acceso a la posmodernidad. Ahora todo el mundo vende minutos y todo el mundo quiere vender su finca y largarse. ¿Por qué razón?

Volví para averiguar un poco más de esa tierra, y con sólo llegar, en el polvo de carbón obtuve respuestas.

Camino hasta una covacha de madera y zinc recalentado a orillas del camino que conduce al puente de lata donde ocurrió la matanza. Allí quedaba la tienda que perteneció a la cuñada del alcalde de entonces, quien daría el agasajo al coronel por su cumpleaños. Allí el muñón del samán que el coronel mandó cortar como última orden. Allí el río opón con su lecho de arena y sus aguas verdes en verano. El único habitante al que veo le pregunto si hay dónde beber algo para el calor.

El rebuznadero del burro será.

¿Qué dice?

Que no, patrón. La tienda cerró. A misiá Lucía la mataron hace poco los del Cartel de la Gasolina.

(Lucía Gómez de Martínez era la dueña de la fonda junto al puente, sitio donde se preparaba el almuerzo para el cumpleaños del coronel. En 2006 fue asesinada en el mismo lugar por paramilitares. La mayoría de testigos directos de la masacre ya no están. Los que quedan, prefieren olvidar ese 29 de mayo).

Por Daniel Ferreira

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