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Bojayá cuenta

Leyner Palacios
23 de mayo de 2020 - 04:20 p. m.

El pasado dos de mayo se cumplieron 18 años de uno de los hechos más dolorosos y terribles en la historia reciente del país. Recuerdo esa mañana de 2002 como si hubiera ocurrido ayer, las imágenes de la iglesia destruida vienen a mi memoria como si alguna vez hubiéramos conocido el infierno.

El documental “Bojayá entre fuegos cruzados”, dirigido por Oisín Kearney y realizado por la productora irlandesa Fine Point en colaboración con la Comisión Interétnica de la Verdad del Pacífico, de la que soy miembro, hace parte de ese gran relato de las víctimas de Bojayá, un relato que aún sigue inconcluso, pues se necesita que nuevas voces e historias lo enriquezcan y también urge que muchos colombianos lo conozcan.

Quisimos lanzar ese documental el 2 de mayo pasado, precisamente el día en que se conmemoraban los 18 años de la masacre, para recordarle al país que esos hechos dolorosos pueden volver a ocurrir si no apostamos con mayor firmeza por la paz y la justicia social. La guerra ocurre ahora mismo sin que la pandemia haya frenado las masacres, los desplazamientos, los asesinatos selectivos. Un día sabemos de limpieza social en el Putumayo y al siguiente nos informan de una masacre en el Cauca. Una semana ocurre un desplazamiento masivo en el río Baudó y la otra asesinan un líder social con su familia en un pueblo remoto del Caquetá.

(Lea:  Conmemoración de la masacre de Bojayá, Chocó: “Después de 18 años, sabemos a quién le vamos a ir a rezar)

Bojayá fue un símbolo de esa desgracia que no se termina. Todos llegaban (y siguen llegando) con su discurso de proteger a las comunidades. Pero las comunidades son las que mueren. Los impactos que el conflicto dejó son incalculables, empezando por el daño a la integridad de las personas y familias. ¿Cuántas vidas, tejidos humanos, familias se perdieron? ¿Cuántos asesinatos, cuántas masacres? ¿Cuántos jaibanás, rezanderos y curanderas fueron sometidos al exterminio? Eso es irreparable.

Pero además tuvimos daños a la espiritualidad. La violencia nos obligó a ser conscientes de nuestra riqueza cultural. En Bojayá nunca se había dado que a la gente tuvieran que enterrarla en una fosa común, esa relación que había con nuestros muertos se rompió: los cuerpos eran arrojados a los ríos, o picados a machete y envueltos en un costal. La intención de los asesinos era más que imponer terror. Querían cambiar nuestras creencias, nuestra forma de enterrar los difuntos cantándoles alabaos para que subieran al cielo. No nos dejaron acompañar los muertos.

No es coincidencia que la violencia se hubiera incrementado contra estas comunidades en el momento en que habían logrado su cohesión organizativa para exigir los derechos frente al Estado. En el Bajo Atrato la arremetida militar y paramilitar de 1996 y 1997 con la famosa Operación Génesis ocurrió justamente cuando las comunidades afrocolombianas estaban obteniendo los títulos colectivos de sus territorios ancestrales. Después la guerra llegó al Medio Atrato, a Vigía del Fuerte, a Bojayá, a Quibdó, y luego a todo el departamento del Chocó y el Pacífico.

Estos han sido nuestros motivos, los que nos llevan a que en Bojayá hayamos apostado a la justicia, pero entendiéndola como un proceso en donde las comunidades puedan disfrutar de sus derechos, donde los pueblos afro e indígenas hagan uso de la autodeterminación y autonomía, con el gobierno propio de sus territorios. Justicia es que el ser humano pueda vivir con la naturaleza sin acabarla, regulando el equilibrio entre el uso de los recursos y el medio ambiente.

Nuestra principal lucha como pueblo étnico ha sido defender ese territorio. Por eso, hoy más que nunca, Bojayá y el Pacífico cuentan.

 

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