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Contra-arrestar el exterminio indígena en Colombia requerirá apoyo internacional

Columnista invitado
05 de noviembre de 2019 - 08:00 p. m.

Por: Francisco Quintana

La última matanza contra el pueblo nasa, uno de los más aguerridos de Colombia, rinde cuentas de como las guardias y líderes indígenas que defienden su territorio y su cultura de los grupos armados ilegales se enfrentan a la muerte y la desarmonización.

Ocurrida el pasado martes 29 de octubre, las muertes se dieron cuando hombres armados que se transportaban en camionetas de alta gama masacraron a la gobernadora del resguardo de Tacueyó, Cristina Taquinas Bautista, y a cuatro guardias ancestrales más mientras ejercían el control territorial en una vía del sur del país.

Las personas responsables de los hechos fueron tildadas de pertenecer a una de las disidencias de las FARC. Sin embargo, la evidencia apunta a que pertenecían a ejércitos privados de narcotraficantes mexicanos y colombianos que pretenden imponer una cultura de violencia dentro de los territorios que históricamente han estado rodeados de sembríos de coca y marihuana.

La lentitud del Estado para llegar a estos territorios y ejercer algún control sobre los grupos ilegales que violentan la forma de vivir de los pueblos indígenas nuevamente surge como un foco de preocupación. Por otra parte, las desavenencias que existen entre la Fuerza Pública y las autoridades ancestrales, han provocado que la guardia indígena se eche al hombro la tarea de incautar drogas, quemar armas decomisadas y vigilar las carreteras.

Esta ausencia de apoyo genera cifras de muertes alarmantes.  Según datos de la Organización Indígena de Colombia (ONIC), desde que se posesionó el presidente Iván Duque hasta la fecha, han sido asesinados 120 líderes ancestrales en todo el país, de los cuales, 50 corresponden a guardias indígenas quienes murieron en el marco de su ejercicio de defender los derechos humanos y ancestrales de los 102 pueblos que existen en el país.

En ese sentido, se espera que la noticia de la renovación de las competencias de la Oficina de Derechos Humanos de la ONU en Colombia, ocurrida el mismo día de la masacre, funcione como un aliento para las comunidades y líderes sociales que se encuentran en una situación de máxima vulnerabilidad; y una advertencia para el Estado colombiano, que renovó el mandato a 24 horas de su expiración luego de siete meses de álgidas negociaciones.

Claro está que ahora más que nunca, Colombia no puede dilatar los procesos que faciliten el trabajo de las organizaciones internacionales a cargo de ejecutar un apoyo y monitoreo en materia de derecho humanos necesario para asegurar que la paz llegue a todos quienes habitan dentro del territorio colombiano sin recurrir a la militarización. Esta exigencia se puntualiza frente a una violencia agudizada en regiones aledañas al ataque inicial, que cobraron un saldo de una decena de muertes y personas heridas.

En el caso de los Nasa y otros pueblos indígenas, asumir las tareas del Estado en un panorama de pos-conflicto ha resultado en que muchos caigan bajo ráfagas de fusil, disparadas sin compasión.  El asesinato de Cristina Taquinas Bautista, Asdrúbal Cayapu, Eliodoro Finscue, Jose Gerardo Soto y James Wilfredo Soto, todas autoridades ancestrales, más allá del dolor y repudio que genera, debe ser un momento de alerta máxima para el Gobierno y la comunidad internacional, para que tomen medidas efectivas en la búsqueda de evitar que terminen exterminando al pueblo nasa, a sangre y fuego como ha sucedido en la historia de los pueblos de las Américas.

*Director del Programa de la Región Andina, Norte America, y el Caribe del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional

 

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