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Haciendo País

El único lugar sobre la tierra

Juliana Bustamante Reyes
01 de abril de 2019 - 05:34 p. m.

Cuando se ha tenido el privilegio de vivir en esa sociedad, se entiende, de una parte, el dolor tan profundo que significa romper con esas características inherentes de paz, sentido de comunidad y respeto por el otro, con un acto tan cruel y tan ajeno a ella. Sin caer en los excesos de decir que no existen algunas muestras de racismo u ocasional rechazo al inmigrante en Nueva Zelanda, no hay duda de que, en todo caso, siempre ha prevalecido la cultura de la tolerancia y el espíritu colectivo de ser todos parte de lo mismo. Es posible que eso se deba precisamente al hecho de estar tan aislados en tiempo y lugar, que los ha llevado a desarrollar una especie de gran familia con los demás que comparten esa distante unicidad.

Como la mejor líder del mundo en la actualidad, de lejos, Jacinda Ardern ha promovido la política de ignorar del todo al perpetrador, desafiando la tradicional retórica de la guerra contra el terrorismo que invita a la venganza y promueve más violencia. En cambio, se ha concentrado en desarrollar acciones en favor de las víctimas, del país y de sus ciudadanos. Ha abierto el debate sobre la posesión y tenencia de armas, mediante prohibiciones específicas inmediatas. De manera coherente con esa postura, muchos neozelandeses -incluso antes de esa decisión- ya habían empezado a hacer entrega voluntaria, con fines de destrucción, de las armas que tenían en su poder. De nuevo, con una mirada de beneficio colectivo, por encima del particular.

Esta determinación política ha estado acompañada de un mensaje claro de solidaridad y respeto por la comunidad musulmana que fue atacada, calificando a todos y cada uno de sus miembros como parte de “nosotros”. Esto implica que todos los que viven en Nueva Zelanda están en lo mismo y les duele como propio el dolor que sufren quienes viven con ellos en su mismo país. Qué distinto sería el mundo si los líderes y las comunidades tuvieran esa visión colectiva de solidaridad, de verdadera conexión humana y donde las muestras de ello fueran más allá de las abstractas buenas intenciones… Ver a miembros de la policía, funcionarios públicos y ciudadanos grandes y chicos orando (y así, honrando) en grupo con la vestimenta propia musulmana en una cadena humana de apoyo, simboliza un nivel de compasión que solo se encuentra en tierras lejanas inimaginadas donde, tal como la propia Ardern señaló en la ceremonia nacional en honor a las víctimas, “[L]a respuesta al odio se encuentra en nuestro sentido de humanidad”.

La empatía es el sentimiento que más humanos nos hace, pero el que cada vez está menos presente en la humanidad hoy en día. Cuando vemos que en tantos lugares los muertos son estadísticas y que la política se mueve en torno a la creación de conflictos y polarización, terminamos por acostumbrarnos a que la violencia se nos presente de mil maneras y que poco nos impacte; de hecho, terminamos enredados en ella así solo sea verbalmente. Nueva Zelanda no es parte de esa lógica; aunque su tranquilidad fue violentada de la peor manera posible, se presenta hoy ante el mundo como el ejemplo de ese fin último que debería buscar la humanidad: tener sociedades tolerantes, abiertas, conectadas de verdad, mirando hacia un futuro de paz y libertad, en donde todos quepamos porque ser todos parte de lo mismo.

Este es el único lugar sobre la tierra en donde un ataque terrorista ha generado una única voz de solidaridad y respaldo. En casos como éste, siempre aparece alguna teoría de la conspiración, móviles políticos o agendas ocultas que capitalizan estos actos con fines propios y terminan invisibilizando a las víctimas, que deberían ser el centro de la reacción. Y es curioso, por decir lo menos, que, siendo Nueva Zelanda un país tan poco religioso, esté demostrando ser ese lugar donde el amor y la compasión por el prójimo son los principales valores que están arraigados en la sociedad, sin necesidad de chantajes basados en pecados, castigos o promesas de redención, sino como una realidad que se vive, se siente y se comparte de manera espontánea.

Es demasiado lo que le falta al resto del mundo para estar siquiera cerca de esta manera de entender la vida en comunidad. Un país aparentemente irrelevante en el devenir internacional, por circunstancias extremas de violencia, es hoy inspiración y modelo sin par de esos anhelos que motivaron la creación de las Naciones Unidas: “reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas(…)” Arohanui Aotearoa.

The only place on the earth 

The massacre that occurred on March 15 in the city of Christchurch, New Zealand seemed to be an end of that paradise of innocence and kindness, so distant for most people in the world. But no. An aberrant tragedy like that was the opportunity for that country to emerge strengthened and to show us what it is made of.

When one has had the privilege of living within that society, one can understand the deep pain of breaking with those inherent characteristics of peace, sense of community and respect for the other, in such a cruel and foreign manner. Without falling into the excesses of saying that there are no signs of racism or of occasional rejection of immigrants in New Zealand, it is safe to say that a culture of tolerance and the collective spirit where all are part of the same, has always prevailed. Possibly, this is precisely due to the fact that New Zealanders are so isolated in time and place, that this has led them to develop a sense of greater family feeling with others who share that same, distant uniqueness.

Becoming the best leader in the world today by far, Jacinda Ardern has, on the one hand, called for a full disregard of the attacker, challenging the war on terror typical rhetoric that usually calls for revenge and more violence. Instead, she is focusing on developing actions in favour of the victims, the country and its citizens. In particular, by banning some types of weapons, she has opened the debate of guns’ ownership. Consistent with that position, many New Zealanders had already begun to voluntarily surrender, for purposes of destruction, the weapons they had in their possession. Again, with a view of collective benefit, beyond individual considerations.

This political resolve has been accompanied by a clear message of solidarity and respect for the Muslim community that was attacked, naming each and every one of its members as part of "us". This implies that everyone is part of a shared sameness, meaning that their pain hurt every kiwi as if it were their own. How different the world would be if leaders and communities had that collective vision of solidarity, of true human connection beyond empty good intentions... Seeing members of the police, public officials and common citizens praying (and thus, honoring) in the group-wearing of head scarves in a human chain of support, symbolizes a level of compassion only possible in distant unimagined lands, where, as Ardern said in the remembrance service for the victims, “[T]he answer to hate lies in our humanity”.

Empathy is the emotion that makes us more human, but also is one that is becoming less commonly seen among humanity today. When, in so many places, killed people become just statistics and that politics revolve around creating or maintaining conflict and polarization, we end up getting used to the fact that violence comes to us in many ways with little or no impact; in fact, we end up entangled in it, even if it is just verbally. New Zealand is not part of that logic: although its tranquility was attacked in the worst way possible, today it rises as a world example of pursuing a tolerant, open, and truly connected society looking collectively towards a future of peace and freedom, where everyone fit because all are part of the same.

This is the only place on Earth where a terrorist attack has generated a single voice of solidarity and support. There are always conspiracy theories or political motives with hidden agendas that take advantage of this type of acts for their own benefit – making the victims invisible when they should be at the center of the reaction. It is rather interesting, to say the least, that New Zealand, being a non-religious country in general, is proving to be that place where love and compassion for others are the main values ​​rooted in society, without there being any blackmail based on sins, punishments, or heavenly promises, but as a reality that is lived, felt and shared spontaneously.

The rest of the world is far from being even close to this way of understanding communal life. Due to extreme circumstances of violence, a seemingly irrelevant country in the international arena appears today as the inspiration and unparalleled model to fulfill those aspirations that motivated the creation of the United Nations: “to reaffirm faith in fundamental human rights, in the dignity and worth of the human person, in the equal rights of men and women and of nations large and small;…”: Arohanui Aotearoa

 

 

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