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Haciendo País

Etiquetas pavorosas contra el movimiento estudiantil

Laura Baron-Mendoza
19 de noviembre de 2018 - 09:05 p. m.

Los estudiantes siempre han sido los protagonistas de iniciativas de transformación social en el mundo y en Colombia, pese al precio que se ha pagado por Estados represivos y reacios a dichos cambios; los cambios atemorizan, suelen afianzar las barreras entre grupos sociales y emplear el uso de la fuerza como mecanismo de defensa.

El valor de los estudiantes de la plaza de Tiananmen en 1989 (China), donde miles fueron asesinados por apelar a una reforma política y económica; el de aquellos en la Revolución de Terciopelo en la antigua Checoeslovaquia de 1989 que logró la derrota del Partido Comunista; el de quienes lideraron la séptima papeleta que dio paso a la Constitución colombiana de 1991; y el del movimiento estudiantil chileno en 2011 contra la participación del sector privado en la Educación, es el que debe permanecer en el núcleo de los actuales reclamos en Colombia, de la mano con la filosofía de no-violencia.

Llevo dos semanas escuchando, en diversos espacios públicos, comentarios que deberían preocuparnos.  Luego de las marchas del pasado 8 y 15 de noviembre, para muchas personas ha sido fácil comenzar a expresarse despreciativamente al aludir a los estudiantes que defienden el derecho a la educación. Las menciones que he podido percibir van desde ¡Vagos!¡No piensan en nadie sino en ellos mismos! Hasta ¡Terroristas! ¡Viciosos! ¡Guerrilleros!

El “colgar etiquetas” es una de las armas para mantener las relaciones de poder, afianzar las razones para la exclusión y el aumento de rechazo a transformaciones que permitan, no sólo reconocer las diferencias, sino convivir con ellas sin recurrir a la violencia. Ahora bien, esas etiquetas son usadas generalmente por aquellos grupos con una tal cohesión, dueños de diversos factores de poder, que se consideran superiores a otro y, lo peor, hacen creerle, a este último, su imaginaria inferioridad. Lo que vemos en nuestros días, abastecidos de ataques verbales que vienen y van, es una evidente disminución del dominio absoluto de ciertos factores de poder, lo cual provoca una contra estigmatización igual de nociva.

Colgar esas etiquetas a los estudiantes, a los lideres y lideresas, al campesino, son escapatorias cómodas que inmortalizan la violencia. Estamos habituados a leernos en clave maniquea; tendemos a reducir las explicaciones de la realidad a dos razones o posturas opuestas. Esta salida no ha sido sino nuestra condena. El uso del lenguaje en la cotidianidad juega un rol activo en la formación de configuraciones dogmáticas y legitimadoras del uso de la fuerza por parte de quienes, por ejemplo, realizan tareas en medio de manifestaciones sociales.

Desde antes de Platón, pasando por Hugo Grocio, los rebeldes franceses de 1789 y Rawls, la resistencia es parte cardinal de los presupuestos de la organización política democrática, que incorpora en su núcleo la defensa y garantía de los derechos humanos.

Con ello, estas marchas que hemos presenciado en todo el territorio colombiano son una forma de resistir, que personifica el derecho a la protesta y que, a su vez, deriva de derechos como la libertad de expresión, del derecho de asociación y a participar en asuntos públicos. La protesta social es un derecho consagrado en la Constitución Política colombiana (artículo 1 y 37) y en tratados internacionales como el Pacto Internacional de Derechos civiles y políticos (artículo 2) y la Convención americana de los Derechos Humanos (artículo 15). Por lo mismo, el Estado tiene el deber de garantizarla.  

Pese a los enfrentamientos que hubo, no cabe duda de que la mayoría de quienes salieron a marchar participaron pacíficamente y que este seguirá siendo su modus operandi hasta tanto su voz tenga valor y medidas apropiadas sean adoptadas para que la educación pública deje de ser una difusa fantasía.

Con todo esto, el derecho a la protesta pacífica es inclusión política y promueve una sociedad crítica, no sumisa, no emocional. Por lo tanto, su garantía, es una llave complementaria para que exista una construcción colectiva de lo que consideramos Nación. Sin embargo, el empleo de etiquetas pavorosas e irresponsables, cuyo poder creador de imaginarios no conoce límites, es un peligroso factor para allanar el camino a la continuación de división y, por lo tanto, de la violencia. En otras palabras, nuestro lenguaje es decisivo para la formación de escenarios pacíficos o la perpetuación de la confrontación hostil.

 

 

 

 

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