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Haciendo País

Lidiando con la frustración de una paz nublada

Laura Baron-Mendoza
19 de marzo de 2019 - 05:14 p. m.

“¿Por qué los seres humanos parecen resignarse a tantas cosas que los están destruyendo? Y ¿por qué hacen tan poco para modificar esas cosas?”

 “Hombre mirando al Sudeste” (1986) 

Desde el 2012 le abrimos la puerta a la paz, la cual se transformó no solo en un posible factor de cohesión social sino en un potencial mito fundacional que persiste ausente entre nosotros. En el último año, Colombia ha experimentado un ritmo acelerado de cambios político-sociales, tan radicales, que nos ha dejado en un estado de incertidumbre, provisionalidad y desconfianza tanto horizontal (entre ciudadanos de a pie) como vertical (con la institucionalidad). Sin desconocer la persistencia de la violencia armada, ni tampoco la innegable reconfiguración de los actores armados, este caos, aunque nublado, es capaz de ser reinventado.

Este panorama se ha visto protagonizado recientemente por episodios que, a simple vista, pueden convertirse en factores generadores de sentimientos negativos con la habilidad de entorpecer toda esperanza de cambio hacia la paz.  La objeción de la ley estatutaria de la JEP, el escándalo de corrupción de uno de los fiscales de la JEP y un Plan de Gobierno que parece omitir medidas de construcción de paz en medio del conflicto.

Sin duda, este caos tiene un riesgo: la generación de frustración. Llevamos décadas en búsqueda de mecanismos de transformación de nuestras diferencias de manera distinta a la violencia, una tarea que hace siete años comenzamos a ver posible. Esas expectativas fueron inevitables de tener, y aunque crecieron, hoy se ven cada vez más opacadas con las noticias publicadas en los medios. Lo negativo de esto, es que cuanto más elevada son las expectativas de las personas, el riesgo de frustración y desánimo es más alto.

Sin tener escapatoria a esta realidad, capaz de inspirar cualquier novela de fantasía distópica, no nos queda sino preguntarnos cómo afrontar la frustración, de manera tanto individual como colectiva.

Tenemos dos opciones, ninguna de ellas incorrecta ni excluyente. A nivel individual, la primera es optar por actividades varias como irnos a ver ballenas, cuyo resultado es el olvido y la ajenidad. La segunda, nos complicaría un poco más la vida; se trata de no callar y actuar según las alternativas a las que cada quien pueda acudir. En otras palabras, es dejar la pasividad muda y poder existir mediante la veeduría pública.

En todo caso, la acción individual no alterará un sistema colapsado. La persona que lea esto, quizás, muchas veces aun queriendo un cambio, omite pensar en ello pues considera que su acción será la gota rebelde yendo en contra de la corriente. Por lo mismo, me enfoco en lo colectivo. Aunque la gama de opciones que tenemos a la mano no daría para escribirlas en esta columna, lo que sí puedo decir es que para una tal reacción el primer paso, para nada pequeño, es reconocer la importancia e identificar un factor de cohesión que nos permita ejecutar acciones colectivas.

He ahí la complejidad de nuestra realidad tropical ¿Cuál es nuestro factor de cohesión? Mirémonos en un espejo por algunos minutos. Somos una sociedad egoísta que elogia la facilidad, y, por lo tanto, la violencia como primera opción, que tiende a culpabilizar antes de aceptar los propios errores. Esta situación aparentemente eterna no es sino el resultado de la persistente frustración que nos inunda. De hecho, esta macabra violencia eterna es un resultado mismo de la ausencia de cohesión como herramienta de lucha contra la frustración.

Pareciere que estuviésemos optando por una ruta colectiva, pero cayendo en la estupidez, elegantemente denominada inteligencia fracasada por José Antonio Marina. Para explicarme, partamos por ampliar la noción de inteligencia tal y como él la entiende. La inteligencia es “la capacidad de un sujeto para dirigir su comportamiento, utilizando la información captada, aprendida, elaborada y producida por él mismo”. Es decir que el no fracasar depende del uso que le demos a nuestra inteligencia, ya sea para uso propio o un uso no egoísta en beneficio de los demás.

Como colombianos parecemos inclinarnos a la inteligencia fracasada de Marina. Nos empeñamos en no aprender de la experiencia, en vivir en negación, en cerrar los ojos ante la evidencia, en aferrarnos a teorías que parecen invulnerables a la crítica. Así, hemos inventado nuevos dioses: los prejuicios, los dogmas, la posverdad, entre otros.

No, no hay una fórmula única ni mágica para mejorar nuestro país. Lo cierto es que las oportunidades para el triunfo son múltiples, así como aquellas para el fracaso. La paz no es sino un camino lleno de piedras que podemos evidenciar con tan solo abrir el periódico o sintonizar un canal o una estación de radio. Por lo tanto, si los obstáculos son parte del proceso continuo de paz, la frustración también lo es.

Con todo, este es un llamado a elogiar la dificultad, así como a la acción en donde le demos un uso público a la inteligencia, capaz de ponerle fin a esa lucha salvaje de todos contra todos a la que nos hemos acostumbrado. El actuar colectivamente ante la frustración, no es sino el triunfo de la libertad razonada en contra de los excesos pasionales y egocentrismos. Soy víctima de la frustración, pero más que víctima, soy una constante sobreviviente de esta, convencida de que la armonía, la igualdad, la justicia y la transformación social (si no le quiere llamar paz) puede seguir siendo nuestro factor de cohesión como motor para la acción colectiva.

 

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