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Haciendo País

Mis motivos para insistir en la paz

Leyner Palacios
15 de febrero de 2020 - 05:39 p. m.

En nuestro país cualquiera puede contar historias de dolor y muerte, porque la tragedia de los colombianos es un drama colectivo que pareciera interminable. La violencia toca la cotidianidad de millones de colombianos de diversas maneras, por ejemplo, violento es morir a la espera de un tratamiento médico, violento que haya niños pidiendo monedas en los semáforos tanto como acostumbrarnos a verlos, violento es perder la vida a manos de un asaltante tanto como legitimar que un robo justifica el asesinato del ladrón, violento es que los niños indígenas se mueren por decenas a causa de epidemias desconocidas, como ocurre justo ahora en el río Baudó. Problemas con causas estructurales que la sociedad colombiana debe resolver paso a paso.  

En cuanto a la violencia ocasionada por el conflicto armado, cualquiera puede argumentar que tiene motivos para odiar y continuar el desangre y el horror. Sin embargo, quienes hemos perdido seres queridos en medio de las balas y las bombas sabemos en carne propia que aunque es difícil mirar al culpable a los ojos, oír sus razones, tratar de entender su postura y decidirse a perdonar, avanzar hacia salidas negociadas es el único camino viable y efectivo.

Los muertos siguen cayendo en Catatumbo y Nariño, los retenes con buses quemados siguen cortando las dos únicas carreteras que llevan al departamento del Chocó, los líderes sociales y activistas opositores siguen recibiendo amenazas y panfletos firmados por los “nuevos” grupos paramilitares, que son en realidad tan viejos. Y ante esto, muchos sectores vociferan que la paz fue una farsa para conseguir un Nobel y con esto quieren retornarnos a la prolongación del conflicto. 

Desde la Colombia periférica muchos seguimos creyendo que la construcción de paz no es tema de moda de un Gobierno sino el gran desafío para la sociedad colombiana, pues la  implementación del acuerdo es una oportunidad real para los territorios. Asi como es urgente insitir en la necesidad de buscar salidas dialogadas con los otros actores armados mediante negociaciones y alternativas de sometimiento colectivo, según el caso. Por eso me han llamado “mandadero de la guerrilla”, “terrorista”, “narcotraficante”, e incluso han dicho “este negro merece matarlo o morirse”, calificativos y amenazas que no diezman mi convencimiento, cuando mis motivos no son muy diferentes a los de ese otro país que se levantará por estos días mordiendo el miedo en la mitad de un paro armado.

Mis motivos tienen que ver, por ejemplo, con que el acuerdo de La Habana hubiera significado que de un promedio de casi 3.000 muertes violentas anuales asociadas al conflicto armado se hubiera pasado a 78 casos en 2017, el primer año de la paz con las Farc. O que el desplazamiento forzado, una de las consecuencias más nefastas de la guerra, se redujo en un 79% según informó la Unidad para las Víctimas, mientras las víctimas de minas antipersonales (la mayoría miembros de la Fuerza Pública) han disminuido en un 90% con respecto a una década atrás, o que en el Hospital Militar se hubiese pasado de tener 424 heridos en combate a 12 en el 2017.   

Mis motivos tienen que ver con que, gracias a esos mismos acuerdos, en Bojayá hace un par de meses con los sepelios colectivos de las víctimas de la masacre del 2 de mayo se nos ha dado oportunidad a las víctimas de enterrar a nuestros seres queridos según los usos y costumbres ancestrales. Eso mismo esperan los familiares de los más de 80.000 desaparecidos reconocidos por las cifras oficiales.

Mis motivos tienen que ver con que por fin se brindó oportunidad al país rural de participar en la planeación y ejecución del desarrollo a través de los PDET, la verdadera estrategia que podrá romper con las causas estructurales de la violencia si logra ser implementada de la mano de las comunidades, como está consignado en su sentido original.

En esta misma columna he sido muy crítico con el Estado y sus actitudes dilatorias frente al clamor de paz de las comunidades. Así mismo al Ejército de Liberación Nacional, a quienes una vez más les exigimos gestos de paz, pues no es minando las trochas, secuestrando ciudadanos, reclutando niños como se materializan sus consignas de justicia social. La utilización de las armas para imponer miedo y control sobre las poblaciones solo acrecienta la vulneración de derechos de las comunidades históricamente marginadas. 

No hay motivos para la muerte. No hay motivos para la guerra.

*Secretario general de la Comisión Interétnica de la Verdad del Pacífico

 

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