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“La memoria y la verdad se convirtieron en botín político”: Gonzalo Sánchez

El exdirector del Centro Nacional de Memoria Histórica y doctor en Sociología analiza las implicaciones de un documento militar revelado por el diario español “El País”, en que se ordena seguir una “Narrativa Marco del Conflicto Armado”, una especie de verdad oficial de la guerra que se impondría a la realidad vivida en 50 años de conflicto armado. Comenta, también, la orden de destinar un espacio dedicado a los militares veteranos en el Museo de la Memoria de las víctimas.

Cecilia Orozco Tascón / Especial para El Espectador
25 de agosto de 2019 - 02:00 a. m.
Gonzalo Sánchez destaca: “Hay que reconocer la esencial contribución de las Fuerzas Militares o de un sector mayoritario de ellas al proceso de paz”. / El Espectador
Gonzalo Sánchez destaca: “Hay que reconocer la esencial contribución de las Fuerzas Militares o de un sector mayoritario de ellas al proceso de paz”. / El Espectador

Cuando usted renunció a la dirección del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) hace nueve meses, adujo que lo hacía porque “reconocía” la existencia de una “nueva atmósfera política tras las elecciones presidenciales”. También dijo que “toda la institucionalidad relacionada con el Acuerdo de Paz comenzaba a remar a contracorriente”. Pasado este tiempo, ¿se ratifica?

Sí. Esa tendencia que señalé, desafortunadamente, se mantiene. La andanada del año pasado contra el CNMH se extiende, ahora, a todas las instituciones nacidas de los acuerdos, a las que hacen ver como “enemigas” del Estado. Los mecanismos también son más claros: desfinanciar, deslegitimar la institucionalidad emergente y, en general, a todos quienes manifiesten apoyo al Acuerdo alcanzado con las Farc.

Usted también afirmó que la construcción de la memoria y la verdad del conflicto no implicaba “ir en contra del Gobierno”, pero tampoco suponía que debía “estar con el Gobierno”. Y añadió: “La misión del Centro es de la sociedad y especialmente de las víctimas”. ¿La tarea del CNMH, hoy, se centra todavía en las víctimas o comienza a ser la narración que conviene a algunos victimarios?

El Gobierno, por acción u omisión, tomó el camino de desandar la paz. Y desandar la paz es a la vez desandar la memoria, la verdad y la justicia ¿Hasta dónde pueda llegar eso? No lo sé. Pero creo que la sociedad que defendió el Acuerdo tiene que seguir desplegando sus energías para frenar la avalancha regresiva, que no cesa. Estamos en grave peligro de involución, con consecuencias nefastas para el país. Aunque, sin duda, la memoria, por su poder simbólico y social, es siempre objeto de disputa, ahora más que nunca se ha convertido en un botín político con el que se quiere legitimar un solo discurso o, más concretamente, el discurso de quienes están, hoy, a la cabeza del Estado.

Los motivos que usted adujo en su renuncia parecen vigentes: no solo el director que lo reemplazó en el Centro es un historiador comprometido con la ultraderecha política; sino que además “El País”, de España, acaba de revelar la existencia de un documento “restringido” del Ejército en que se instruye a sus oficiales sobre cómo participar en “la construcción de una Narrativa Marco del Conflicto Armado colombiano”. ¿Qué opina?

Sobre este punto quisiera referirme no al Centro sino al Museo de la Memoria como principal eje de debate en este momento: imponer, por ley, la versión de una de las partes de la confrontación en un órgano que, también por ley, está destinado a la memoria de las víctimas es desnaturalizar su sentido, y también el de todo el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición. El Museo de la Memoria no puede convertirse en un Museo de Memoria Histórica Militar. Es un asalto a las largas luchas de las víctimas por la verdad y por el reconocimiento de responsabilidades de todos los actores de la guerra, incluidos los agentes estatales. Permitir esta apropiación inconsulta del Museo abre un boquete tremendo a los discursos legitimadores de la guerra. Confío en que la Corte, en revisión de constitucionalidad de esa ley, no deje prosperar este zarpazo a la memoria de las víctimas.

Usted se refiere a la ley que se firmó horas antes de terminar la legislatura pasada, por iniciativa de la senadora Cabal. Uno de sus artículos, en apariencia, inocuo, propone “disponer un espacio físico en el Museo de la Memoria destinado a exponer las historias de los veteranos de la Fuerza Pública exaltando sus acciones...”. Ese espacio para excombatientes, ¿alteraría, entonces, el sentido de reparación pensado para las víctimas?

Como le digo, ese artículo de la Ley 1979 que le atribuye una sala específica del Museo Nacional de la Memoria a los veteranos militares para exaltar sus heroicos actos en la guerra riñe con todo el espíritu y el sentido de la Ley de Víctimas y de los principios diseñados en las últimas décadas en el marco de la Justicia Transicional. El artículo en cuestión convierte, de un plumazo, en víctimas a una de las partes de la guerra. Por eso debe revisarlo, con cuidado, la Corte Constitucional.

En defensa de los militares uno podría decir que muchos de sus combatientes también sufrieron los rigores de la guerra así como los otros lados del conflicto...

Sin duda la Fuerza Pública, como actora de la guerra, también sufrió graves violaciones al derecho internacional humanitario, pero este museo se planteó para los miles de víctimas que produjeron todos los lados del conflicto. Las memorias de los actores armados en la confrontación deben tener otro lugar. Este Museo es un lugar de reconocimiento a las víctimas de la población civil por todo lo que soportaron y resistieron, y por su apuesta de país.

Volviendo al documento del Ejército, ¿qué opina de la intención, en el “Plan Narrativa Marco del Conflicto Armado”, de unificar una versión oficial de la guerra y de ver la “participación del Ejército Nacional en la Comisión de la Verdad (como) un “recurso estratégico”?

Son necesarias unas precisiones. Primera: hay que reconocer la esencial contribución de las Fuerzas Militares o de un sector mayoritario de ellas al proceso de paz. Nombres como los de los generales Alberto José Mejía, Jorge Enrique Moral Rangel y Javier Alberto Flórez serán emblemáticos de este compromiso. Segunda: los militares están en su legítimo derecho de narrar su experiencia de la guerra como combatientes y de elaborar historias institucionales de sus fuerzas. De hecho, lo han venido haciendo con diferentes universidades e, incluso, diseñaron un Museo de Memoria Histórica Militar. Tercero: hay situaciones claramente definidas, a la luz del derecho internacional humanitario, en las que miembros de las fuerzas entran a la categoría de víctimas como, por ejemplo, las víctimas de minas antipersonas.

¿Se valida la intención, entonces, de querer crear una única verdad oficial para ocultar la verdad verdadera?

No. No es aceptable la pretensión de producir una especie de relato paralelo al de la Comisión de la Verdad, como pareciera sugerirlo la directiva de los altos mandos. Ni tampoco que ese relato tenga que ser admitido como tal por la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV), y no como un simple insumo al igual que lo hacen otros sectores de la sociedad. No puede haber privilegios y jerarquías per se en la producción de la verdad. Hay algo más: lo que se plantea en la directiva oficial desconoce la diversidad interna en la Fuerza Pública en cuanto a las formas de entender lo sucedido durante el conflicto y de asumir las eventuales responsabilidades en el mismo. Esta diversidad se ha hecho patente y pública en los últimos años y no hay que anularla. Hacerlo sería mutilar el derecho de las víctimas a la verdad completa, y también implicaría coartar la voluntad de miembros de la fuerza que quieran contribuir eficazmente con su esclarecimiento.

Según el texto de las Fuerzas Militares, hay que referirse a sus miembros “víctimas” como “testimonio vivo de las graves violaciones e infracciones al derecho internacional humanitario que se han cometido en (su) contra e incluso de la población civil”, con lo que ponen en igual condición de victimización a ciudadanos desarmados y atrapados en medio de la guerra, con profesionales armados y entrenados para combatir. ¿Esa comparación tiene sustento en el derecho internacional?

Hay un principio general muy claro: no todo combatiente es víctima, pero sí hay combatientes que pueden ser tratados como víctimas bajo ciertas condiciones establecidas en el DIH. Se incluyen en esta categoría homicidios fuera de combate o en estado de indefensión de quien haya depuesto las armas, haya sido vencido, esté enfermo o herido o que esté, ocasionalmente, de civil y sin insignias ni uniforme. También cuando uno de los combatientes use armas ilícitas como las minas antipersonas. Los civiles y los militares son sujetos distintos frente al derecho de guerra: el civil es víctima en cualquier caso y en todas las condiciones. El militar solo es víctima cuando se cumplen las condiciones que ya señalamos.

¿Por qué se pretende crear tanta confusión al respecto si la calidad de víctimas de guerra reconocida en la normatividad internacional parece tan clara?

El origen, aquí, de la confusión es político: si se dice que lo que ha pasado en Colombia es una “amenaza terrorista”, entonces, todos los miembros de las fuerzas estatales son víctimas. Pero si se acepta que lo que hay es un conflicto armado interno, desde luego, sometido también a las reglas del derecho internacional humanitario, los miembros de las Fuerzas Armadas serían cobijados por la categoría de víctimas solo en las condiciones antes señaladas.

Preocupa el compromiso real de las Fuerzas Armadas con la verdad, porque sin ellas no se podrá lograr. Cuando ponen por encima de ese propósito máximo de reconciliación “la legitimidad de la institución” y cuando, a continuación, se autoeximen de culpa en el mismo documento, niegan, de entrada, las acciones violatorias del derecho que cometieron y que fueron ampliamente difundidas.

Una cosa es decir y otra demostrar o inferir razonadamente. Desde luego, a los militares les preocupa la imagen que de ellos se construya y, ante todo, la que quedará, una vez se supere el conflicto. Más allá de sus autorrepresentaciones están los hechos. El Observatorio de Memoria Histórica, bajo la coordinación de mi colega Andrés Suárez, pudo establecer que del conjunto de sus acciones bélicas el 80 % se desarrollaron en el marco de las normas de la guerra y el 20 % restante no. No es un número marginal o un argumento para sostener la tesis de las “manzanas podridas”.

Las Fuerzas Armadas siempre podrán alegar, siendo cierto, que los civiles en el poder las enviaron a hacer lo que hicieron legítimamente. Y también lo que fue ilegítimo.

El Estado garantiza la vida y la seguridad de los ciudadanos con ellas. Invocar justificaciones normativas como el Estatuto de Seguridad, o presiones del mundo de la política sobre ellas para luego decir que las abandonaron a la hora de las responsabilidades, lo que también es cierto, es una tentación que siempre tendrán. Ese será otro campo para el debate en las instancias de verdad y de justicia, y en la arena política, en los años que vienen.

En honor a la verdad que se busca, sería justo con los uniformados que se conocieran las responsabilidades del poder civil. De otro lado, en el documento comentado hay una advertencia: aunque se afirma que “la participación individual” de los uniformados “será libre y voluntaria”, se remarca que lo que cada uno diga “representará solo la verdad de quien a título personal se presente ante la Comisión de la Verdad y no de manera colectiva”. ¿Qué le sugiere esta posición?

La tensión o convergencia entre participación individual y responsabilidad institucional es una de las más características que deben afrontar las Comisiones de Verdad en el mundo. Aquí se presentó, quizás, una de las transacciones más importantes con las Fuerzas Armadas durante las negociaciones de La Habana, y fueron álgidas hasta el último día de los acuerdos. El mandato de la Comisión de la Verdad, fruto de los mismos acuerdos, puso a salvo a las Fuerzas Armadas de la responsabilidad institucional. Si usted lee la letra menuda —bueno, no tan menuda—, encuentra que se habla de responsabilidades individuales, colectivas, de carácter social, político y económico: pero se eludió el término “institucional”. Quedó plasmado, si pudiéramos decirlo así, un ruidoso silencio sobre la línea de mando y la responsabilidad de las instituciones.

¿Fue omitido a propósito?

Los acuerdos se sellaron a cambio de ese blindaje. El precio de la paz en un tema crucial, pensado a partir de los temores suscitados por las experiencias de las Fuerzas Armadas con las Comisiones de Verdad en el Cono Sur, especialmente. Pero esto no inhibe a la Comisión ni a la JEP de la posibilidad de recabar las pruebas que apunten en dirección probatoria o a la necesidad de revaluar los diseños institucionales, las doctrinas o las herencias de una guerra tan larga, tan compleja, tan entrecruzada, que ha propiciado, por distintos caminos, la perpetuación de los abusos. Las Fuerzas Armadas tienen que salir de las lógicas defensivas y pensar en lógicas de transformación que les permitan fortalecer su legitimidad.

En caso de prosperar tanto la narrativa militar del conflicto como las normas para cambiarle el propósito de paz a la Comisión de la Verdad y al Centro de Memoria, además de la JEP u otras entidades del Acuerdo, ¿fracasarían, en su criterio, los principios de reconciliación y convivencia de la posguerra?

Voy a cambiarle el orden de los factores. Antes que predecir qué puede pasar con la nueva institucionalidad de los acuerdos en la confrontación y transacciones de verdades, lo que hay que preguntarse es qué va a pasar con la paz. Y la respuesta es que en este Gobierno continúan, por lo menos, los signos de incertidumbre. Vuelvo al comienzo de esta conversación: si la paz se hace trizas —y la amenaza está latente—, no habrá con quién hacer verdad, justicia ni reparación.

“La batalla (por la verdad) existe”

En la “Narrativa Marco del Conflicto Armado” se lee que las Fuerzas Militares entregarán documentos a la Comisión de la Verdad sobre todo lo que han hecho para fortalecer el Estado de Derecho”. Y, también, aportarán material en que consten “las violaciones de los derechos humanos... en los que han incurrido las Farc”. Este propósito, ¿no recreará el campo de batalla, en lugar de ambientar la paz?

La batalla existe y va a continuar. Con base en su experiencia de la guerra,  los combatientes tratan, de lado y lado, de construir su propia exculpación documentando solo las atrocidades del adversario. En ese forcejeo, habrá muchas verdades y también muchas mentiras o distorsiones habituales en la práctica de la guerra. Recuerde usted cómo el 5 de octubre de 1993 en el municipio de Riofrío, Valle, 13 campesinos asesinados, de una misma familia, fueron presentados como bajas en combate lo que le costó una condena al Estado colombiano,  de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH. Otro caso, el de los Diputados del Valle: sus muertes fueron, inicialmente, justificadas por las Farc como resultado de una “infiltración” militar; luego, como fuego amigo y, finalmente, reconocieron que fue una de las consecuencias atroces del secuestro. Esclarecer es develar estas verdades y mentiras ocultas.

“Intento de echarle candado a una pluralidad de versiones”

El documento de las directivas militares advierte la necesidad de “construir y reconstruir la verdad... desde ciertos parámetros comunes...  para evitar que el resultado carezca de engranaje”. Al respecto ¿se podría pensar que el instructivo pretende desplegar una operación de ocultamiento sin contradicción entre unas y otras versiones oficiales?

Esa interpretación nace de una ambigüedad profunda  porque tras el claro derecho militar a hacer pública su propia narrativa, se escuda el intento de echarle candado a la pluralidad de voces, de versiones, de responsabilidades que también son reales dentro de los cuerpos armados del Estado. Si el aporte que se pretende hacer, es el de una verdad oficial, puede ser importante para la cohesión interna pero inútil como contribución a su esclarecimiento. En otros términos, para avanzar en la comprensión del conflicto es indispensable mantener la diferencia entre las versiones institucionales y las responsabilidades diferenciadas. Las primeras no pueden anular las segundas.

 

Por Cecilia Orozco Tascón / Especial para El Espectador

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