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Paz en el camino de la historia

El acto que formalizó el cierre de la negociación de La Habana entre el gobierno Santos y las Farc fue un momento histórico. Como otros en casi 200 años de vida republicana.

JORGE CARDONA ALZATE
28 de agosto de 2016 - 03:29 a. m.
Superior: Firma del Tratado de Wisconsin al final de la Guerra de los Mil Días. Víctor Salazar y Alfredo Vásquez por el conservatismo, y Eusebio Morales, Lucas Caballero y Benjamín Herrera por los liberales.
Inferior: “Iván Márquez” y el delegado del Gobierno, Humberto de la Calle, con Bruno Rodríguez, canciller de Cuba.  / / AFP y Archivo
Superior: Firma del Tratado de Wisconsin al final de la Guerra de los Mil Días. Víctor Salazar y Alfredo Vásquez por el conservatismo, y Eusebio Morales, Lucas Caballero y Benjamín Herrera por los liberales. Inferior: “Iván Márquez” y el delegado del Gobierno, Humberto de la Calle, con Bruno Rodríguez, canciller de Cuba. / / AFP y Archivo

Cuando los días actuales sean memoria, las imágenes vistas el pasado miércoles 24 de agosto con funcionarios del gobierno Santos y jefes guerrilleros de las Farc anunciando al mundo que todo está acordado en el proceso de paz, serán pieza fundamental de la historia. Sólo el tiempo dirá si fue el paso definitivo hacia un país reconciliado. Lo único claro, entre festejos o rechazos, es que un nuevo tratado de paz se suma a la larga tradición nacional de encontrar fórmulas de convivir sin horror.

Hace 196 años, cuando Colombia había alcanzado su independencia definitiva de España, pero Simón Bolívar seguía combatiendo en Venezuela para ampliar la libertad, el 26 de noviembre de 1820 en Santa Ana (Venezuela), el Libertador y el pacificador español Pablo Morillo firmaron el Tratado de Regularización de la Guerra, orientado a la protección de los heridos y el canje de prisioneros. Aunque tuvo corta vigencia, marcó la historia contra la degradación y el sufrimiento innecesarios en la guerra.

En adelante, a pesar de las sucesivas confrontaciones, siempre existió una pausa para buscar una salida negociada. En abril de 1831, después de siete meses de guerra entre el golpista Rafael Urdaneta y el gobierno legítimo defendido por el vicepresidente Domingo Caicedo, en Apulo (Cundinamarca), se pactó el olvido de los agravios inferidos y el indulto contra entrega de armas. Se preservaron los grados militares y, una vez acordada la paz, la Convención Granadina proclamó la Constitución de 1832.

No estuvo muy lejos la reanudación de la guerra. En junio de 1839 estalló la de Los Supremos. El gobierno de José Ignacio de Márquez contra los rebeldes encabezados por José María Obando. Una confrontación que se prolongó hasta 1842 y que dejó muchas víctimas, pero también momentos de sensatez para negociar una salida digna. En el contexto del derecho de gentes, en Pasto, Túquerres o Panamá se pactaron varias esponsiones con indultos y amnistías a bordo, hasta que se impuso la paz.

Cuando las víctimas mortales ya llegaban a tres mil y la guerra parecía interminable, la mediación internacional fue la clave para salir del círculo. El ministro plenipotenciario de la legación británica, Robert Stewart, fue el personaje que logró que los comisionados del gobierno y los rebeldes depusieran sus armas. Con algunas excepciones, la amnistía general fue la ruta para saldar los agravios. Al año siguiente (1843) se proclamó una nueva Constitución con un tono de vencedores sobre vencidos.

En abril de 1851 retornó la beligerancia política. Esta vez porque el general conservador Julio Arboleda se levantó en armas contra el gobierno liberal de José Hilario López. Sólo fueron cuatro meses de guerra, suficientes para que el indulto volviera a ser el as para extinguir el incendio. El sello de la confrontación ganada por el gobierno fue la reforma constitucional de 1853. Al año siguiente, un golpe de Estado al gobierno de José María Obando volvió a encender los ánimos. Ocho meses de guerra e indultos.

Hacia 1858, la Carta Política estaba de nuevo reformada, y un año después el país en guerra. El gobernador del Cauca, Tomás Cipriano de Mosquera, contra el gobierno conservador de Mariano Ospina. Una confrontación de 16 meses, hasta septiembre de 1861, que dejó un legado histórico de esponsiones, armisticios y treguas, algunas frustradas y otras determinantes para contener las hostilidades, hasta que todo terminó con la victoria de los rebeldes, que luego refrendaron su triunfo en la Constitución de 1863.

Luego llegó la guerra de 1876 contra el gobierno liberal de Aquileo Parra. Casi un año de heridos, desplazados, viudas y huérfanos. Treguas para recoger heridos, canje entre prisioneros, cese al fuego o armisticio, hasta llegar a la capitulación. La amnistía fue la salida al horror a mediados de 1877, pero fue apenas el preámbulo de una nueva pugna a la vista. En octubre de 1884, los radicales liberales se levantaron contra los intentos reformistas de Rafael Núñez y la violencia política se tomó al país hasta agosto de 1885.

Fue entonces cuando Núñez vencedor anunció que la Constitución de 1863 dejaba de existir, y al año siguiente una Asamblea impuso la de 1886, con Estado de Sitio, confesión católica, pena de muerte y libertades públicas condicionadas. A la vuelta de la esquina estaba la guerra. Primero la breve confrontación de 1895 y luego la sangrienta y despiadada de 1899, que concluyó hasta 1902, después de 1.130 días de crueldad. En un solo combate en Palonegro (Santander), en dos semanas murieron 2.500 combatientes.

La Guerra de los Mil Días, en la que no faltaron las treguas y los canjes de prisioneros, terminó en tres tratados de paz el 24 de octubre de 1902 en la hacienda Neerlandia de Ciénaga (Magdalena); 15 días después, en el acorazado Wisconsin, en las costas de Panamá, y el 21 de noviembre en Chinácota (Norte de Santander). Un año después Panamá se separó de Colombia, y en medio de los partidos políticos desprestigiados, la economía en la ruina y el país repleto de víctimas, las amnistías suplieron a la justicia.

Después no hubo más guerras declaradas, pero a cada intento de rebeldía se contestó con las armas oficiales. En los años 10, los indígenas del Cauca, Tolima o Nariño, liderados por Quintín Lame, se movilizaron contra el gobierno, la represión fue la respuesta. En los años 20, los movimientos obreros y los sindicatos se hicieron oír, pero el Estado de Sitio fue la única réplica de la hegemonía con conservadora. En los años 30, los campesinos reclamaron y se tomaron tierras y de nuevo la fuerza pública sustituyó a los diálogos.

En los años 40, ya se había acunado la violencia partidista que exacerbó a Colombia, y después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, las aguas del país quedaron revueltas. Entre la policía chulavita, los pájaros, los guerrilleros liberales o comunistas, la fuerza pública o muchos terratenientes ávidos, se regó la violencia como pólvora. En junio de1953, el general Rojas Pinilla se tomó el poder y para frenar la guerra partidista concedió amnistías a unos y otros. Los únicos excluidos fueron los comunistas. La Guerra Fría lo impedía.

A pesar de que la Junta Militar que sucedió a Rojas creó una comisión para auxiliar a las víctimas e investigar las causas de la violencia, el hostigamiento contra los asentamientos comunistas no cedió y pronto volvió la guerra. El pretexto fue eliminar las “Repúblicas Independientes” y, con asesoría de Estados Unidos, en 1964, tomó forma la Operación Soberanía. El ataque a Marquetalia, entre Tolima y Cauca, fue el comienzo. Dos años después ya existían las Farc, y luego se multiplicaron los movimientos guerrilleros.

Hasta Belisario Betancur, el camino del Estado fue confrontarlos. En 1982, Betancur expidió una ley de amnistía y dos años después pactó acuerdos de cese el fuego. Fueron momentos históricos arrasados por la intolerancia y el paramilitarismo. La Unión Patriótica, surgida de los esfuerzos por la paz, fue exterminada a sangre y fuego. El presidente Virgilio Barco intentó conservar los acuerdos, pero pudo más la guerra sucia. En medio del narcoterrorismo y las masacres, el 8 de marzo de 1990, logró pactar la paz con el M-19.

Después llegó César Gaviria, la Asamblea Constituyente, y con ella otros espacios de paz. Con el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), en enero de 1991; con el Epl en marzo del mismo año; con el Quintín Lame, en mayo, y con la Corriente de Renovación Socialista, en abril de 1994. La Constituyente obró como un tratado de paz, pero no estuvieron en ella las Farc y el Eln. Por eso la guerra siguió de largo, y el paramilitarismo también. En adelante, cada gobierno intentó frenar la barbarie, pero esta siguió creciendo en excesos.

Ernesto Samper lo intentó y logró algunos pactos que en su momento crearon esperanza. Andrés Pastrana se la jugó del todo en una zona de distensión y tampoco se pudo. Álvaro Uribe le apostó a la guerra, con breves espacios para acuerdos humanitarios, pero no finiquitó su victoria. En cambio promovió un proceso de paz con el paramilitarismo que terminó en escándalos. Entonces llegó Juan Manuel Santos, le volvió a apostar a una salida negociada, y después de cuatro años, cerró una negociación de paz que puede ser definitiva.

El acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz larga y duradera es un documento de 297 páginas que todo colombiano debe leer. Son seis acuerdos que para bien o para mal representan una oportunidad de romper el círculo vicioso de una guerra degradada. Unos están de acuerdo, otros no, pero así debe ser la democracia. ¿Será suficiente para empezar un nuevo camino? Lo único evidente es su sentido histórico. Serán las nuevas generaciones las destinadas a convertirlo en la ruta para salir de la guerra.

* Editor general de El Espectador y autor de “Días de memoria” (Aguilar) y Diario del conflicto. De Las Delicias a La Habana (1996-2013) (Debate).

Por JORGE CARDONA ALZATE

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