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Brisas del Norte (Riohacha), el barrio binacional que vence a la xenofobia

Brisas del Norte, en la periferia de la capital de La Guajira, es un barrio en el que migrantes venezolanos y víctimas del conflicto colombiano construyen proyectos de vida basados en la cooperación y la no discriminación. El “kickingball”, deporte venezolano, es una vía de unión y amistad.

Camilo Pardo Quintero - cpardo@elespectador.com
15 de marzo de 2021 - 02:00 a. m.
Barrio Brisas del Norte, Riohacha(Guajira), refugiados venezolanos intentan legalizar este barrio
Barrio Brisas del Norte, Riohacha(Guajira), refugiados venezolanos intentan legalizar este barrio
Foto: Óscar Pérez

Al pie del mar, en la comuna cuatro de Riohacha, se asienta una comunidad binacional compuesta por migrantes venezolanos, refugiados, indígenas wayuus y ciudadanos colombianos, retornados de Venezuela o desplazados por la violencia de otras zonas del país. Esta comunidad empezó a construir el barrio hace casi seis años, cuando decidieron invadir el espacio que consideraron más adecuado para empezar una nueva vida.

A la fecha son cerca de 1.200 personas, divididas en 318 familias, que prefieren no ser agrupadas por apellidos. De hecho, para efectos de este trabajo periodístico ninguno de los entrevistados quiso ser citado con su apellido. Se sienten como si fueran una sola familia y así lo hacen saber.

Mientras que los barrios aledaños cuentan con calles pavimentadas, luces públicas y servicios básicos, en Brisas del Norte las casas están sobre la arena, menos de la mitad de las viviendas —hechas con palos y tejas de zinc— tienen agua potable y luz. Y, para completar, los predios más cercanos al mar están en riesgo por la sedimentación y la erosión.

Casi la totalidad de los habitantes viven del rebusque, sobre todo porque un gran porcentaje son ciudadanos extranjeros sin documentos. Hacen lo que pueden: son mediadores en la venta de chivos, se dedican a la albañilería o arreglos varios y otros venden helados.

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Los niños y niñas que integran la comunidad —alrededor de 300, según los cálculos de los líderes— no tienen acceso a internet, así que los pocos que llegaron a la escuela pública han recibido cartillas impresas en sus casas.

En febrero de 2015, cuando su asentamiento era aun más rudimentario, la Policía y las autoridades locales los quisieron desalojar del predio, pero por su situación humanitaria y gracias a la intervención del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados ( ACNUR), unos vecinos cambiaron el estatus a solicitantes de asilo y hoy ya no se les considera una invasión. Pero siguen esperando el permiso de la Alcaldía para construir sus casas con todas las de la ley. Unos pocos habitantes lograron hacerse a un lote que están pagando a plazos.

Pero con todo y sus necesidades, el logro que más destacan es haberse convertido en un lugar que acoge sin distingo a personas provenientes de Venezuela o de Colombia, cuyas vidas se hayan desarraigado.

“Cuando llegamos, en diciembre de 2014, esto era puro monte y culebra. Había fronteras invisibles impuestas por las pandillas de los otros barrios y a los que veníamos de Venezuela no nos bajaban de “placa blanca” (manera despectiva de referirse a ellos aludiendo al color de las placas de los vehículos de ese país), burros o ladrones. En menos de una semana ya éramos cien familias y la regla básica desde el comienzo fue clara: no importa de dónde vengamos, esta es una comunidad de convivencia y paz, y jamás se aceptará delincuencia o malos tratos”, dice Jairo, líder barrial colombovenezolano y cofundador de Brisas del Norte.

Con orgullo, sus habitantes cuentan que en el barrio no están permitidas la violencia ni la discriminación. Allí, en Brisas del Norte, no funciona la ley del “todo vale”, repiten.

En este barrio hay más personas huyendo de la crisis humanitaria de Venezuela que del conflicto armado colombiano. De hecho, para muchos de ellos la afectación de las víctimas de la guerra es un problema del que no se habla. Varios creen que se necesita hablar más para visibilizar sus dolores y así lograr un lazo más fuerte con los vecinos.

Mirta, oriunda de Simití (Bolívar), es ejemplo de que en esta comunidad todos reman para el mismo lado. “Aquí no hay nadie que no sea sujeto de derechos, todos vemos en este barrio una segunda oportunidad para luchar y vivir. Ya estamos en un punto de unión en el que no importa quién ayuda y quién no por fuera de la comunidad… que se olviden de que nos quedaremos sentados sin hacer nada. Podemos soñar en grande y un buen comienzo es dando ejemplo de que en situaciones humanitarias prevalecen el cariño y la convivencia; no importa si eres venezolano o desplazado colombiano, aquí todos somos el respaldo del otro”, asegura.

Esta forma de pensar también ha sido impulsada desde la oficina de la región Caribe de ACNUR. Irene van Rij, jefa de esa oficina, dice que si hay personas que encasillan a los venezolanos que llegan al país como delincuentes o perezosos, basta con que vayan a Brisas del Norte para ver cómo construyen comunidad, sin pasar por encima de nadie y en aras de ser felices.

“Nuestra función en ACNUR ha sido trabajar con la gente de Brisas para encontrar sus problemas y potencialidades, pero son ellos mismos los que se encargan de buscar soluciones. Son propositivos y abren las puertas que vean necesarias, nosotros solo los guiamos”, comenta van Rij.

Liderazgo comunitario

En lo corrido de la crisis migratoria venezolana, ACNUR ha asistido a más de 4.500 personas en estado de alta vulnerabilidad, a lo largo de La Guajira. Sin embargo, Brisas del Norte merece un punto aparte por las labores voluntarias de refugiados como Sullay o Julio, encargados de tramitar procesos de asilo a sus compañeros y, al mismo tiempo, de ser amigos, consejeros y maestros para los colombianos del barrio que se quieran desahogar.

Julio es un abogado venezolano que llegó con su esposa y sus hijos, con la idea de radicarse definitivamente en Colombia. Impulsado por la ilusión de asistir a sus compatriotas, ha aprendido empíricamente sobre leyes migratorias colombianas y de esa manera se encarga de entrevistar a solicitantes de asilo, hacer su respectivo papeleo y remitirlo ante la Cancillería. En promedio, según sus cálculos, ha asistido a cerca de veinte personas cada semana, desde septiembre, que vienen de Brisas del Norte y de otros lugares, buscando una estancia formal en el país.

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“Todos son bienvenidos a mi mesa y siempre me va a conmover cuando llegan personas a las que se les quiebra el alma contando su historia y lo que quieren para su vida; eso significa que tienen un corazón grande. Brisas del Norte, como fundación, está desde 2019 y si bien acá hay profesionales de todo tipo, en el área legal nos movemos mucho más que en las demás, últimamente, por el estatuto migratorio que propuso el Gobierno colombiano para nosotros. Como acá somos sujetos de acción, llenamos los oficios respectivos para cada caso y esperamos un reconocimiento humanitario. Tenemos casos de respuestas que demoran menos de una semana y así quisiéramos que funcionaran en todos los escenarios”, cuenta Julio.

Sullay, otra venezolana encargada de diligenciar procesos de asilo, busca que su labor sea más visible para otras regiones del Caribe, porque hay personas que se quieren aprovechar de la situación que padecen los colombianos que retornan de Venezuela, los migrantes e incluso, las mismas víctimas del conflicto.

“Hay inescrupulosos que están cobrando por llevar trámites de asilo o incluso procesos de indemnización ante la Unidad de Víctimas. Nosotros, con lo que tenemos a nuestro alcance, hacemos esos trámites con gusto, porque sabemos que dejar atrás las raíces es doloroso y lo mínimo es movernos con acciones que permitan que la esperanza se mantenga”.

En este asentamiento barrial saben que el estatuto migratorio propuesto por el Estado colombiano permitirá flexibilización de hasta diez años, para que los migrantes venezolanos puedan adquirir una visa de residencia que, entre otras cosas, les dé mayores garantías de seguridad social. Sin embargo, los trámites para llenar por su cuenta las solicitudes de asilo no se detienen, porque ven una posibilidad de acelerar sus procesos migratorios, descongestionar el sistema y seguir adelante con sus otros proyectos de vida colectivos.

La fuerza del “kickingball”

Un deporte venezolano que combina normas del fútbol y el béisbol acapara la cotidianidad del barrio y es una de las formas más directas para unir a las familias binacionales. El profe Pablo Ochoa llegó hace un año a Brisas del Norte, desde Maracaibo, con la idea de fomentar el kickingball entre las personas que quisieran conocer a Venezuela por su riqueza cultural y vocación atlética.

Desde septiembre de 2020, ha conformado varios equipos con ochenta niños y 35 adultos, de ambas nacionalidades, que buscan hacer amistades en el terreno de juego. “Es bueno que en nuestro barrio veamos más allá de los trámites de oficina y de cómo podemos salir adelante simplemente a punta de llenar papeles. En el kickingball, estoy seguro de que los muchachos sueltan sus energías, sean buenas o malas, y en retorno reciben salud física y mental. Apenas estamos comenzando y entrenamos en un lote ubicado en el centro del barrio, que no es propio, pero que amablemente nos lo ceden para que despejemos la mente y las piernas”, dice Ochoa.

Él ha impulsado equipos, pero no quiere que la historia del deporte allí se centre en él. Sueña con que esta disciplina llegue a todos los rincones de La Guajira para que cada uno de sus partidos sea muestra de la unión que puede existir entre ambos países.

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Mientras ese día llega, los amantes del kickingball han comenzado a llevar sus mensajes de tolerancia y disciplina deportiva a barrios vecinos como Villa Fátima y Los Deseos. En esos lugares se están conformando los primeros equipos y poco a poco se está multiplicando el mensaje de que en la comuna cuatro de la ciudad, justo al lado del mar y las erosiones sedimentarias, hay un conjunto de familias colombovenezolanas que, a partir del ejemplo, quiere enseñarle al país que ante la adversidad es posible soñar sin límites.

Por Camilo Pardo Quintero - cpardo@elespectador.com

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