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Contadoras de Historias: Desde el territorio hasta la urbe con esperanza de paz

Esta es la historia de una mujer indígena de Nariño desplazada por cuenta del conflicto armado. Habla sobre su búsqueda por ser alguien y sobre su pueblo. El relato hace parte del libro Contadoras de Historias, publicado por el Centro de Pensamiento y Diálogo Político.

Contadoras de Historias
28 de septiembre de 2020 - 02:00 a. m.
Contadoras de Historias: Desde el territorio hasta la urbe con esperanza de paz

Por: Mujer Indígena del Pueblo de los Pastos

Eran las nueve de la noche, ya estaba acostada, pues dormir temprano es una de las costumbres en el territorio de los Pastos. No había nadie más en casa, solo yo, y no lograba conciliar el sueño, un miedo extraño invadía mi cuerpo y agudizaba mis sentidos. Se preguntarán ¿miedo de qué o a qué?, desconocido hasta el momento, pero como decían las abuelas cuando va a pasar algo malo, el indígena lo presiente.

Y sí, una vez más se cumplían las sabias palabras de nuestras sabedoras. De repente, los perros ladraban y las vacas en el corral se asustaban. Nosotras aprendimos desde pequeñas a distinguir cómo reaccionan los animales a la presencia de desconocidos. Entonces, en medio de la oscuridad me levanté y caminé por la cocina, me acerqué a la ventana y miré en la entrada hacia la casa, varias sombras confusas entre los árboles, varios cuerpos que la oscuridad de la noche impedía identificar, sentí más miedo, dado que no era una hora apropiada para recibir visitas.

Dichos visitantes cargaban, consigo una especie de bastones largos, ¿bastones? No, no eran simples e inofensivos tallados de madera, eran armas de fuego, puesto que con el paso de los años me di cuenta qué era lo que realmente llevaban consigo. No eran ladrones o cuatreros como se les conoce en otras regiones del país. Ellos tenían otro fin, pues llamaban a mi padre por su nombre como si lo conocieran, pero él, aquella noche fría aún no llegaba a casa, se había tardado en reunión con las demás autoridades del cabildo, quienes estaban preocupados tratando de encontrar respuestas a la presencia de grupos insurgentes en el territorio, y por asesinatos de comuneros que se habían dado durante las últimas semanas. Al percatarse que el objetivo de ellos no se encontraba en el lugar, le dejaron un mensaje: teníamos 24 horas para abandonar nuestra casa. Cómo olvidar ese momento.

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Al día siguiente, confundidos por los hechos, ante la difícil situación, acatamos la orden y buscamos continuar con la vida en una zona menos peligrosa y la llamo así, porque la única seguridad que ofrecía el nuevo techo, era la de la guardia indígena, quienes en minga nocturna resguardaban por turnos a las familias del sector, pues se facilitaba un poco dada la cercanía de una vivienda con la otra. La tarea entonces consistía en cuidarnos los unos a los otros, contrario a donde estábamos asentados días atrás, que era una zona apartada de otros comuneros.

Equivocadamente, sentía haber superado el miedo, pero no, no fue así. Los días pasaron, extrañábamos el rancho, la chagra, la madre naturaleza, nos hacía falta todo. Ya eran dos sentimientos, el duelo y el temor, ya que en cada madrugada una casa más amanecía colorida con grafitis intimidantes, con consignas confusas de esperanza y de temor, el problema y la solución parecían estar en manos de aquellas organizaciones violentas. El territorio, se había convertido en un ambiente hostil, en donde niños y niñas crecíamos con pánico, zozobra e incertidumbre, pues las amenazas a la vida de abuelos, padres e hijos era pan de cada día. Bastaba con caminar hacia las zonas urbanas desde lo rural, para tropezar con macabros rastros de la guerra, dejados en cuerpos sin vida de conocidos o no, porque habían sido desfigurados, torturados, asesinados y bañados en sangre, la misma que impedía identificar sus rostros.

Fue entonces, cuando la ley del silencio entró a regir, nadie decía nada, ver y callar, guardar adentro recuerdos aterradores, que hacían parte del diario vivir, se escuchaba que el sigilo se debía hacer para proteger la vida. Pero ¿cuál protección de la vida?, si cualquier motivo parecía ser válido para declararlo objetivo militar, nadie sabía qué hacer, a quién acudir, estábamos en un callejón sin salida.

Aún así, todo transcurría, los de mi edad íbamos al colegio, porque era obligación estudiar. Debía ser alguien, aunque ya era alguien, pero ese alguien al que se refería mi madre, no era cualquier alguien, ella quería que saliera del territorio a la ciudad, a estudiar una carrera profesional. Esa era su ilusión o quizás no, lo que verdaderamente deseaba era proteger mi vida del terror constante. De pronto, ella anhelaba que, en vez de leer panfletos y grafitis amenazadores, leyera textos que me enseñaran a ser el alguien que ella soñaba. Espero, volver a sentarme alrededor de la tulpa, hablar y saber si ya soy alguien o aún no.

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Gracias a que acaté las palabras sabias que venían desde generaciones pasadas, terminé el colegio y salí con la misión de ser alguien, pero no salí sola. En mí llevo desde siempre la memoria y la identidad de mi pueblo, un espíritu de esperanza que nos ha permitido luchar desde tiempos milenarios por un goce efectivo de derechos, para conservar lo que somos en esencia. No obstante, al llegar al contexto citadino, esa ilusión se vio opacada, porque una vez más mis sanas costumbres, principios y todo lo que acarrea el ser mujer indígena, se vieron doblemente afectados. En varios escenarios tuve que ocultar lo que soy, esconderme, callarme debido al rechazo, la burla y la discriminación, porque así ha sido y aún es así como los prejuicios, etiquetas y estereotipos golpean fuerte a los que somos del sur del país y más aun a los indígenas.

El tiempo avanzó y junto a él con muchos obstáculos se dio el logro de un título profesional, creo que por fin era alguien. Sí, efectivamente ya era alguien, quien, gracias a los buenos principios trasmitidos de generación en generación, la sabiduría, orientación de la mujer que me dio la vida y el conocimiento académico se complementaron, y salió a flote la fuerza que nos ha caracterizado a las indígenas Pastos. El miedo, guardado durante años, que me ponía una barrera a la hora de expresarme quedó en una parte de la historia, por fin el temor se había ido de mi sentir. Además, aprovechando la coyuntura del país y al tener a la vanguardia la necesidad de comprender desde la ciencia el accionar de la guerra, empiezo a pensar en estrategias encaminadas a mitigar el impacto de la confrontación armada en las minorías, quienes hemos sufrido por doble los flagelos en nuestros territorios y el abandono estatal.

Es así, como comienza un proceso de aporte en la construcción de paz, primero desde la vivencia que me ha dado lugar a desarrollar empatía en las comunidades afectadas, segundo en estudiar de manera objetiva algunas de las incalculables raíces del problema, para finalmente atreverme a afirmar que las bases de la paz se construyen en cada familia, y si no ¿por qué los buenas somos más? Ya en este punto, le doy especial relevancia a la memoria ancestral, esa memoria que nos ha permitido seguir vivos a nosotros los nativos, y no hablo de cualquier tipo de vida, sino de la vida de un indígena, con espíritu de lucha, que no conoce cansancio, quien a pesar de las dinámicas complejas ha resistido históricamente, guarda la esperanza de que seamos alguien en un mañana mejor.

La duda sigue, ¿soy ese alguien que soñaban mis abuelos?, considero que aún me falta, porque en el proceso de construcción de la paz, está primero ubicarnos en qué punto y cómo podemos aportar desde la diversidad, en el logro de la consecución de este derecho, sin embargo, con la recuperación de la memoria, empezaríamos a trazar un camino.

Por Contadoras de Historias

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