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A desenterrar los muertos de la guerra

El acuerdo de paz con las Farc pone al país frente al desafío de ubicar, identificar y entregar los miles de cuerpos de civiles y combatientes que murieron durante el conflicto y que aún no aparecen. Algunos están en cementerios municipales y otros yacen en fosas comunes, perdidos en selvas y montañas.

Edinson Arley Bolaños / @eabolanos
12 de abril de 2017 - 11:28 p. m.
En el cementerio de San Vicente del Caguán hay varias fosas comunes de personas que murieron en las sabanas y montañas de la cordillera Oriental.  / Fotos:/Óscar Pérez y Mauricio Alvarado.
En el cementerio de San Vicente del Caguán hay varias fosas comunes de personas que murieron en las sabanas y montañas de la cordillera Oriental. / Fotos:/Óscar Pérez y Mauricio Alvarado.

Mientras el obispo de San Vicente del Caguán intentaba bautizar a los niños de la vereda Andes (Caquetá), tres helicópteros aterrizaban para exhumar los cadáveres de 56 guerrilleros de la columna móvil Teófilo Forero de las Farc que estaban enterrados en el cementerio, apenas a 30 metros del lugar. Es un mausoleo asegurado con malla y con tumbas enchapadas en cerámica verde. Ese día de 2005, las autoridades se llevaron tres cuerpos para Neiva, capital del Huila, y hasta allí llegaron los familiares de los combatientes acompañados por un cura argentino.

“Había ese reclamo: ni siquiera en el cementerio podían encontrar paz”, dice Francisco Javier Múnera Correa, el obispo que completó 19 años en el vicariato del Caguán. Vivió los más duros de la guerra en ese municipio ubicado en el noroccidente de Caquetá. Los años en que los muertos eran enterrados en el cementerio por el Ejército y sin avisar. La descomposición obligaba a hacerlo. Cientos de ellos aún están sepultados en varias fosas comunes de ese panteón. Fosas comunes que están pendientes de desenterrar, señala monseñor Múnera.

En la parroquia están los libros para evidenciar cuántos muertos de la guerra fueron enterrados sin identidad. No hay nombres propios, porque la iglesia cumplía con el deber de sepultarlos sin importar el bando al que pertenecían. Lo hicieron bajo la odiosa denominación de ese momento: N.N. Hoy el concepto oficial es cadáveres sin identificar.

El cementerio de San Vicente del Caguán es un indicador de la cruenta guerra que se desató después de que se rompieran los diálogos entre el presidente Andrés Pastrana y la guerrilla de las Farc. Desde el 23 de febrero de 2002, al panteón del pueblo llegaron decenas de cuerpos que a simple vista no tenían dolientes. Eran los que morían en las sabanas del Yarí, en la montañas de la cordillera Oriental y en las veredas y el casco urbano del Caguán.

Los frentes 2, 3, 13, 14, 15, 32, 39, 48 y 61 del bloque Oriental de las Farc, al mando del Mono Jojoy se enfrentaron con los 17.000 soldados que ingresaron a retomar la zona despejada y con los paramilitares de Carlos Mario Jiménez, alias Macaco, quien a partir del 16 de mayo de 2001 rebautizó el frente Caquetá y lo comenzó a llamar frente Sur Andaquíes, un brazo más del bloque Central Bolívar.

Javier Rojas, el sepulturero del pueblo durante 14 años, tuvo que enterrar y desenterrar muchos de esos difuntos. Lo sacaron por la edad: 71 años. Sus manos amarillentas y callosas son una memoria muda de la dura tarea de lidiar con los muertos de la guerra. Desde que ingresó en 2002, diariamente abría hasta cuatro huecos.

Mientras se golpea tres veces la cabeza, Rojas recuerda los muertos que el Ejército llevaba envueltos en bolsas negras. Algunas veces le tocó desenterrar esos mismos cadáveres cuando aparecían los dolientes.

Hoy, ese camposanto no tiene senderos por dónde caminar y las puertas son los huecos en las paredes caídas. Según el Observatorio Nacional de Memoria y Conflicto, en Caquetá murieron a causa del conflicto 2.775 personas entre 1978 y esta fecha. De esos, 1.615 fueron combatientes y 1.160 civiles.

Un cementerio clandestino

Los guerrilleros enterrados en la vereda Andes, que colinda con el parque natural Los Picachos, son una muestra de los cementerios de combatientes que murieron durante la confrontación y que fueron rescatados por los familiares. En esa vereda, que hace parte de la histórica región de El Pato Guayabero (corredor de la columna Teófilo Forero), familias enteras hicieron parte de las Farc.

La región, que es paso obligado entre San Vicente y Neiva (Huila), fue una cuna guerrillera desde la última colonización armada de los campesinos de Marquetalia (Tolima) y Riochiquito (Cauca). En 1961, cuando el movimiento guerrillero aún no se llamaba Farc, llegaron los campesinos armados a la región tras los bombardeos contra lo que el senador Álvaro Gómez Hurtado llamó “repúblicas independientes”. La persecución de Rojas Pinilla a los comunistas venía desde 1953.

Ahí nació y creció la insurgencia. Muchos campesinos creyeron en esa lucha como justa, pero todos no cogieron las armas. Algunos familiares sólo se encontraban de vez en cuando para saludarse o cuando llegaban los cadáveres descompuestos y los sepultaban en la penumbra y a la medianoche.

 

Mamás y papás, con el dolor fresco de la derrota, viajaban a recuperar los cuerpos. A Plácida Perdomo y Edilberto Prieto Buitrago les tocó. El 23 de agosto de 2003 salieron de Andes y llegaron a Algeciras (Huila) al día siguiente.

“Alias Duver cayó en una emboscada del Ejército. Tenía 22 años”, cuenta Plácida, que está parada en frente de la tumba de uno de los guerrilleros de la Teófilo Forero. “Yo me siento orgullosa de él. Siempre vivía con tristeza porque sabía que esa vida de guerrillero era dura, pero no pude evitar que se fuera y hoy me siento feliz de tenerlo acá”. En los próximo días, como un homenaje a su hijo, le pondrá las letras de su nombre real: Carlos Alberto Cabiedes Perdomo.

El camposanto que se levanta imponente en una montaña de la vereda Andes alberga 56 cadáveres de esa estructura guerrillera y muchos restos de campesinos de la región. La decisión de embellecerlo para los muertos de la guerra se tomó a principios del 2000. Los entierros nocturnos ya eran constantes y la junta comunal determinó sumarse a las despedidas de sus amigos y familiares.

“Al menos, que en el cementerio descansen en paz”, dice Edilberto Prieto, el esposo de Plácida. Ambos llevan más de 25 años viviendo en la zona. Casi tres décadas escuchando los roquetazos que lanzaba el Ejército contra el camposanto. Eso recuerda este campesino oriundo de Villarrica (Tolima). Se vino en busca de un pedazo de tierra y la historia de la violencia lo envejeció.

En este cementerio clandestino de la cordillera oriental, los nombres de los difuntos ya no tendrán el remoquete de la guerra. Alias Pilosita, alias Leonid, alias Alberto, se lee en tres lápidas. Plácida y Edilberto ya tienen el listado con los nombres que los padres de estos combatientes les pusieron cuando se desprendieron del ombligo.

Un cementerio perdido en la sabana del Guaviare

El panteón de Charras está perdido en las sabanas del Guaviare. Sólo seis tumbas se ven entre la maleza. Las otras no, pero los muertos están bajo esa tierra, dice Pablo Hernández, un campesino que limpia la tumba de su hijo. Se llamaba Jhon Fredy Hernández y fue asesinado por los paramilitares de Miguel Arroyave hace 17 años.

Pasaron diez años para que él y los pobladores de esta vereda de San José del Guaviare regresaran a limpiar lo que queda del sepulcro: una capilla con una pared agujereada por impactos de fusil. Cruces artesanales hechas en maderas finas, pero con aspecto antiguo. Una sola tumba enchapada en cerámica blanca, pero con el monte tapando su lápida.

Esa planicie de Charras fue el campo abierto de batalla del frente 44 y primero de las Farc contra los paramilitares del Héroes y el Centauros. La primera incursión de las autodefensas fue en 2002, cuando la gente se fue del pueblo por cuatro años, y las casas se perdieron entre el monte en las riberas del río Guaviare. La segunda arremetida fue en 2003, bajo el mando de Pedro Oliverio Guerrero, alias Cuchillo, cuando los enfrentamientos entre paramilitares, Ejército y Farc provocaron el éxodo total de los habitantes de Charrasqueras, hoy conocido como “el pueblo quemado” por la guerra.

 

“Aquí están enterradas personas de Villavicencio y San José del Guaviare”, dice Pablo Hernández. Él perdió 280 vacas que le robaron los paramilitares, le quemaron su casa en Charras y se fue del pueblo dejando a su hijo entre la maleza. Ahora le hace un homenaje y espera que los familiares de combatientes y civiles encuentren los restos de sus muertos en ese cementerio que no tiene cercas ni paredes.

En el departamento de Guaviare, desde 1978 hasta la fecha, por razones del conflicto fueron asesinadas 981 personas: 451 civiles y 530 combatientes. Eso dice el Observatorio Nacional de Memoria y Conflicto.

A desenterrar la verdad

La semana pasada, después del Acuerdo de Paz entre el Gobierno y las Farc, se creó la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas en el Conflicto y la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición. La tarea no es nada fácil: son 53 años de conflicto y las prácticas de tortura y ocultamiento de los cuerpos durante la guerra imposibilitarán que se encuentre a todos los desaparecidos por el conflicto o a los que murieron en combates y quedaron enterrados en las selvas.

Según el Centro Nacional de Memoría Histórica, en Colombia hay 60.630 personas que desaparecieron forzosamente. El Ministerio del Interior dice que 24.482 cuerpos están sin identificar en 375 cementerios municipales del país. De esos, apenas 450 han sido identificados por Medicina Legal, pero sólo han encontrado a los familiares de 14 cadáveres. Las razones: por miedo, por desconocimiento o porque guardan la fe de encontrarlos vivos, miles de familias aún no aportan sus muestras genéticas para cotejarlas con esos cuerpos de los que ya existe información.

Udo Krenzer, el coordinador forense del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), dice que será imposible encontrarlos a todos. Él hará parte de la Unidad de Búsqueda, como observador internacional. “Junto con las autoridades se van a hacer todos los esfuerzos para encontrar a las personas desaparecidas, pero, según la experiencia de otros conflictos, va a ser muy complicado. Yo diría casi imposible. Estamos hablando de décadas de conflicto y en muchas ocasiones se escondieron los restos de miles de colombianos: fueron tirados al río”.

La confrontación terminó con la guerrilla de las Farc y es el momento propicio para empezar a buscar a los civiles y combatientes que cayeron en ella. Así lo reconoce Isabela Sanroque, una guerrillera del frente Antonio Nariño. Según ella, los combatientes (cuando se podía), eran recogidos y sepultados con honores en sus zonas de control territorial. Los civiles que murieron en cautiverio o por acciones directas de las Farc también quedaron enterrados en la selva.

“Con respeto para con las víctimas, en este momento estamos dispuestos a reconocer a esos muertos que cayeron bajo nuestras manos, en cualquier circunstancia de la guerra. A ellos se les dio sepultura en algún lugar de la selva donde nosotros nos movíamos. Ahí están”, sentencia Sanroque. Ahora el reto es para los jefes de las Farc, que deberán ubicar a los guerrilleros (algunos pueden estar muertos) que puedan dar información certera sobre el paradero de estos muertos.

Por Edinson Arley Bolaños / @eabolanos

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