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El Caguán quiere borrar el estigma de la guerra

Tras la firma de la paz, el turismo crece en San Vicente del Caguán, pero la selva está siendo arrasada. Veinte años después de la creación de la zona de distensión, intenta quitarse el rótulo de la violencia.

Juan Uribe
22 de octubre de 2018 - 11:00 a. m.
Salto de San Venancio, en San Vicente del Caguán (Caquetá). / Fotos: Juan Uribe
Salto de San Venancio, en San Vicente del Caguán (Caquetá). / Fotos: Juan Uribe

En San Vicente del Caguán casi nadie se salvaba del estigma de la guerra. Los comentarios sarcásticos, que pretendían ser chistosos, los soportó con paciencia su párroco, Ricardo Tovar: “¿De qué frente guerrillero viene?”; “¿Es el capellán de ‘Tirofijo’?”. Preguntas hirientes como estas oyó varias veces el religioso, de labios de colegas que, al igual que él, asistían a encuentros nacionales de sacerdotes en todo el país.

Si del máximo representante de la iglesia católica en este municipio del norte del departamento del Caquetá se burlaban, solo por vivir allí, no era raro que los demás habitantes del pueblo fueran vistos con igual recelo por otros colombianos. Así como en las últimas décadas los pasaportes de Colombia levantaban sospechas en las aduanas, hasta hace poco quienes vivían en San Vicente del Caguán eran blanco de miradas inquisidoras. Eso le ha pasado a Óscar Urriago, taxista de 35 años, quien recuerda un viaje en bus que hizo, en el 2013, desde San Vicente.

Al llegar a Neiva, un policía le pidió su documento de identidad y Óscar se lo entregó. El agente, al ver que había sido expedido en San Vicente del Caguán, lo increpó: “Otro guerrillero”. “Soy nacido y criado en San Vicente y no hice lo que hicieron muchos, sacar la cédula en Neiva, Bogotá o Florencia, para evitar esa estigmatización tan verraca. Yo la saqué aquí ¿y va y me dice eso en mi cara?”, se queja.

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Su dignidad superó entonces a la prudencia. “Señor agente, puede ser más guerrillero usted porque han infiltrado más a la Fuerza Pública que a nosotros los campesinos de bien”, le respondió y continuó: “Y si tiene pruebas de que soy de la guerrilla, pues muéstremelas y captúreme. Los demás ciudadanos ya nos ultrajan como para que venga la Fuerza Pública a hacer lo mismo”. El agente guardó silencio y lo dejó ir.

La vida de Óscar y la de todos los habitantes de San Vicente del Caguán había cambiado el 14 de octubre de 1998. Ese día, el entonces presidente de la República, Andrés Pastrana, ordenó su despeje militar y el de los municipios de Uribe, Macarena, Vistahermosa y Mesetas, en Meta y Caquetá. Pastrana quería llevar a cabo un proceso de paz con la guerrilla de las Farc, en lo que llamó la zona de distensión: un área de 42.000 kilómetros cuadrados, en el sur de Colombia.

Hasta entonces Óscar no había visto a los guerrilleros y lo mismo podía decirse de muchos sanvicentunos. Esto lo confirma el padre Ricardo. Aunque él ya conocía a varios miembros de las Farc, debido a su trabajo eclesiástico en las veredas, indica que a muchas personas las tomó desprevenidas ver, de un día para otro, a los combatientes en las calles del pueblo. “Quizás de civil habrían tratado con ellos, pero fue una sorpresa conocer que algunos eran de la guerrilla. Antes los trataban de una manera informal y ahora aparecían con camuflado y armas”, cuenta el padre Ricardo.

Él había llegado al Caguán, diez años antes, como seminarista. Quería vivir una experiencia pastoral en un territorio “desafiante”, conocer la región y discernir sobre su vocación hacia el sacerdocio. Lo cautivaron la sencillez y la humildad de los sanvicentunos. “Ellos tienen una manera muy bonita de ser, a pesar de haber vivido momentos tan difíciles”, dice el padre en la casa cural. Esa convicción sobre el carácter de los habitantes del municipio ha hecho que este fusagasugueño, de 51 años, hable con mucho orgullo de la región que lo acogió. “Y siempre seguiré haciéndolo porque me molesta que (personas que no son de San Vicente) se refieran de una manera despectiva del Caquetá”, dice.

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La catedral de Nuestra Señora de las Mercedes está frente al parque Los Fundadores, el mismo donde, el 7 de enero de 1999, el Presidente Pastrana instaló la mesa de diálogo con las Farc. El parque queda en el medio, entre la iglesia y la estación de Policía, que está separada de la calle por una fila de vallas metálicas; pero ya no existen las trincheras que protegían a los uniformados de los ataques de la guerrilla.

Es casi mediodía y, al caminar frente a la construcción blanca de la estación, la falta de brisa y unos 30 grados centígrados hacen resbalar hilos de sudor por las frentes de los transeúntes. A pesar de estar en un sitio que fue objetivo militar de los rebeldes, no se percibe la angustia que hacía parte de la vida diaria de los habitantes de San Vicente, en especial después de que los diálogos de paz se rompieron el 20 de febrero del 2002.

En esa fecha, en una alocución nocturna televisada, Andrés Pastrana anunció que había decidido poner fin a la zona de distensión desde la medianoche y que en menos de tres horas el Ejército retomaría la zona. En el pueblo aún se recuerda el pánico que inundó entonces las calles: nadie quería dejar rastro de haber tenido relación con la guerrilla, así que varios carros ardieron en llamas y motocicletas y montañas de papeles se hundieron en el río Caguán. “Esa noche el río se tragó muchos secretos”, cuenta Iván Fiallo, presidente de la Asociación de Comerciantes Organizados de San Vicente del Caguán.

Esas imágenes apocalípticas no tienen nada que ver con la cotidianidad del municipio. Hoy, ferreterías, panaderías, restaurantes, hoteles y otros locales comerciales están abiertos, y es constante el tráfico de motos, camiones y automóviles. La calma obedece a que tras cuatro años de negociaciones en La Habana, el gobierno del presidente Juan Manuel Santos firmó un acuerdo de paz con las Farc, a finales del 2016. Desde entonces la realidad ha sido distinta para los sanvicentunos. Al capitán Julián Niño, comandante de la estación de Policía de San Vicente del Caguán, desde octubre del 2017 hasta agosto pasado (hoy en retiro), le llama la atención el interés por conocer la región que se ha generado en el resto de Colombia y en otros países.

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“Estamos en una época de paz, de acercamiento, de comprensión. Llegan turistas de Chile, de Estados Unidos y, sobre todo, franceses, a quienes les apasiona la selva. Ahora hay muchas personas que preguntan cómo llegar a Miravalle, a Guayabales, a Los Pozos, a los balnearios”, cuenta. Los sitios que menciona el capitán Niño están fuera del casco urbano, en zonas que hasta hace algunos años era impensable visitar a causa del conflicto armado. Dos lugares que atraen a los viajeros son los saltos de La Danta y de San Venancio, a solo 20 kilómetros de San Vicente. Por allí solían patrullar combatientes de la columna móvil Teófilo Forero, la unidad de las Farc responsable del secuestro de un avión de Aires en febrero del 2002 y la bomba del 2003 contra el club El Nogal, en Bogotá.

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La Danta, como se conoce la cascada, cae a una piscina natural donde retumba el agua, que se precipita desde unos 20 metros de altura. Además del estruendo de la cascada al despeñarse, son notorios los montones de basura a la orilla de la trocha: botellas y cubiertos de plástico, empaques de papas fritas, platos de icopor. El mismo problema de contaminación se evidencia en el camino que va hasta el salto de San Venancio.

Más lejos todavía, 45 kilómetros al norte de San Vicente del Caguán, está la quebrada La Azufrada, un sitio que el taxista Óscar Urriago visita con turistas, en promedio, dos veces al mes. Por estas tierras – asegura – no era posible andar en las épocas del conflicto entre la guerrilla y el Estado. “Usted no estaría aquí por miedo de la guerra y yo no me atrevería a traer por aquí a un desconocido porque podrían pasar muchas cosas: que usted me sacara para hacerme matar o matarme; que yo lo sacara a usted y por acá nos detuvieran o lo secuestraran”, explica.

José Ómar Mora, guía de turismo, quien menciona otro riesgo al que se habría enfrentado Óscar hace unos años. “Lo podía llamar la guerrilla cuando usted se hubiera ido y reclamarle: ´¿Ese tipo con el que andaba tomando fotos qué hacía, quién era?’”, dice. “Había situaciones muy verracas. Ahora, gracias a Dios, se da uno el lujo de andar de noche. Antes a las 6 de la tarde estaba todo mundo guardado”, añade el taxista.

La Azufrada, La Danta y San Venancio invitan a reflexionar sobre los daños que causa el turismo irresponsable. En La Azufrada algunos visitantes rayan las rocas e insertan bolsas de comestibles entre las hendiduras de las paredes de un cañón de unos ocho metros de ancho por 100 metros de longitud, que conduce a una caída de agua. Una paradoja del Caguán es que muchos de sus paisajes han permanecido intactos, porque la guerra impidió que fueran arrasados, pero esto está cambiando. La destrucción del medio ambiente se percibe en el humo de los bosques que se queman a diario y que se cuela por la ventanilla del taxi de Óscar.

El padre Ricardo Tovar dice que la razón por la que los campesinos cortan y queman árboles es la ausencia de las Farc, que prohibía la tala de los bosques. “Esta gente se acostumbró por muchos años a obedecer bajo la presión de un fusil. Tras la salida de la guerrilla empezó una deforestación exagerada, salvaje”, manifiesta. Ese vacío – continúa – no ha sido llenado por el Estado y, en su lugar, disidentes de la guerrilla comenzaron a asignar tierras, a veces de a cien hectáreas por familia. “El impacto contra la Amazonia ha sido bastante fuerte. ¿Quién controla eso?”, se pregunta.

Jorge Muñoz, médico y aficionado a la observación de aves, tiene su antídoto contra la deforestación: formar a muchachos caqueteños como guías especializados en avistamiento de aves, con el fin de que los campesinos conserven los bosques para que vengan al Caguán, turistas que aprecien y cuiden la naturaleza.

“Quiero cambiarles al mundo y al país la imagen de amenaza que tenía el Caguán por una de destino interesante. Y cambiarle a la gente local su idea de que nadie quiere visitarlos, de que el turismo no puede ser una fuente de ingresos”, comenta. Según Jorge Muñoz, es comprensible que los campesinos hagan crecer los potreros para poner en ellos vacas. “Aquí nadie venía por miedo. Ni los caqueteños”, afirma.

El terror y la estigmatización que han marcado a ciertos territorios han evitado que muchos colombianos conozcan su propio país. El presidente de la Asociación de Comerciantes Organizados de San Vicente del Caguán, Iván Fiallo, admite que la primera vez que llegó al Caguán, en el año 2000, no sabía para dónde iba.

Entonces pertenecía a la comunidad religiosa de la Universidad de La Salle, que lo había enviado a capacitar a docentes veredales. Este cucuteño, filósofo y licenciado en Pedagogía, se enteró del significado del lugar que lo esperaba cuando subió a una camioneta para llegar a San Vicente del Caguán desde Neiva.

Le extrañó coincidir en el viaje con periodistas de la BBC, de CNN y de otras cadenas internacionales de noticias: “Yo dije: ‘mierda, todo el mundo hablando en muchos idiomas ¿y yo para dónde voy?, ¿qué está pasando en el país en el que yo vivo?’ Empezamos a entrar y había muchísimos retenes del Ejército. Cuando llegamos al primer retén de las Farc, en Balsillas, vi que íbamos al territorio de la guerrilla. Estábamos en la zona de despeje”.

Iván Fiallo reflexiona respecto de lo mucho que los colombianos ignoran de su país. “Estábamos entrando a la zona de conflicto más importante de la guerra en Colombia y yo no tenía ni idea. Desconocemos el país porque, para nosotros, Colombia es Bogotá, Medellín, Cartagena y Cali. Las provincias siempre han sido miradas con desprecio y el subdesarrollo es por eso”, anota.

Esa visión estrecha de los gobiernos frente a las regiones se manifiesta en la ausencia estatal, en cuanto al transporte. Mientras algunas carreteras veredales que mantienen las comunidades están pavimentadas, y por ellas se puede rodar sin encontrar baches grandes, la que une a San Vicente del Caguán con Florencia tiene pedazos destapados en los que hay que bajar la velocidad para no dañar los vehículos.

La seguridad urbana es otro aspecto que varios sanvicentunos coinciden en señalar como uno que debe mejorar. Luceny Perdomo, dueña del restaurante El Ceibo, declara que “ahora hay más ladronismo”, porque ya no existe el temor que infundía la guerrilla y que hacía posible que la gente durmiera con las puertas de sus casas abiertas.

La salud también debe llegar, como plantea Óscar Urriago: “Hoy tenía a mi mamá en urgencias y el médico que la atendió me mandó a reclamar unas medicinas a la droguería autorizada, pero no las había porque no hay convenio con la entidad de salud. ¿Dónde está la protección del Estado al menos con salud, con educación? Es lo básico. Finalmente, la conseguí. En la droguería autorizada para entregar la droga no hay para entregarla, pero sí para venderla”.

A pesar de sus problemas, San Vicente del Caguán está tratando de renacer, de superar la muerte y la destrucción que la guerra había sembrado. Aquí hay optimismo y muestra de ello es el hecho de que la aerolínea estatal Satena inició en febrero de este año su operación desde Bogotá, con vuelos los martes y los sábados.

Según el padre Ricardo, la llegada de viajeros contribuye a eliminar los prejuicios. “Así se le abre una ventana a San Vicente para que entre aire fresco que pueda respirar mucha gente, y también para que ese aroma salga de San Vicente a otros lugares y la gente venga a conocer la región”, asegura.

Otro punto favorable es la unión entre empresarios. Ya son 1.250 quienes pertenecen a la Asociación de Comerciantes Organizados de San Vicente del Caguán y están naciendo iniciativas como la ‘Ruta del queso’, con base en la producción de empresas entre las que está Lácteos La Caqueteña, que les da empleo a 30 personas y produce quesos que se consumen en restaurantes de los hermanos Rausch.

Según Diego Plazas, gerente de la compañía, el pueblo ha estado tranquilo. “La economía ha estado un poco en recesión, pero en seguridad ha mejorado bastante. No ha vuelto a haber robos y se ven muchos turistas que pasan por aquí para ir a Caño Cristales”, afirma. Para transformar a San Vicente del Caguán en un destino donde el turismo sostenible sea motor de la economía y les brinde bienestar a las comunidades, el párroco del municipio invita a los caqueteños a proteger sus maravillas naturales. “Ellos tienen espacios hermosos en los que Dios les habla y deben ser los primeros en defender su región, lo que queda de la Amazonia: sus aguas, sus tierras, sus animales”, asegura. Ahora, sin arrastrar el lastre de la guerra, San Vicente y el Caquetá simbolizan a esa Colombia que quiere pasar la página de la violencia y escribir nuevos capítulos de reconciliación.

Por Juan Uribe

 

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