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El Carmen de Atrato (Chocó), a la espera de una reparación integral

Los habitantes del municipio fueron víctimas de las guerrillas y los paramilitares. Sus pobladores hoy viven a la orilla de un río contaminado y a la espera de que el Estado intervenga para generar oportunidades en la región.

Otoniel Umaña Murgueitio - @Otonielumaa
23 de enero de 2020 - 03:00 a. m.
De la mina El Roble es de donde se deriva el sustento del 60 % de los habitantes de El Carmen de Atrato. / Fotos: Otoniel Umaña
De la mina El Roble es de donde se deriva el sustento del 60 % de los habitantes de El Carmen de Atrato. / Fotos: Otoniel Umaña

El Carmen de Atrato es el pueblo chocoano más antioqueño de todos. Así lo reflejan el poncho, el sombrero y el acento de sus habitantes. Algunos pobladores aseguran que el municipio es el resultado de un cambiazo que Antioquia le hizo a Chocó por una gran parte del Urabá, pero eso nadie lo confirma.

Puede llegar a El Carmen desde el aeropuerto José María Córdova de Rionegro, atravesar todo el suroccidente antioqueño y, luego de cinco horas de camino, llegar al parque central. La otra opción es llegar al aeropuerto de Quibdó y tomar una carretera en muy mal estado.

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El exconcejal Jesús Antonio Londoño cuenta que el sábado 5 de agosto de 2000 se metieron no menos de 500 guerrilleros del frente 34 de las Farc, al mando de alias Karina, y arrasaron con todo: “Dañaron la iglesia, el comando de la Policía y la casa cural”. Recuerda que por ser sábado había muchas personas en las calles y que corrieron para esconderse en sus casas. De 15 policías, murieron 4 y, sin embargo, resistieron los combates hasta la 1 p.m. del otro día cuando apareció el avión fantasma del Ejército. Otros cuatro civiles también murieron en el ataque.

Franky León Correa es ornamentador. Cuenta que después de la toma el municipio quedó solo y no había oportunidad de nada: “Me tocó irme para Buenaventura, porque nadie quería mandar a hacer puertas ni ventanas, por miedo”. En el corregimiento El Siete, a solo 10 minutos del casco urbano, donde habitaban mil personas, solo quedaron dos.

Hernán Machado es docente de artes escénicas en el municipio. Aunque esconde sus ojos detrás de unas gafas oscuras, no le tiembla la voz para decir que “cuando no era la guerrilla eran los paramilitares los que nos atacaban”. 

El pueblo recuperó la tranquilidad porque no volvió el conflicto armado, pero se quedó atrasado. No hay empleo porque no hay empresas ni industrias. La única fuente de trabajo es la mina de cobre El Roble, administrada por extranjeros y de donde se deriva el sustento del 60 % de los habitantes del municipio.

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Jorge Iván Bedoya, el exalcalde que entregó su cargo el 31 de diciembre pasado, trabajó 25 años en la mina El Roble y dice sobre la contaminación del río que “la responsabilidad es de la corporación ambiental del departamento y de la Alcaldía que tiene que mediar”, aunque al parecer durante su mandato no hubo mediación.

Fabio Ocampo es funcionario ambientalista de Codechocó y confirma la contaminación del río después de la mina, pero asegura que posteriormente son los químicos utilizados para la agricultura los causantes del deterioro. Lo preocupante es que no hay acciones contundentes que permitan creer que este problema se puede superar.

Lo más triste, asegura José Jesús Sánchez, es que además de cobre, extraen una buena cantidad de oro y platino, pero por ser extranjeros nadie les hace control y lo que le queda al municipio es casi nada.

Para algunos es difícil recordarlo, pero no niegan que aquí surgió, en 1993, el ya extinto Erg, conocido como Ejército Revolucionario Guevarista, dirigido por un disidente del Eln, don Olimpo Sánchez Caro, quien quiso armar su propia revolución con familiares y amigos que no sumaban más de 45 personas. Incluso, aún viven familiares de Sánchez, quien ya falleció. Los habitantes se dividieron entre los que apoyaban a la guerrilla naciente y los familiares de los miembros del Eln. Este hecho hizo que el conflicto armado se agudizara y fuera razón suficiente para que algunos ciudadanos se abstuvieran de manifestar su origen por miedo a ser estigmatizados. 

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Hoy la figura más conocida de la vereda es José Luis Sánchez, conocido como el Profe, un hombre cercano a los 80 años, canoso, con bigote, poncho y sombrero. Está más vigoroso que muchos jóvenes. Es una biblia, no solo por lo letrado sino por las vivencias en esta zona. Recuerda que en 1998 el Eln quemó todas las casas de la vereda. Le tocó irse junto con decenas de amigos, vecinos y algunos empresarios de la zona. 

“A nosotros nos hicieron víctimas la guerrilla y el Estado. La guerrilla porque se apoderó de las tierras, casi hasta Tutunendo, y les lavó la cabeza a los jóvenes. Y el Estado porque pudo haber militarizado a tiempo toda esta zona y evitar toda la tragedia ocurrida”.

Regresó 10 años después para reconstruir la vereda con todos aquellos que decidieron volver y que habían sido despojados. La tierra siguió ahí y la tarea era volver a darle forma. Reconstruyeron algunas fincas y otras aún están estancadas porque no hay recursos. La escuela donde el Profe dictaba clases, a pocos metros de su casa, continúa inservible. 

En 2013 empezó el plan de reparación colectiva por parte del Estado, pero ha sido mínimo con relación a los daños económicos y psicológicos causados durante el conflicto. Marisol Sánchez, presidenta de la Junta de Acción Comunal, afirma que la vereda y el municipio tienen potencial turístico y gastronómico. El deseo de algunas familias es reunirse y sacar adelante un proyecto agrícola de plátano y cacao para volver a ser la despensa más importante del departamento, pero necesitan la ayuda del Estado. El aguacate se vende muy barato porque los campesinos no tienen la certificación del producto. Los cultivadores aseguran que el campo no es rentable.

Algunas madres cabeza de familia y viudas no tienen otra opción que trabajar en una casa durante ocho horas para ganarse $5.000. La topografía y la geología inestables hacen que la carretera que conduce a Quibdó, capital del departamento, sea intransitable, especialmente cuando llueve.

Ellos esperan volver a ser el paraíso que algún día fueron y que, como dice el Profe Sánchez, las administraciones del departamento dejen de mirarlos de “reojo”, porque ellos también son chocoanos, aunque de una cultura diferente.

Por Otoniel Umaña Murgueitio - @Otonielumaa

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