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Glosa a la barbarie política

Camilo Noguera Pardo, director del Centro para el Desarrollo Humano Integral de la Universidad Sergio Arboleda, escribe esta columna como un apunte crítico a la política actual, sobre todo, en esta época electoral.

Camilo Noguera Pardo*
21 de junio de 2022 - 02:56 p. m.
Camilo Noguera Pardo, director del Centro para el Desarrollo Humano Integral de la Universidad Sergio Arboleda
Camilo Noguera Pardo, director del Centro para el Desarrollo Humano Integral de la Universidad Sergio Arboleda
Foto: Cortesía

Hace un tiempo escribí en un diario nacional una serie de exposiciones sencillas que titulé “Glosas a la Barbarie”. Pues bien, aquí replico el ejercicio, y le doy continuidad. De manera que esta es una glosa más en la que hago un apunte crítico a la política actual. La escribo especialmente ahora, en tiempos electorales.

Algunos lectores se harán las siguientes preguntas: ¿Por qué esta glosa no estudia las formas de gobierno que han colonizado la esfera pública, tales como la oclocracia (gobierno de la muchedumbre) y la demagogia? ¿Por qué el autor no reflexiona sobre los dispositivos de poder, las nuevas formas de autoritarismo y de anarquismo y, por ende, la desinstitucionalización de los Estados, y el divorcio entre ética, derecho y política? ¿Qué decir de la responsabilidad que la familia, la educación y la cultura tienen en la decadencia de los gobiernos?

¿Cómo no revisar lo que ha significado para la sociedad civil y los sistemas de gobierno la ausencia de élites instruidas, y su reemplazo por charlatanes y ganapanes (diría Schiller) y, sobre todo, por arribistas que tuercen los principios siempre que se trate de trepar en el poder, además de despreciar y resentir (siempre resentir) cualquier refinamiento del alma y mente labrada?

¿Cuáles implicaciones ha tenido para la construcción de lo público la suplantación de la filosofía por la ideología, de la religión por la superstición, de la verdad por la posverdad, de los discursos por tweets, de los argumentos por memes, de los libros por podcast, de las bibliotecas por redes sociales, del realismo ético por el relativismo cultural, de la tradición por la innovación, de los verdaderos scholars y académicos consagrados por mercachifles “didácticos”, del pensamiento político por el efectismo electorero, de las universidades (que antaño fueron hogares de la alta cultura) por manufacturas de títulos y fábricas tecnocráticas y promotoras de la cultura light, y el reemplazo de los exigentes y formativos currículos de humanidades por cualquier pénsum considerado para satisfacer el mercado (que no para la formación integral), como si las universidades fueran tiendas que solamente quieren clientes satisfechos y no profesionales bien educados y realmente formados para servir al bien común?

¿Cuán grave ha sido que el ataque sistemático del marxismo y de sus reinvenciones se introdujera, sibilinamente, en el mundo católico a través de la teología de la liberación, para, una vez atrancado, traumatizara la esencia de la catolicidad, hasta naturalizar la persecución jurídica, ética, educativa y cultural contra los cristianos, y contra los legados culturales del mundo cristiano?

Pues bien, todo esto y algunas otras patologías relacionadas con la brutalidad política ya han sido discutidas desde la literatura clásica y la filosofía antigua, hasta las recientes investigaciones de la sociología, la psicología, la filosofía del derecho, la filosofía moral, la filosofía política, la filosofía de la cultura, la filosofía de la educación y la literatura (la insustituible literatura). De ahí que no tenga nada nuevo que decir a tan valiosos aportes que cualquier investigador tenaz o lector empedernido pueden encontrar y estudiar a fondo en la historia del pensamiento.

Al respecto, tan solo anoto lo evidente, y es aquí donde mi glosa enfatiza: los climas culturales determinan, en gran medida, los destinos de las comunidades humanas. Aristóteles enseña (siempre es bueno recordarlo), que el cultivo de lo mejor que hay en lo humano hace a los hombres diferentes en virtud, y que la virtud es requisito de la vida excelente y mejor. Continúo con Aristóteles, y aquí lo cito ad pedem literae: “El valor de una ciudad, su justicia y su temple equivalen y son semejantes a las virtudes cuya posesión se llama a los individuos valientes, justos, sabios y prudentes”.

Por esta razón es deseable para todo sistema de gobierno que los cargos fundamentales del Estado estén en manos de los más cualificados, y que la sociedad entera anhele (por lo menos identifique) la virtud. Indiscutiblemente, hay una relación de causalidad entre la formación que brinda la alta cultura y el acceso a ciertas virtudes, y es un hecho (verificado y verificable) que desde hace tiempo las formas políticas, la educación y los modos contemporáneos de entretenimiento desprecian la alta cultura. Tal ultraje deforma el gusto, que es un concepto fundamental para el florecimiento humano, y no un asunto ligero y circunscrito al arte.

El gusto es principio radical para construir la belleza moral de toda comunidad política y civil. Como resultado, la ecuación es elemental: sociedades incultas votan gobernantes incultos, y gobernantes incultos no gobiernan para el bien común, sino para el interés individual. En consecuencia, la vida elevada o existencia ética in extremis es imposible sin el auxilio de la alta cultura, y sin ética la política es una ocasión para lo peor, como sucede en Colombia. En otras palabras, la descomposición de lo político es secuela de la putrefacción cultural.

La cultura (la alta cultura, insisto, tal y como la comprendieron Alexander von Humboldt, Hans-Georg Gadamer, Harold Bloom, Alejandro Llano, entre otros) eleva y saca de la postración. Pero, además, facilita la sana razón y el sentido común. Su carencia, en cambio, como lo anota el fino pensador Roger Scruton, incapacita para recibir y trasmitir el capital heredado del conocimiento moral.

Por lo tanto, el gobernante que no se ha cultivado será vulnerable al vicio, y circular en el vicio conduce hacia la conciencia rota o cauterizada; conciencia incapaz de reconocer el amor, el dolor, la belleza, el bien, la justicia, aunque estén frente a sus ojos; conciencia capaz de hacer el mal sin avergonzarse.

Envío este artículo al periódico, pocos días antes de saber cuál será el futuro presidente de Colombia, para el periodo 2022-2026. Solamente espero una cosa: que Colombia pueda reencontrarse con la esperanza. Pero espero lo más difícil: que el nuevo presidente de Colombia respete la tradición más viva y significativa que ha tenido Occidente en su historia, en general, y Colombia, en particular: la Cristiandad y la Catolicidad. Para eso se necesita un esfuerzo común entre la sociedad civil y la clase gobernante. Los millones de cristianos de Colombia deben sacudirse del letargo y asumir los próximos años una ciudadanía activa y un rol valiente de su identidad, que se exprese en una acción coherente y articulada para la defensa y protección de su fe, que no es sólo informativa, sino performativa. Deben defender la vida cristiana de toda intolerancia, discriminación y persecución por parte de agendas legislativas, ejecutivas, judiciales, culturales, educativas y sociales cristianófobas.

El presidente que llegue debe respetar la Cristiandad y la Catolicidad, desde todo punto de vista. Este respeto por lo cristiano significaría cultura, civilidad, decencia, tolerancia, respeto por los derechos fundamentales y los derechos humanos. Por el contrario, irrespetar la cosmovisión del cristiano sería diagnóstico cierto de violencia, vileza, terror, horror, atraso y barbarie. La alta cultura y la Cristiandad se relacionan intrínsecamente. Reconocer este hecho y proteger esa relación es condición para el desarrollo humano.

Por Camilo Noguera Pardo*

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