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Nacer dos veces, el mismo día

Una crónica de cómo el encierro y la soledad pueden enseñar a perdonar, soñar y renacer de nuevo.

Paula Quintero
05 de julio de 2020 - 07:00 p. m.
La historia de una cuarentena fuera de casa.
La historia de una cuarentena fuera de casa.
Foto: Cortesía Paula Quintero

Hay quienes dicen que la vida no es nada, haciendo referencia a que todo pasa tan de repente y aunque en parte tienen razón, para mí, la vida lo es todo. La suma de cada detalle, una oración respondida, momentos, sonrisas, la manera en que el sol calienta y luego las nubes lo esconden, de eso está hecho nuestro paso por este mundo, sea breve o extenso, pero como la película española, hay que agradecer pues “amanece, que no es poco”.

Este es el relato, de cómo un sin fin de cosas que nunca esperé vivir, me tomaron por sorpresa lejos de mi hogar. En mi cabeza dibujé mil veces cómo sería ver nuevamente a los míos, a mi familia, a mi madre, pero me quedé corta, porque definitivamente regresar a mi país en un vuelo humanitario, no estaba entre mis planes.

Luego de casi tres meses de cuarentena, las cosas en Madrid, aparentemente se estaban calmando, el Gobierno Nacional había puesto en marcha un plan de cuatro fases, cada una permitía realizar ciertas actividades y según el comportamiento del virus, en un periodo de dos semanas las autoridades encargadas evaluaban la viabilidad de transitar a la siguiente fase.

El 4 de mayo fue la primera vez que salí, di un paseo corto cerca de donde vivía, debo admitir que la idea de salir era emocionante, pero a la vez miedosa, ¿cómo algo que había hecho millones de veces, ahora me parecía tan extraño? Mientras caminaba, inconscientemente empecé a fijarme en cosas que en otro contexto me serían indiferentes, como la cantidad de veces que alguien tocaba su cara, si acomodaba de manera correcta el tapabocas o si mantenía con otras personas una distancia poco saludable.

Definitivamente algo había cambiado y aunque a simple vista todo seguía igual, la realidad se había trastocado por el temor de un enemigo invisible, que ahora parecía estar dormido, pero sabíamos seguía allí. La falta de conocimiento sobre el virus, alimentaba todo tipo de teorías, era común -y aún lo es- encontrarse con comentarios como “yo he oído” o “a mí me dijeron”, todos sabiendo mucho y al mismo tiempo, sabiendo nada.

Pasaron semanas y el tránsito a la nueva normalidad fue muy chocante, al ser estudiante de intercambio venía de un periodo de adaptación, el cual fue interrumpido abruptamente por la propagación del virus, y tenía que terminar lo que había empezado, pero ahora con guantes y tapabocas. Las llamadas de mi familia y amigos pasaron de ser advertencias, a comentarios como “que rico, ya pueden salir, ya pueden hacer” claro, todos celebraban el retorno a lo que conocían, a dos metros de distancia, pero finalmente vida.

El reencuentro con mis amigos fue maravilloso, no fuimos a ningún lugar especial, tampoco comimos algo demasiado elaborado, compartimos un café y unas napolitanas de chocolate, que para ese entonces ya eran tradición. Planeamos ir a cenar el miércoles de la siguiente semana, todos estábamos emocionados, pero a días de vernos, recibimos un mensaje, era uno de ellos cancelando los planes, tenía fiebre, había perdido el gusto y el olfato, razón por la cual se había hecho la prueba para determinar si tenía el virus. Y sí, sí lo tenía.

Ninguno de los que estuvimos con él enfermamos, sin embargo, algo dolía profundamente, y es que la vida siempre ha sido peligrosa, los ires y venires de eventos desafortunados están al acecho para cambiar lo que conocemos en cuestión de segundos. Es algo que no contemplamos a diario y preferimos ser “positivos” ante la posible visita de la muerte, pero ahora, era como si esta, de manera programada empezara a hacer citas tentativas con los que conocemos y nos rodean.

No es tu adiós una ruptura, No es olvido tu adiós

La incertidumbre de no saber cuándo abrirían el aeropuerto El Dorado, me motivó a inscribirme en la base de datos del Consulado de Colombia en Madrid, tenía conocimiento de que estaban realizando algunos vuelos humanitarios, sin embargo, la poca claridad que existía sobre el tema, no me generaba mayor esperanza, así que seguí concentrada en mis clases y en la entrega del trabajo final de máster.

Pasó alrededor de un mes, y una tarde, una amiga colombiana que se encontraba en Barcelona me envió un mensaje diciendo que iba a regresar al país en un vuelo de repatriación y me insinúo que, si ella había sido seleccionada, era muy probable que pronto yo lo fuera. La cancillería programó dos vuelos más, no recibí ningún llamado o notificación, una parte de mi daba por perdida esa opción.

Un lunes cualquiera decidí ir al centro de Madrid y visitar nuevamente los sitios emblemáticos, quería caminar y apreciar el espectáculo de ciudad, alguien una vez me dijo “Madrid tiene algo que atrapa y no te deja ir” tenía mucha razón. De alguna manera el corazón me avisaba que tendría una pronta despedida y así fue.

El martes 16 de junio en horas de la tarde, me llamaron del consulado para avisarme que tenía un cupo en el vuelo del día 22. Me informaron que, si no tomaba el vuelo, darían prioridad a otras personas para los siguientes viajes. Estaba a un “sí o no” de ver a mi familia. En cuanto al pasaje, afortunadamente yo ya tenía un tiquete comprado, el cual pude validar y de esta manera no pagué nada más aparte de mi equipaje extra.

A dos días de irme, iba caminando como de costumbre por la calle Príncipe de vergara, observando todo a mi alrededor, tratando de memorizar lugares, letreros, personas, asegurándome de que a mi ida me llevaría todo grabado, de repente, al mirar al suelo me encontré con los rastros de un proyecto llamado “Versos al paso” donde con una frase de Paloma Camacho sentí que la vida me estaba confirmando una vez más que este no era el fin y que todo se sentía como un buen comienzo: “No es tu adiós una ruptura, No es olvido tu adiós”

Para algunos puede ser una decisión absurda, incluso me dijeron que regresar “era viajar al pasado y situarse en los peores días de Madrid”, pero yo me iba profundamente agradecida con todos y con todo. El crecimiento que tuve en Dios, en momentos de soledad y encierro, me ayudó a entender que solo en la confrontación, el habitarnos y escuchar las voces que a diario silenciamos en una especie de mutismo selectivo, es el camino para perdonar y seguir, confiando en él, dejando a un lado el temor al pasado y sanando heridas.

¡Lo logramos! ! Que viva Colombia!

Llegó el día, los nervios no me abandonaron un segundo, nos citaron cinco horas antes del vuelo, debíamos llevar guantes y tapabocas, llenar unas actas de compromiso y otros documentos, algunos impresos y otros online. Tomé un Uber hasta el aeropuerto Barajas, en la entrada un guardia del lugar estaba solicitando a todo el que llegaba pasaporte y tiquete para viajar. Justo ese día se reanudaron las operaciones de vuelos Nacionales en España, así que los periodistas de los diferentes telediarios fueron testigos de lo que sería el regreso de cientos de colombianos a su país de origen.

El vuelo era operado por Iberia, llegué al mostrador e ilusamente me iba a ubicar ahí, cuando una de las personas encargadas me señaló que la fila doblaba la esquina. Mientras esperábamos, muchos empezaron a contar sus historias de cómo esta pandemia interrumpió su vida y cambió los planes. Comentarios como “No, esta vaina esta eterna” y “Vamos a llegar vueltos nada” nos acompañaron durante tres horas, parecía que avanzábamos, pero seguro quien nos vio de lejos casi podría haber creído que caminábamos hacia atrás.

Mientras abordamos las videollamadas no cesaban, dos hermanos caminaban delante mío y apenas se escuchaba como uno de ellos le daba un parte de tranquilidad a su mamá, avisando que estaban a horas de reencontrarse “Madrecita, la estoy llamando para avisarle que si Dios quiere nos vemos en Bucaramanga, la quiero mucho”.

En el avión, por lo que pude ver, la gente permaneció con tapabocas y guantes todo el vuelo, la comida venía empacada de manera que las azafatas tuvieran el menor contacto. Los baños estaban habilitados, de igual forma las pantallas en los asientos.

Al aterrizar en Bogotá, a diferencia de otros vuelos donde las personas aún tienen la costumbre de aplaudir, en este más que aplausos se escuchaba un grito de victoria, ¡Que viva Colombia, llegamos, lo logramos! Incluso muchos soltaron lágrimas, la “pesadilla” había acabado.

Al bajarnos nos encontramos con funcionarios encargados del protocolo vestidos de pies a cabeza con trajes anti fluidos, gafas, tapabocas y guantes. Nos esperaba una fila de casi 40 minutos, mientras verificaban la identidad y la temperatura de cada uno. Llegamos a una zona que estaba adecuada para sentarse, tenían sillas con la distancia indicada, donde debíamos esperar a que nos llamaran y nos devolvieran el pasaporte.

Siendo completamente honesta, me siento muy agradecida por la labor que estaban haciendo las personas que nos recibieron, sin embargo, nunca en mi vida había experimentado la sensación de parecer “radioactiva”, casi se podría decir que nos tenían miedo.

Hoy, desde mi casa en Bogotá, mientras escribo esta historia, me doy cuenta de que no soy la misma de hace un tiempo, que lo que nunca creí poder hacer, hoy hace parte de este relato. Que a diario la vida nos pone en situaciones retadoras, nos lleva al límite y nos demuestra de qué estamos hechos.

El 6 de julio termina mi aislamiento obligatorio, ese día será muy especial porque además es mi cumpleaños. Casi puedo sentir el abrazo de mi madre. Volver a ver, compartir y reír con los míos, es el regalo más especial que Dios pudo darme, será como empezar de nuevo, cómo iniciar una nueva etapa en mi vida, será como nacer dos veces el mismo día.

Por Paula Quintero

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