La pandemia nos reta: ¿qué tan valientes somos? Pensamientos desde casa, día 31

Ante situaciones extremas, como la actual pandemia, el ser humano se pregunta si tiene suficiente coraje para adaptarse a los cambios. Razones para creer que sí tenemos y podemos mejorar esa voluntad.

Nelson Fredy Padilla *
24 de abril de 2020 - 07:34 p. m.
Cuando afrontamos riesgos e incertidumbres, en El Espectador siempre recordamos el legado de valentía que nos dejó don Guillermo Cano Isaza (1925-1986). / Archivo
Cuando afrontamos riesgos e incertidumbres, en El Espectador siempre recordamos el legado de valentía que nos dejó don Guillermo Cano Isaza (1925-1986). / Archivo

Temple, coraje, son palabras que han cobrado una fuerza superior durante este mes de cuarentena. Sabemos las razones: nunca antes la humanidad había estado a este nivel de confinamiento, la pandemia ha expuesto todas las desigualdades sociales de un mundo dominado por el capitalismo salvaje, el desempleo crece y se desborda, las necesidades básicas de millones de familias no están cubiertas.

Por eso en El Espectador hemos destacado las historias de esos héroes anónimos que deben salir a la calle para buscar el sustento de sus seres queridos y para ayudar a que parte del país funcione. Mujeres y hombres -maestros, médicos, enfermeras, vendedores de futas, repartidores de domicilios, recolectores de basura, entre otros- que hacen de tripas corazón para sobrevivir en medio de dificultades agravadas. (La historia del escobita Elkin Londoño).

Ejemplos de coraje como estos quiero exaltar hoy. De ellos podemos aprender para mitigar pensamientos negativos que nos acosan: ¿Nos enfermaremos del nuevo coronavirus algún día? ¿Nos salvaremos una vez contagiados? ¿Perderemos el trabajo y el sustento familiar? Desde nuestros hogares y familias debemos redefinir la valentía para que nuestra actitud sea de calma aunque comprometida, no indiferente con un planeta que nos manda mensajes de advertencia ni con una sociedad que si no cambia seguirá de emergencia en emergencia. Estas semanas de aislamiento nos deben enseñar a templar el carácter y, si la situación nos afecta en lo personal, no doblegarse incluso en escenarios de sufrimiento y dolor, porque ya hay familiares enfermos o fallecidos. El valor de una persona se evidencia cuando su vida se enfrenta con la muerte.

No es valentía la irresponsabilidad de lanzarse a la calle o acaparar insumos para asegurar que a los míos no les falte nada. Valiente es quien resiste y piensa en los demás. La historia de este país es de víctimas valerosas -indígenas, mestizos, negros, blancos- que han resistido todas las violencias; asesinato, destierro, desplazamiento, hambre, olvido. Quienes trabajamos en El Espectador lo sabemos también por el legado que nos dejó don Guillermo Cano Isaza, asesinado por el narcoterrorismo de Pablo Escobar, por atraverse a denunciar que un país no debe doblegarse ante los delincuentes.

Ese pasado debiera darnos más razones para perseverar. Rescato el pensamiento del escritor William Ospina en su ensayo “Lo que se gesta en Colombia”, escrito a propósito del proceso de paz, que fue un acto de valentía: “Éste es un país peligroso pero valeroso. La gran mayoría de la sociedad está compuesta por seres valientes que salen cada mañana desarmados a las calles a luchar por la vida, a trabajar ya crear. Sin embargo, se ha extendido la creencia de que los valientes son los tenebrosos guerreros que necesitan andar armados hasta los dientes y que se jactan de perdonar a todos los demás el atrevimiento de existir. Nuestro gran desafío es ayudar al monstruo a desaparecer. Y para ello es fundamental cambiar nuestras ideas de la valentía y de la cobardía”.

Porque no todos somos igual de valientes, menos héroes, y cada cual es dueño de sus propios miedos. Tampoco podemos dar nada por sentado. Lo digo por la impresión que me dejó leer el año pasado el libro Yo seré la última (Plaza &Janés), la biografía de la Premio Nobel de Paz 2018 Nadia Murad, mujer iraquí secuestrada y violada por los terroristas del Estado Islámico y quien cuenta que creció oyendo sobre la valentía de su etnia, los yazidíes, y ella no sabía si era digna de esa herencia. Pues sobrevivió y, a pesar de los traumas, se demostró a sí misma que podía ser la más valiente para denunciarle al mundo los crímenes de que fue objeto su nación.

La frontera entre valentía y cobardía es difusa. Hoy la consulto para preguntarme: ¿de qué soy capaz ante las adversidades?, ¿qué sería capaz de hacer por los míos, y también por mis conocidos y vecinos?, ¿tengo el coraje y el liderazgo suficiente para hacer parte de una sociedad que debería cambiar su estilo de vida? Me doy ánimo recordando que Napoleón decía: “el valor es como el amor: necesita una esperanza que lo alimente”.

No quiero agobiarlos con estos pensamientos, sólo llevarlos a escenarios que no contemplamos y sobre los que es bueno meditar. Pensar en lo mejor preparados para lo peor. Enfrentar el dilema y no quedarse en la indefinición, sino tomar decisiones y actuar a conciencia. Sobre esa interesante zona gris les recomiendo leer a Clarice Lispector (1920-1977), la gran escritora de origen balcánico que vivió y murió en Brasil, que siempre se preguntó si le faltaron arrestos para ser más ella abandonando una vida de comodidades, su esposo era diplomático, para luchar por los marginados. Se desahogó con impresionantes novelas sobre la condición humana en límites de la desgracia como La Hora de la estrella.

Les dejo una cita de su novela La pasión según G. H.: “¿Estoy desorganizada porque he perdido lo que no necesitaba? En esta mi nueva cobardía –la cobardía es lo más nuevo que me acontece, es mi mayor aventura, esa mi nueva cobardía es un campo tan amplio, que solo una gran valentía me lleva a aceptarla–, en mi nueva cobardía, que es como despertarse por la mañana en casa de un desconocido, no sé si tendré valor para simplemente marchar. Es difícil perderse. Es tan difícil, que probablemente prepararé deprisa un modo de hallarme, incluso aunque hallarme sea nuevamente la mentira de que vivo. Hasta ahora hallarme era ya tener una idea de persona en la que insertarme: en esa persona organizada me encarnaba, y en lo mismo sentía el gran esfuerzo de construcción que era vivir. La idea que me hacía de la persona procedía de mi tercera pierna, de la que me sujetaba al suelo. Pero ¿y ahora? ¿Seré más libre?”.

* @NelsonFredyPadi / npadilla @elespectador.com

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Por Nelson Fredy Padilla *

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