La primera infancia puede ser el sector más afectado en esta pandemia

Las niñas y los niños, para desarrollarse sanamente tanto física como cognitiva y emocionalmente, necesitan sobre todo moverse, interactuar con el mundo, percibir sensaciones que maduren sus canales sensoriales, tener experiencias en que puedan indagar, comparar, hacer deducciones y, en lo posible, socializar con otros.

Felipe Noguera Vidales / especial para El Espectador
11 de mayo de 2020 - 11:51 p. m.
Dos meses de encierro es un tiempo demasiado largo para un niño. / Gustavo Torrijos / El Espectador
Dos meses de encierro es un tiempo demasiado largo para un niño. / Gustavo Torrijos / El Espectador
Foto: GUSTAVO TORRIJOS

Cuando un individuo se ve enfrentado a un peligro, su sistema de defensa lo hace reaccionar inmediatamente buscando salvarse. De manera instintiva toma el control el cerebro reptil --llamado así por algunos científicos-- y dispara una cantidad de reacciones que buscan proteger la vida. Cuando entramos en modo reacción, en fracciones de segundos se disparan las pulsaciones del corazón, nuestra fuerza se duplica, se agita la respiración y nos preparamos para tres posibilidades muy básicas: pelear, huir o quedarse paralizado.

Este tipo de reacciones en muchas ocasiones nos ayudan a sobrevivir, pero si nos habituamos a permanecer en un estado reactivo en la vida diaria, el costo para la salud emocional y física es alto. Sin embargo, cuando se aprenden a gestionar las emociones, después de una reacción emocional e instintiva es posible calmarse y permitir que el cerebro más evolucionado, o frontal, entre a operar mediante una acción más pensada, más tranquila, y, finalmente, más inteligente para solucionar el problema.

Frente a la pandemia casuada por el COVID-19, la mayoría de los gobiernos de los países y las ciudades reaccionaron rápidamente, buscando proteger la vida de sus habitantes ante todo. En Colombia se tomaron drásticas medidas de confinamiento y aislamiento social, que nos obligaron a entrar en un estado de pánico y nos llevaron a detener prácticamente todas las actividades económicas. Es muy probable que estas medidas hayan sido necesarias para evitar un contagio desbordado de la enfermedad y que hayan salvado a varias personas de la muerte. Hasta el momento parece haber sido una buena medida que ha producido buenos resultados. Sin embargo, a pesar de que progresivamente algunos sectores han sido autorizados para comenzar a salir, seguimos en un modelo de reacción. Parecería que no ha entrado en control un pensamiento más razonado y crítico. En muchos casos no se está actuando con suficiente criterio, por ejemplo en el caso de los niños de primera infancia y sus familias.

(También puede leer: Niños y COVID-19: hora de abrir del debate sobre el aislamiento para ellos)

Trabajo hace más de 25 años con primera infancia. Actualmente dirijo un jardín infantil, y en mis habituales conversaciones con los padres empiezo a ver cómo día a día sube la tensión al interior de los hogares amenzando con un rápido deterioro de la salud emocional y mental de toda la familia.

Dos meses de encierro es un tiempo demasiado largo para un niño menor de siete años. Sus recursos emocionales y cognitivos no son suficientes para relativizar y entender el paso del tiempo bajo otros parámetros como podemos hacerlo los adultos.

Para una niña o un niño de dos o de tres años, dos meses son simplemente una eternidad y configuran un lapso importante en su vida. Nuestros niños llevan dos largos meses encerrados, en muchos casos en espacios diminutos, en apartamentos muy pequeños o  en casas compartidas por varias familias. La violencia intrafamiliar ha aumentado y la nutrición y el sano desarrollo de los niños se ha afectado.

Las niñas y los niños necesitan, para desarrollarse sanamente tanto física como cognitiva y emocionalmente, estar al aire libre y recibir la luz directa del sol, pero sobre todo, necesitan moverse, interactuar con el mundo, percibir sensaciones que maduren sus canales sensoriales, tener experiencias en que puedan indagar, comparar, hacer deducciones y, en lo posible, socializar con otros. En el encierro los estamos privando de importantes e inaplazables oportunidades diarias de desarrollo.

Mientras tanto, sus padres angustiados y agobiados de trabajo hacen malabares para intentar mantener un balance imposible entre sus responsabilidades laborales, la crianza, las innumerables sesiones de virtualidad, las video llamadas y las labores domésticas, mientras sus niños cada vez se ven más desanimados, tristes o agresivos. Más aún ahora, que los ansiosos padres empiezan a ver la posibilidad de volver paulatinamente al trabajo y no tienen cómo o con quién dejar a los niños.

Me pregunto si el daño que se está causando en la población de primera infancia y en sus padres no será más alto que la protección que estamos buscando darles al tenerlos encerrados.

No estoy diciendo que mañana mismo se abran los jardines infantiles y los colegios. Por supuesto, esta es una medida que hay que tomar cuidadosamente, pero sí creo que se pueden buscar soluciones alternativas en las que se siga protegiendo la salud. Los niños pequeños deben poder salir a correr al aire libre, ir a un parque o dar una vuelta con sus padres en algún momento del día.

Siguiendo estrictas medidas de bioseguridad, los colegios y los jardines podrían abrir sus puertas parcialmente, dividiendo a sus alumnos en pequeños grupos, por espacios de tiempo limitados y alternando horarios y días. Los niños lo necesitan, los padres lo necesitan, la economía lo necesita. No hay tiempo que perder.

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Por Felipe Noguera Vidales / especial para El Espectador

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