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“El misterio de la enseñanza”, llamó a su profesión el profesor y filósofo francés George Steiner, que se pensionó en las aulas de la británica Universidad de Cambridge defendiéndola como un acto de amor en el que maestro y alumno se entregan el uno al otro en beneficio de una mejor sociedad. Hoy, cuando cerca de diez millones de estudiantes de escuelas y colegios públicos y privados, y dos millones y medio de estudiantes universitarios, volvieron a clases virtuales en medio del confinamiento nacional por la pandemia del coronavirus, quiero dedicar esta reflexión a exaltar la importancia de la relación de estos “aprendices” con cerca de 300 mil “maestros” que ejercen en Colombia. Entrecomillé aprendices y maestros, porque en Lecciones de los maestros (Debolsillo-Ediciones Siruela), el libro donde Steiner condensó su experiencia de 27 años como profesor, concluyó que sin sus alumnos nunca hubiera aprendido tanto. Tras su reciente muerte sobran los testimonios de discípulos en los cinco continentes sobre cómo ese pedagogo les cambió la vida. (Más columnas de esta serie: Contra el coronavirus, ¡que suene la música!).
Independientemente de cómo transforme la pandemia el modelo educativo global, lo mismo que la intensificación de las clases virtuales en un planeta lleno desigualdades sociales incluida la tecnológica, este es un gran momento para refundar el pacto profesor-alumno. Empezando porque a Steiner no le gustaba que lo llamaran maestro. Para él su máxima realización no era ser exaltado como erudito, uno de los pensadores europeos más respetados y premiados, sino haber sido un “mensajero” del conocimiento. Cada día se levantaba con la aspiración de “prender el fuego en un alma naciente”, “ponerle a alguien una obsesión en el camino”. La “mayor maravilla”, escribió el poeta romano Ovidio. Y para ello el profesor debe estar preparado para guiar esa comunicación de doble vía; preparar sagradamente su clase y huir del discurso dogmático, porque el mejor maestro es el que investiga para debatir y no el que pretende imponer verdades. El que cumple a cabalidad con la imperiosa obligación de sembrar “el hambre de significado”, la libido sciendi (deseo de conocimiento), más en nuevas generaciones atrapadas por el mundo del espectáculo y la superficialidad, que no le encuentran sentido al verdadero conocimiento.
Así como en muchas partes del planeta se reclama el aplauso y el respeto para los profesionales médicos que luchan contra la pandemia, Steiner pidió a la sociedad actual honrar a los maestros que enseñan a pensar, educan para despertar dudas, forman para la disconformidad, la libertad, la autocrítica, el único método de escapatoria a nuestra “cultura de la ambición y la envidia”.
Hay que leer el libro de Steiner para contemplar la historia del ser humano como la construcción y deconstrucción de ideas solo posible por el pulso intelectual entre genios como Empédocles y Pitágoras, los métodos pedagógicos de Sócrates, la práctica del ejemplo vista por Platón, la técnica de preguntas y respuestas, basada en la refutación, la especulación política y filosófica desde Aristófanes, la indagación y la autoindagación que va y viene, como pide Steiner, en un matrimonio basado en la memoria, a la que él llama “Madre de las Musas”, y que considera un crimen que de desestimule en escuelas y universidades. Qué era “la autoeducación” de Shakespeare, por qué la era de Napoleón, más allá de defensores y detractores, fue crucial en la consolidación del “magisterio formal del intelecto, las jerarquías de lo pedagógico”, luego universalizadas por medio de los estudios humanísticos y la formación científica.
Ahora que todo el mundo académico depende de la Internet más que nunca, insisto en el Steiner que advirtió del peligro del “alfabetismo electrónico” si no es puesto al servicio del diálogo como herramienta pedagógica al estilo socrático. El rescate de la palabra hablada, del cara a cara en busca de la verdad, de la lectura en voz alta que nos legaron los sofistas. El gran reto de los verdaderos profesores de hoy es adaptar sus métodos a las necesidades tecnológicas y sociales del momento. Porque todo el proceso nos llevará a resolver, una vez más, en una época trascendental, dos preguntas vitales: ¿cuánto aprendió el uno del otro? ¿El alumno retó o superó al maestro y juntos llevaron el pensamiento a un nivel más alto?
Para responderlas, llamo a denunciar la antienseñanza del que se burocratiza en la rutina pedagógica que, en palabras de Steiner, es quien “instila el aburrimiento, el gas metano del hastío” y puede destruir “lo más íntimo de la integridad de un niño o adulto”. También debemos condenar al alumno, ¿y a su familia?, que no es consciente de lo que debe exigir al sistema educativo y no aprovecha la oportunidad de convertir un día de clase en un viaje de exploración a lo desconocido.
@NelsonFredyPadi / npadilla @elespectador.com
* Estamos cubriendo de manera responsable esta pandemia, parte de eso es dejar sin restricción todos los contenidos sobre el tema que puedes consultar en el especial sobre Coronavirus.