Ni por la pandemia dejemos de ser niños: Pensamientos desde casa, día 33

Una invitación a recuperar los recuerdos y valores de la infancia a partir de la lectura de "Las pequeñas memorias" de José Saramago, escritor portugués, Nobel de Literatura 1998.

Nelson Fredy Padilla *
26 de abril de 2020 - 03:52 p. m.
José Saramago cuando presentó sus "pequeñas memorias". Nació el 16 de noviembre de 1922, en Azinhaga, Portugal, murió el 18 de junio de 2010, en España. / Archivo
José Saramago cuando presentó sus "pequeñas memorias". Nació el 16 de noviembre de 1922, en Azinhaga, Portugal, murió el 18 de junio de 2010, en España. / Archivo

Ayer fue el Día de la Niñez y eso me alegró el sábado, no solo por la oportunidad de celebrar la vida de mis hijas, sino porque releí Las pequeñas memorias de José Saramago (sello editorial Alfaguara) y me sentí feliz y agradecido. El Nobel de Literatura portugués, a quien tuve el honor de conocer en Colombia en 2007 y luego entrevistarlo, me llevó de vuelta a la infancia y a la importancia de que no se nos refunda en la memoria, porque en esos años está la fuente de la inocencia y la ternura, el sentido de la vida en familia, que tanto le hacen falta a este mundo que ahora parece más desdichado. 

Hablé con él gracias a su esposa, la escritora y periodista Pilar del Río, y su asistente Saro Pérez. En febrero de 2009 el tema fue la liberación del exdiputado colombiano Sigifredo López, único sobreviviente tras la matanza de once diputados de la Asamblea Departamental del Valle del Cauca a manos de la guerrilla de las Farc. Habían sido secuestrados en 2002. A López le dedicó un texto de su blog por haber dicho que leía los libros de Saramago desde el colegio y por haber hecho referencia a su novela El Ensayo sobre la ceguera. Días después se conocieron en la isla española de Lanzarote y con la ayuda de los dos escribí la crónica “El cerrajero redimió el encadenado”. Saramago fue cerrajero, López pasó su cautiverio encadenado. (Recomendamos más de esta serie: El coronavirus y la catarsis de la escritura).

De allí me interesa rescatar al pequeño Saramago, “levantado del suelo” en la aldea de Azinhaga, Portugal, cercano al arado, de familia analfabeta según la sociedad de los títulos y sabia según la naturaleza, porque supo formar a un niño en medio de los cultivos de habas en el huerto de Casalinho. El escritor recordaba que una de sus mayores emociones era poder dormir en el piso o en la misma cama con sus abuelos y con el marranito que más quería. Cuando faltaba comida en casa, merodeaba entre los maizales “con un saco de tela colgado alrededor del cuello, rebuscando las mazorcas que se hubieran quedado ocultas” luego de la recolección de las cosechas ajenas. Añoraba “volver a zambullir mi desnudez de la infancia” en el río Almonda y contemplar “el gris plateado de los olivares”. No olvidaba sabores como el de “gazpacho de tomate”, ni el de sandías y melones. Trepaba a las higueras para “alcanzar los frutos todavía húmedos por el rocío nocturno y sorber, como un pájaro goloso, la gota de miel que de ellos brotaba”.

Conmueve su prosa poética: “Sin que nadie se hubiese dado cuenta, el niño ya había extendido zarcillos y raíces, la frágil simiente que entonces yo era había tenido tiempo de pisar el barro del suelo con sus minúsculos e inseguros pies, para recibir de éste, indeleblemente, la marca original de la tierra, ese fondo movedizo del inmenso océano del aire, ese lodo ora seco, ora húmedo, compuesto de restos vegetales y animales, de tritus de todo y de todos, de rocas molidas, pulverizadas, de múltiples y caleidoscópicas substancias que pasaron por la vida y a la vida retornaron, así como vienen retornando los soles y las lunas, las riadas y las sequías, los fríos y los calores, los vientos y las calmas, los dolores y las alegrías, los seres y la nada. Sólo yo sabía, sin conciencia de saberlo, que en los ilegibles folios del destino y en los ciegos meandros del ocaso había sido escrito que tendría que volver a Azinhaga para acabar de nacer”.

Esto para invitarlos a volver sobre sus recuerdos de niñez y, por qué no, ponerlos por escrito como un ejercicio de limpieza espiritual. Eso hizo Saramago: “Me interesaba conocer mi relación con ese niño que fui. Ese niño que está en mí, siempre lo ha estado y siempre lo estará. He hecho memorias de niño y me he sentido niño haciéndolas”.

Leyendo Las pequeñas memorias se siente uno a su lado aprendiendo cómo su abuelo le enseñaba la importancia de cada árbol, la felicidad de terminar el oficio que le había encomendado, incluso bajo un aguacero, contemplando un atardecer o el cielo estrellado junto a su abuela, llevando los cerdos a la feria junto con su tío Manuel bajo la noche más luminosa, hasta que descubre los libros y empieza a crecer el narrador que luego acabará de formarse en las bibliotecas públicas y en los cines de Lisboa.

José Saramago, humanista por excelencia, advirtió de todas las formas sobre los peligros del mundo actual; capitalismo salvaje, explotación desmedida de los recursos naturales, armamentismo, corrupción política, desigualdad y hambre. Y dijo que las desventuras sólo se detendrían si cada vez hay más adultos capaces de “encender estrellas en la oscuridad irremediable de la ceguera”; en la medida en que juguemos con los niños, oigamos sus inquietudes, les hablemos con la verdad y con la esperanza, los eduquemos en la curiosidad y en la solidaridad, mientras los invitamos a descubrir “el lado oculto de la luna”.

* @NelsonFredyPadi / npadilla @elespectador.com

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Por Nelson Fredy Padilla *

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