A veces un olor despierta una vida entera. Cuando Andrea Echeverri Restrepo recuerda el aroma de la tela recién cortada, regresa de inmediato a la casa de su abuela materna en Medellín. Allí, donde la mesa de ping-pong se convirtió en mesa de corte y los retazos eran juguetes, comenzó una historia que hoy suma 45 años: la de Deblanco, la empresa que tres mujeres —su abuela, Lucía Botero, su mamá, Lucía Restrepo y su tía, Margarita Restrepo— fundaron en 1980 sin saber que estaban creando un legado.
La idea nació de una necesidad muy simple: su mamá, enfermera, no encontraba uniformes que se ajustaran a las exigencias de su profesión. Su abuela, dedicada a la alta costura y a confeccionar vestidos de novia, empezó a hacerlos para ella. Las compañeras comenzaron a pedirlos porque eran hermosísimos, hechos con dedicación y detalle. Y así, sin planearlo demasiado, comenzaron a producir uniformes en Medellín. También vieron que las enfermeras no tenían zapatos silenciosos —en esa época todos eran de tacón de cuero— y crearon un espacio donde se pudiera encontrar todo lo necesario. Le pusieron Deblanco porque, entonces, las enfermeras solo vestían de ese color con su toca y su capa o saco azul.
La vida daría un giro cuando trasladaron al papá de Andrea a Bogotá. Ella tenía un año; su hermano del medio, un mes. Su mamá, que aún ejercía como enfermera, no conocía la ciudad. Fue el momento decisivo: cerrar o sacar adelante el negocio. Y así, Lucía Restrepo, como digna hija de Lucía Botero, con la fortaleza que la ha caracterizado siempre, eligió continuar. Arrancó con una prima de su esposo en un segundo piso pequeñito en la calle 73, mientras la producción seguía en Medellín. Tocaron puertas en hospitales, llevaron licitaciones a máquina, anotaron inventarios y proveedores en tarjetas. El primer cliente fue el hospital de Chía, un recuerdo que su mamá guarda con cariño. Poco a poco fueron contratando más personas; el taller de Medellín creció hasta tener 120 operarias.
La infancia de Andrea estuvo atravesada por ese mundo. Jugaba entre telas, corría alrededor de la mesa de corte, veía a su abuela y a su mamá trabajar sin descanso. Durante las vacaciones del colegio reemplazaba a quien fuera necesario: bodega, contabilidad, secretaría, ventas. Creció dentro del negocio y lo aprendió desde adentro. Por eso, cuando acabó la universidad y le pidieron que se uniera formalmente a la empresa, no lo dudó. Hoy suma 22 años de trabajo continuo. Siempre habla con fuerza y entrega; y se emociona al recordar a su familia y los grandes esfuerzos que han hecho para sostener y hacer crecer Deblanco.
Andrea Echeverri sueña con que Deblanco siga creciendo, con que dé más empleo, con que llegue a más empresas.
La relación con Compensar, cuenta, ha sido fundamental: han caminado 35 años juntos. En la medida en que Compensar creció, Deblanco creció. Hoy visten a unos 2.500 funcionarios, lo que representa entre 30.000 y 40.000 prendas al año, además de zapatos. Cerca de 300 personas —entre empleos directos e indirectos— dependen del trabajo de la empresa de los Echeverri Restrepo, y muchos de sus colaboradores han accedido a vivienda y salud gracias a los programas de Compensar. Andrea habla de esto con orgullo y cariño: “respiramos Compensar”, dice, “tenemos el corazón naranja vestido de blanco”.
Hace tres años tuvieron otro momento crucial. La planta de Medellín, que siempre había operado en la casa de su abuela y luego en bodega propia, llegó a su fin tras el fallecimiento de ella. Los hermanos y su mamá debieron decidir si cerrar o seguir. Optaron por continuar y traer la producción a Bogotá. Fue empezar de cero: montar corte, patronaje, diseño, confección. El primer día de trabajo, cuando comenzaron a cortar tela, Andrea sintió de nuevo ese olor que la devolvió a su infancia. “Uf”, pensó, “esto me llena el corazón”. Fue como despertar la esencia de lo que construyeron su mamá, su abuela y su tía.
Hoy, a sus 44 años, Andrea sueña con que Deblanco siga creciendo, con que dé más empleo, con que llegue a más empresas. Sueña con que sus hijos y el de su hermano vean en 45 años lo que ellos han visto crecer desde pequeños. Porque, además, Deblanco ha sido una empresa construida casi totalmente por mujeres: la abuela, la tía, la mamá, las operarias. La mayoría mujeres cabeza de familia. Andrea lo dice con orgullo: qué importante mostrar que las empresas también pueden ser lideradas por mujeres trabajadoras, constantes, emprendedoras.
Antes de terminar, deja una reflexión: muchas empresas nacen de una necesidad, como nació Deblanco del uniforme de su mamá. Y a veces, en los momentos más difíciles —una crisis, un cliente perdido, un cambio abrupto— aparece la oportunidad de seguir creciendo. Su mamá, a pesar de ser paciente respiratorio dependiente, sigue apoyando y tomando decisiones desde Medellín. A sus años, sigue diciendo “hagámosle”.
Y ese “hagámosle” parece ser, desde el inicio, la verdadera esencia de esta empresa familiar hecha de puntadas, coraje y memoria.
