La congelación no afecta la calidad. La muestra se guarda en varias pajillas y una de ellas se analiza en laboratorio.Al descongelarla, algunos espermatozoides mueren, pero la mayoría sobrevive. Se utilizan para el análisis y para la implantación. / David Schwarz
Un coágulo de semen es un océano inabarcable. Si camináramos hacia la orilla, guardando la distancia suficiente para que no nos moje los pies, asomados veríamos el reflejo de nuestro rostro. Ahí abajo están las facciones, tan definidas como si nos encontráramos frente a un espejo. Nos vemos y por un momento también vemos las mejillas de papá, la nariz de mamá, el pelo liso y las cejas por las que reconocen a nuestra hermana.
Damos un paso adelante y nuestro cuerpo, ahora, está más cerca del líquido. Si soplara viento, seguro nos salpicaría las plantas de los pies. Es un mar lechoso y espeso, templado, sin olas, en el que parece imposible que haya vida. La duda asalta, nos quitamos la camiseta, los zapatos, el pantalón, los interiores, dejamos las cosas a un lado, de tal modo que las ubiquemos al volver.
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Hay quienes dicen que la mitad de los misterios del mundo yace en el fondo del mar. Lo mismo podría decirse de un coágulo de esperma. En esa porción de líquido están guardadas el 50 % de las respuestas de la vida. Según la Organización Mundial de la Salud, el valor normal en una muestra de semen es de 15 millones de espermatozoides; uno de ellos aportará la mitad de la información genética del embrión (la otra mitad la pone el óvulo).
Desnudos, ya sabemos a los que nos enfrentamos en caso de lanzarnos. Resulta difícil creer que haya tantas cabecitas con cola, nadando a velocidad de pez. Desde afuera son imperceptibles, cerramos los ojos cafés que heredamos del abuelo materno para imaginárnoslas. Una por una hasta llegar a los 15 millones. Imaginamos los espermatozoides en forma de larva. Los vemos idénticos, quizás unos son más rápidos que otros, pero en esencia son iguales. Nuestra mirada se fija en el más inquieto. Lo seguimos, subimos y bajamos el mentón como quien ve una cachama anaranjada en la orilla de un lago. Estamos cerca de perder su rastro. De a poco, el espermatozoide se aleja, por lo que decidimos lanzarnos al líquido lechoso que compone este océano. Definitivamente, es el elegido por nuestra intuición para juntar con un óvulo que todavía no conocemos.
Nos clavamos en el agua, sentimos que es profundo, los dedos ni siquiera alcanzan a rasguñar el suelo. Para no ahogarnos, lo correcto es flotar, mover brazos y piernas. Sí, debemos flotar en la vida misma o por lo menos en la mitad de ella. En esta situación, como si no tuviéramos nada en qué pensar, de repente nos preguntamos ¿en dónde está el óvulo que vamos a fusionar con el pececito que nos metimos a cazar? Estamos empapados, braceamos, la tierra firme a nuestra espalda se separa, nadamos decididos hacia el espermatozoide. Es uno entre 15 millones. Nos obsesionamos con su presencia.
Por primera vez nos sentimos con un poder más grande que el del azar. Nuestros padres no tuvieron la posibilidad de escoger el mejor de su aporte genético. Esa bola pequeña con colita, que se mueve veloz, será nuestra hija o hijo. Cuando la atrapemos, un especialista podrá revisar con lupa su cromosoma. En su libro 50 cosas que hay que saber sobre genética, Mark Henderson sostiene que “los óvulos siempre son portadores de un cromosoma X, mientras que los espermatozoides pueden ser portadores de un cromosoma X o de un cromosoma Y. El espermatozoide que porta un cromosoma X da lugar a un gameto femenino cuando se une a un óvulo; sin embargo, el espermatozoide portador de un cromosoma Y da lugar a un gameto masculino”.
Estamos cerca del objetivo, finalmente. Cuando lo atrapemos y podamos fecundarlo, vamos a esperar con ansias el día en que le diremos a la hija o al hijo que fuimos los únicos papás capaces de elegir entre 15 millones. Que para hacerlo nos sumergimos en un océano rico en fauna espermática. Mientras eso ocurre, nadamos y nadamos, los hombros se cansan, pero igual seguimos obstinados con que el destino está decidido. Si tuviéramos habilidades anfibias para domesticar el agua, a estas alturas ya tendríamos el espermatozoide en las manos. Nos preguntamos qué hacer con el pececito, en dónde podría guardarse, ya que al océano de leche no puede volver.
Viene a la cabeza un frasco del tamaño de un salero. En segundo lugar pensamos en un tarrito para guardar la orina. Quizás adentro quepa el futuro miembro de la familia. Luego podremos guardarlo en un lugar adecuado, que cumpla con las condiciones para conservarlo. “Un banco de esperma permite el almacenamiento de muestras seminales de pacientes que deseen preservar su fertilidad, como es el caso de hombres con cáncer a quienes el tratamiento puede afectar su capacidad reproductiva, hombres que tengan trabajos que comprometan su fertilidad u hombres que quieran dejar una muestra antes de someterse a una vasectomía”, explica Lina Restrepo, bacterióloga del Centro Colombiano de Fertilidad.
Ahora, con la muestra en nuestras manos, luchamos por regresar a la orilla. Es una tarea casi imposible, pero lo logramos. Afuera abrimos las palmas para comprobar que el esperma sigue en su lugar. Ojalá pudiéramos depositarlo en un balde, sin temor a echarlo a perder. Si estuviéramos en un banco de esperma, para llegar a un único espermatozoide como el que tenemos capturado, nuestro coágulo de semen tendría que pasar por un estudio científico profundo. “Se puede hacer una técnica de gradientes de densidad, donde nos queda separada la muestra en el plasma y obtenemos aquellos que naden más rápido, que tengan menos fragmentación de ADN, con mejor morfología. Existen técnicas en donde podemos ver el espermatozoide en alta magnificación con un microscopio espacial, en donde nos enfocamos en las características de la cabeza, llamadas vacuolas, para elegir el mejor”, explica la bióloga Carla Ribeiro.
En una relación entre un hombre y una mujer, la movilidad del espermatozoide es importante para llegar al óvulo. La lentitud es una de las razones principales para que no se encuentren. Hoy existen técnicas avanzadas de laboratorio para lograr la fecundación. Antes de este procedimiento, podremos ver el rostro de los 23 cromosomas de ese espermatozoide que tenemos en la mano mediante un cariotipo (examen que se practica a las muestras de semen que ingresan a un banco de esperma). “Si la persona no tiene una enfermedad visible, es muy probable que el resultado esté en los parámetros normales. Sin embargo, a veces se descubren en los cromosomas unas alteraciones que aumentan el riesgo de tener hijos con enfermedades, como síndrome de Down”, explica Ignacio Zarante, miembro del Instituto de Genética Humana de la Universidad Javeriana.
Una eyaculación se congela en recipientes con forma de pitillo, llamados pajillas. De un paciente pueden salir cinco pajillas, de las que se toma una para que expertos realicen los análisis de movilidad, forma y cariotipo. Cuando superemos estas pruebas, en las que no solo se analiza un espermatozoide sino el océano del que acabamos de salir, vamos a poder estar tranquilos con nuestra propia fertilidad. Mientras nos sometemos a ellas, inevitablemente surgen dudas. En tierra firme nos preguntamos por la calidad. Queremos suponer que es buena, que la sustancia es apta para dar vida. Pero frente al mar de leche, imaginamos un escenario adverso, en el que los peces que vimos presentan anomalías.
Si somos estériles y nos morimos de ganas de ser papás, está la opción de los bancos de esperma, que disponen de semen donado por hombres de diversas características. “Pertenecieron a personas entre 18 y 35 años, a los que se les hace, además del cariotipo, valoración psicológica y exámenes de infecciones”, dice Jenny Rosa Deschamps, ginecóloga y magíster en reproducción humana de Profamilia.
A los océanos congelados en neveras pueden acceder familias y mujeres solteras. La donación se hace de forma anónima. En Colombia, la información a la que acceden los pacientes interesados en dicho material genético se reduce a las características físicas del donante. “Por lo general, las mujeres piden una característica o que se parezca a su pareja. Ellas no piden un combo de ‘lo quiero rubio, de ojos claros, alto, con abundante pelo. Lo que importa es que sea una, buscan determinado color de piel o estatura’”, afirma Deschamps.
Brasil es uno de los países que más importa semen de Estados Unidos. De acuerdo con un artículo de The Wall Street Journal, en el 2017, parejas del mismo sexo o mujeres solteras de ese país adquirieron 500 tubos de esperma de donantes rubios, de ojos claros y pecas. Para el genetista Ignacio Zarante “es poco probable que se repliquen los genes producto de una donación de esperma de una persona rubia. Esas características son recesivas, es decir, se expresan con menor frecuencia que el pelo y los ojos oscuros”.
La normatividad en Colombia establece que la donación es un acto anónimo, voluntario y altruista. Solo pueden donar los mayores de edad. Además, se exige que el material genético sea sometido a las pruebas mencionadas antes de declararlo apto para su uso. Un máximo de diez mujeres pueden ser inseminadas con este esperma. En Profamilia trabajan con espermatozoides de donantes nacionales e internacionales. “En Colombia se ha importado semen –dice la médica Deschamps–. Puede venir una paciente que quiere traer semen de Estados Unidos. Lo puede hacer cumpliendo los trámites legales”.
Ahora, frente al océano de leche, sopla viento y el líquido se mueve. En unos lugares las olas son más pequeñas que en otros. Es nuestro mar, el que ya nadamos, el que nos cansamos de nadar, o podría ser el mar de cualquier otro hombre. La fertilidad esconde retos y misterios para los que debemos estar preparados. En un pequeño coágulo de semen estamos nosotros, nuestros antepasados y está el futuro. O todo lo contrario, puede que no haya nada. Pero no es el fin, puede ser el inicio de un tratamiento para producir pececitos o para buscar nuestra descendencia en otras latitudes marinas.