Banco de esperma: así es la vida congelada a -196°C

Es una opción para los hombres que se van a someter a tratamientos contra el cáncer, para aquellos estériles, para los que se van a hacer la vasectomía. También sirve para las mujeres que quieren ser madres solteras o para parejas de lesbianas que quieren tener hijos.

Por Carlos Torres Tangarife

30 de junio de 2018

La congelación no afecta la calidad. La muestra se guarda en varias pajillas y una de ellas se analiza en laboratorio.Al descongelarla, algunos espermatozoides mueren, pero la mayoría sobrevive. Se utilizan para el análisis y para la implantación. / David Schwarz

La congelación no afecta la calidad. La muestra se guarda en varias pajillas y una de ellas se analiza en laboratorio.Al descongelarla, algunos espermatozoides mueren, pero la mayoría sobrevive. Se utilizan para el análisis y para la implantación. / David Schwarz

Fotografía por: DAVID M. SCHWARZ

 Un coágulo de semen es un océano inabarcable. Si ca­mináramos hacia la orilla, guardando la distancia sufi­ciente para que no nos moje los pies, asomados veríamos el reflejo de nuestro rostro. Ahí abajo están las facciones, tan definidas como si nos encon­tráramos frente a un espejo. Nos vemos y por un momento también vemos las mejillas de papá, la nariz de mamá, el pelo liso y las cejas por las que reconocen a nuestra hermana.

Damos un paso adelante y nuestro cuerpo, ahora, está más cer­ca del líquido. Si soplara viento, segu­ro nos salpicaría las plantas de los pies. Es un mar lechoso y espeso, templado, sin olas, en el que parece imposible que haya vida. La duda asalta, nos quitamos la camiseta, los zapatos, el pantalón, los interiores, dejamos las cosas a un lado, de tal modo que las ubiquemos al volver.

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Hay quienes dicen que la mitad de los misterios del mundo yace en el fon­do del mar. Lo mismo podría decirse de un coágulo de esperma. En esa porción de líquido están guardadas el 50 % de las respuestas de la vida. Según la Or­ganización Mundial de la Salud, el valor normal en una muestra de semen es de 15 millones de espermatozoides; uno de ellos aportará la mitad de la infor­mación genética del embrión (la otra mitad la pone el óvulo).

Desnudos, ya sabemos a los que nos enfrentamos en caso de lanzarnos. Re­sulta difícil creer que haya tantas cabeci­tas con cola, nadando a velocidad de pez. Desde afuera son imperceptibles, cerramos los ojos cafés que heredamos del abue­lo materno para imaginárnoslas. Una por una hasta llegar a los 15 millones. Imagi­namos los espermatozoides en forma de larva. Los vemos idénticos, quizás unos son más rápidos que otros, pero en esen­cia son iguales. Nuestra mirada se fija en el más inquieto. Lo seguimos, subimos y bajamos el mentón como quien ve una cachama anaranjada en la orilla de un lago. Estamos cerca de perder su rastro. De a poco, el esper­matozoide se aleja, por lo que decidimos lanzarnos al líqui­do lechoso que compone este océano. Definitivamente, es el elegido por nuestra intuición para juntar con un óvulo que todavía no conocemos.

Nos clavamos en el agua, sentimos que es profundo, los dedos ni siquiera alcan­zan a rasguñar el suelo. Para no ahogarnos, lo correcto es flotar, mover brazos y pier­nas. Sí, debemos flotar en la vida misma o por lo menos en la mitad de ella. En esta situación, como si no tuvié­ramos nada en qué pensar, de repente nos pregunta­mos ¿en dónde está el óvulo que vamos a fusionar con el pececito que nos metimos a cazar? Estamos empapados, braceamos, la tierra firme a nuestra espalda se separa, nadamos decididos hacia el espermatozoide. Es uno entre 15 millones. Nos obse­sionamos con su presencia.

Por primera vez nos sen­timos con un poder más grande que el del azar. Nues­tros padres no tuvieron la posibilidad de escoger el mejor de su aporte genético. Esa bola pequeña con coli­ta, que se mueve veloz, será nuestra hija o hijo. Cuando la atrapemos, un especialis­ta podrá revisar con lupa su cromosoma. En su libro 50 cosas que hay que saber so­bre genética, Mark Hender­son sostiene que “los óvulos siempre son portadores de un cromosoma X, mientras que los espermatozoides pueden ser portadores de un cromosoma X o de un cromosoma Y. El esperma­tozoide que porta un cromo­soma X da lugar a un game­to femenino cuando se une a un óvulo; sin embargo, el espermatozoide portador de un cromosoma Y da lugar a un gameto masculino”.

Estamos cerca del objetivo, finalmente. Cuando lo atrape­mos y podamos fecundarlo, vamos a esperar con ansias el día en que le diremos a la hija o al hijo que fuimos los únicos papás capaces de elegir entre 15 millones. Que para hacerlo nos sumergimos en un océa­no rico en fauna espermática. Mientras eso ocurre, nada­mos y nadamos, los hombros se cansan, pero igual seguimos obstinados con que el destino está decidido. Si tuviéramos habilidades anfibias para do­mesticar el agua, a estas altu­ras ya tendríamos el esper­matozoide en las manos. Nos preguntamos qué hacer con el pececito, en dónde podría guardarse, ya que al océano de leche no puede volver.

Viene a la cabeza un fras­co del tamaño de un salero. En segundo lugar pensamos en un tarrito para guardar la orina. Quizás adentro quepa el futuro miembro de la familia. Luego podremos guardarlo en un lugar adecuado, que cum­pla con las condiciones para conservarlo. “Un banco de es­perma permite el almacena­miento de muestras seminales de pacientes que deseen pre­servar su fertilidad, como es el caso de hombres con cáncer a quienes el tratamiento puede afectar su capacidad repro­ductiva, hombres que ten­gan trabajos que comprome­tan su fertilidad u hombres que quieran dejar una muestra antes de someterse a una vasectomía”, explica Lina Restrepo, bacterió­loga del Centro Colombiano de Fertilidad.

Ahora, con la muestra en nuestras manos, luchamos por regresar a la orilla. Es una tarea casi imposible, pero lo logra­mos. Afuera abrimos las palmas para comprobar que el esperma sigue en su lugar. Ojalá pudié­ramos depositarlo en un balde, sin temor a echarlo a perder. Si estuviéramos en un banco de es­perma, para llegar a un único es­permatozoide como el que tene­mos capturado, nuestro coágulo de semen tendría que pasar por un estudio científico profundo. “Se puede hacer una técnica de gradientes de densidad, donde nos queda separada la muestra en el plasma y obtenemos aque­llos que naden más rápido, que tengan menos fragmentación de ADN, con mejor morfología. Existen técnicas en donde po­demos ver el espermatozoide en alta magnificación con un mi­croscopio espacial, en donde nos enfocamos en las características de la cabeza, llamadas vacuolas, para elegir el mejor”, explica la bióloga Carla Ribeiro.

En una relación entre un hombre y una mujer, la movili­dad del espermatozoide es im­portante para llegar al óvulo. La lentitud es una de las razones principales para que no se en­cuentren. Hoy existen técnicas avanzadas de laboratorio para lograr la fecundación. Antes de este procedimiento, podremos ver el rostro de los 23 cromoso­mas de ese espermatozoide que tenemos en la mano median­te un cariotipo (examen que se practica a las muestras de semen que ingresan a un banco de es­perma). “Si la persona no tiene una enfermedad visible, es muy probable que el resultado esté en los parámetros normales. Sin embargo, a veces se descubren en los cromosomas unas alteracio­nes que aumentan el riesgo de tener hijos con enfermedades, como síndrome de Down”, ex­plica Ignacio Zarante, miembro del Instituto de Genética Huma­na de la Universidad Javeriana.

Una eyaculación se conge­la en recipientes con forma de pitillo, llamados pajillas. De un paciente pueden salir cinco paji­llas, de las que se toma una para que expertos realicen los análi­sis de movilidad, forma y cario­tipo. Cuando superemos estas pruebas, en las que no solo se analiza un espermatozoide sino el océano del que acabamos de salir, vamos a poder estar tran­quilos con nuestra propia ferti­lidad. Mientras nos sometemos a ellas, inevitablemente surgen dudas. En tierra firme nos pre­guntamos por la calidad. Quere­mos suponer que es buena, que la sustancia es apta para dar vida. Pero frente al mar de le­che, imaginamos un escenario adverso, en el que los peces que vimos presentan anomalías.

Si somos estériles y nos mori­mos de ganas de ser papás, está la opción de los bancos de es­perma, que disponen de semen donado por hombres de diversas características. “Pertenecieron a personas entre 18 y 35 años, a los que se les hace, además del cariotipo, valoración psi­cológica y exámenes de in­fecciones”, dice Jenny Rosa Deschamps, ginecóloga y magíster en reproducción humana de Profamilia.

A los océanos congelados en neveras pueden acceder familias y mujeres solte­ras. La donación se hace de forma anónima. En Colom­bia, la información a la que acceden los pacientes inte­resados en dicho material genético se reduce a las ca­racterísticas físicas del do­nante. “Por lo general, las mujeres piden una carac­terística o que se parezca a su pareja. Ellas no piden un combo de ‘lo quiero rubio, de ojos claros, alto, con abun­dante pelo. Lo que importa es que sea una, buscan de­terminado color de piel o es­tatura’”, afirma Deschamps.

Brasil es uno de los países que más importa semen de Estados Unidos. De acuerdo con un artículo de The Wall Street Journal, en el 2017, parejas del mismo sexo o mujeres solteras de ese país adquirieron 500 tubos de es­perma de donantes rubios, de ojos claros y pecas. Para el genetista Ignacio Zarante “es poco probable que se re­pliquen los genes producto de una donación de esperma de una persona rubia. Esas ca­racterísticas son recesivas, es decir, se expresan con menor frecuencia que el pelo y los ojos oscuros”.

La normatividad en Co­lombia establece que la do­nación es un acto anónimo, voluntario y altruista. Solo pueden donar los mayores de edad. Además, se exige que el material genético sea sometido a las pruebas men­cionadas antes de declararlo apto para su uso. Un máxi­mo de diez mujeres pueden ser inseminadas con este es­perma. En Profamilia traba­jan con espermatozoides de donantes nacionales e inter­nacionales. “En Colombia se ha importado semen –dice la médica Deschamps–. Puede venir una paciente que quiere traer semen de Estados Uni­dos. Lo puede hacer cum­pliendo los trámites legales”.

Ahora, frente al océano de leche, sopla viento y el líquido se mueve. En unos lugares las olas son más pequeñas que en otros. Es nuestro mar, el que ya nada­mos, el que nos cansamos de nadar, o podría ser el mar de cualquier otro hombre. La fertilidad esconde retos y misterios para los que debe­mos estar preparados. En un pequeño coágulo de semen estamos nosotros, nuestros antepasados y está el futu­ro. O todo lo contrario, pue­de que no haya nada. Pero no es el fin, puede ser el inicio de un tratamiento para pro­ducir pececitos o para bus­car nuestra descendencia en otras latitudes marinas.

 

 

Por Carlos Torres Tangarife

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