
El Dalai Lama dice que no deja de impresionarle el hombre “porque sacrifica su salud para ganar dinero. Luego sacrifica dinero para recuperar su salud. Y luego, está tan ansioso por el futuro que no goza el presente; como resultado no vive en el presente ni en el futuro; vive como si nunca fuera a morir, y luego muere sin haber vivido realmente”. Yo le agregaría: que cometemos todas estas estupideces en nombre de la felicidad.
Y no es que piense que la búsqueda de la felicidad sea un despropósito. Al contrario, creo que es el problema central de nuestra existencia: todas las tradiciones espirituales han apuntado a ella, es el verdadero meollo de la filosofía, y la única razón que justifica una psicoterapia.
Pero creo que en nuestro tiempo la felicidad se ha convertido en una trampa. Y es que la felicidad dejó de ser el premio de la sabiduría, para convertirse en el ardid de la astucia. La felicidad hoy en día no es algo que se busca con consciencia, conociendo las verdades profundas de la vida y el alma; sino un mandato incuestionado que esconde una sola intención: que consumamos dócilmente buscando la felicidad barata que nos venden. Para el psicoanalista Gustavo Dessal, “la obligación de ser feliz es agotadora, como la de ser un consumidor modélico, o un triunfador”.
Vivimos hoy bajo la presión de una inclemente tenaza: tenemos que ser felices por un lado, pensar positivamente, leernos el manualito exprés de Chopra o del prestidigitador de turno, tomarnos la selfie para mostrar que somos obedientemente felices, sonreír pase lo que pase, enlistarnos en los mil y un proyectos de automejoramiento que nos llevarán a la felicidad, etc. Y por el otro lado, la felicidad que debemos buscar es, una y otra vez, un “paquete chileno”, un envoltorio atractivo pero sin sustancia, una quimera que se disuelve como el humo entre las manos.
Dicho de otra manera: tenemos que ser felices, pero no sabemos cómo. O peor aún: la astucia, la destreza y el heroísmo que tenemos para buscar la felicidad obligada, contrasta con lo ingenua, inconsciente, precaria y desatendida que es nuestra noción de felicidad. Y esa es la condición del hombre de la era de la información: hábil, informado, astuto, pero poco sabio. Se pasa una vida entera resolviendo las más terribles encrucijadas para ser feliz, sin haberse preguntado antes qué es la felicidad o cuales son las condiciones del sufrimiento.
Pero detengámonos por un momento en esa tramposa noción de felicidad que tanto nos agobia. ¿De dónde viene? ¿Cómo la entendemos? ¿Qué implica?
En primer lugar, se inscribe en el corazón de un sistema neoliberal. Y por eso se basa en el crecimiento, la competencia, el consumo y el materialismo. Ser feliz implica tener más: plata, capacitaciones, poder, etc. Ser feliz implica ganar, superar, destacar. Ser feliz implica comprar, saciar, ingerir, adquirir. Y ser feliz implica ser dueño de cosas muertas, de objetos intercambiables.
Pero basta un poco de sentido común para entender que si la felicidad se basa en el crecimiento, la realidad que experimentamos es la de la carencia. Si se basa en la competencia, el resultado es la comparación, la mezquindad y la soledad. Si se basa en el consumo, nos condena a la avidez y nos inhabilita para la entrega. Y si se basa en los objetos, deja por fuera el alma, el sentido y el amor.
Es hora de que derribemos ciertos mitos o falacias sobre la felicidad: no existe una correlación entre el crecimiento económico y la felicidad, no existe una correlación entre el desarrollo tecnológico y la felicidad, no existe una correlación entre la fama y la felicidad, no existe una correlación entre el estatus social y la felicidad y no existe una correlación entre el consumo y la felicidad. Ser rico, famoso, reconocido, tener 20 carros, ganarse un reinado, sacar el PhD en Harvard, no son garantías de felicidad. De lo contrario Trump no tendría esa boca mezquina, ni Marilyn se hubiera suicidado.
Pero existen sobre todo tres condiciones de la felicidad moderna que merecen una consideración aparte. La primera es que el tiempo de esa felicidad plantea una doble trampa: la proyección y el afán. Solo se plantea en el futuro: como en una tragicomedia Kafkiana, algún día llegaremos. La obsolescencia programada es lógica de nuestra felicidad: tan pronto la tenemos, se nos escurre de las manos. Y nuestra vida presente, la única que realmente tenemos, se vive con tanto afán, que solo encontramos sosiego en las salas de espera.
La segunda es el facilismo. Y es que nuestra idea de la felicidad esta ligada a la comodidad. No damos un abrazo, mandamos un mensaje por Facebook; no cocinamos con arte, pedimos un domicilio; no vivimos un amor profundo, sino romances que duran mientras sean cómodos. No queremos que ningún compromiso le reste tiempo a nuestras posibilidades de ser “felices”. Todo está al alcance de una tarjeta de crédito y un enter: todo comprable, reemplazable y reciclable.
La tercera es la superficialidad. Todo en esa felicidad se rige por la lógica del simulacro. No es realización, es apariencia. No es una experiencia profunda y sentida, es una imagen brillante, retocada y expuesta. Nuestra vida es modal: modo yoga, modo orgánico, modo enamorados. Pero no llegamos al corazón, no llegamos a la médula, no llegamos al alma.
Yo creo que la felicidad que en el fondo anhelamos se encuentra al otro lado: no conquistando, sino a lo esencial; no en la competencia sino en la generosidad, no en el consumo sino en la entrega; y no en las cosas muertas, sino en el sentido y la consciencia. Su único tiempo es el presente: o somos felices ahora o nunca. Al ritmo de la lentitud del vago que ve paisajes. No es para facilistas: requiere coraje y trabajo. Y es la experiencia que surge del contacto con nuestra verdadera profundidad.
Anteriormente a esa facultad que nos llevaba a la felicidad se la llamaba sabiduría. El sabio conocía las leyes de la vida, del mundo y del alma. Era el que veía lo que los otros no se atrevían a ver. No sigamos esperando que la felicidad sea el resultado de un empecinamiento en la ceguera.
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