Si amamos y sentimos más, podemos reconocer a los demás en su real y sincera dimensión. Esa es la tarea.
Cada vez veo con mayor claridad que las palabras del psiquiatra Wilhelm Reich son ciertas: estamos bajo los efectos de una plaga emocional. Una que implica la obsesión con la autoimagen, la identificación con la apariencia, la búsqueda frenética del éxito, la negación de los sentimientos, la fobia por la vulnerabilidad, el desprecio de lo auténtico, el amurallamiento del corazón, el olvido de la vida sentida del cuerpo, la avidez de poder y control, el egocentrismo, la seducción y la explotación. Esa plaga se llama narcisismo.
Sigue a Cromos en WhatsAppDe acuerdo a los manuales de psicología, el narcisismo es un trastorno de la personalidad. Pero yo creo que el narcisismo más que un trastorno de la personalidad, es una enfermedad de nuestra cultura, y por eso nos atraviesa a todos de alguna manera.
Refiriéndose al trastorno Otto Kernberg dice que “Los narcisistas presentan diversas combinaciones de ambición intensa, fantasías grandiosas, sentimientos de inferioridad y una dependencia excesiva de la admiración y el aplauso externos, la incertidumbre e insatisfacción crónicas con respecto de sí mismos, la explotación consciente o inconsciente y la crueldad para con los demás”. Esta descripción me lleva a preguntarme: ¿No vivimos todos nosotros, de una u otra forma el peso de cada una de estas características? Pero vamos más hondo y preguntémonos cuáles son los factores esenciales de esta plaga cultural.
Empecemos por la obsesión con la imagen. Recordemos que en el mito de Narciso, este queda embelesado con su reflejo en el agua de un estanque inmóvil. Según Alexander Lowen, “El narcisismo denota una preocupación por la propia imagen en oposición al propio yo. Los narcisistas “aman” su propia imagen, no su yo real”. Y este es el aspecto crucial: hacen un pacto con el diablo donde ofrecen la verdad de su alma, de su esencia, a cambio de volverse un ideal que tiene metido en la cabeza.
Para hacerlo tiene que separarse de la vida del cuerpo y de las emociones. Tiene que cerrar el corazón y separarse de todo lo que le muestre que es humano. Pero al hacerlo se pierde a sí mismo, a su verdad y a su fuerza, porque estas últimas residen en la capacidad de sentir. Y esta es, tal vez, la conclusión más importante: el narcisista idolatra su ego, pero no se ama a sí mismo. ¿No es esta también nuestra tragedia personal? ¿No hemos sido tocados todos por esta plaga de desamor?
Como es lógico, el que no se ama ni siente, no puede ver al otro en su profundidad humana. Solo lo ve como un objeto para usar, como su propio cuerpo. Por eso, en términos del alma, cada narcisista es un impotente: no ve seres sintientes sino “mexicanos” como Trump, no ve mujeres sino trofeos, tiene sexo acrobático pero nunca hace el amor. No puede dar vida, porque está muerto por dentro. Y lo que toca, como un vampiro, lo marchita. Vive la soledad de un mundo muerto, la soledad del caníbal que se come a sus hermanos. ¿No es acaso ese el infierno de nuestra actualidad?
Pero su inhumanidad contrasta con su necesidad de seducción. Desconectado del amor a sí mismo, el narcisista consume aprobación y admiración. Pero cuando las recibe solo alimentan su ego, y por eso siempre queda con hambre. Y al final, desprecia a sus admiradores, porque compraron su farsa y amaron su mentira, ignorando, como él mismo, su esencia. ¿No compartimos todos, en esta era del reality, esa inclinación pornográfica a exhibirnos, esa avidez por los “me gusta”, y esa hambre que no sacian los 1.000 amigos del Facebook?
Los narcisistas necesitan a alguien que los necesite, se venden como salvadores, son expertos en manipular los temores y necesidades de los otros. Se venden como la luz y la seguridad que los demás buscan. Pero recuerden que el narcisista no ve al otro, solo lo necesita para confirmar que ese ego que idolatra es “especial”, glorioso. ¿No somos la mayoría de nosotros hábiles manipuladores en busca de aprobación, no utilizamos al otro para que confirme la importancia que no podemos darnos?
Pero el reverso de la seducción es una necesidad compulsiva de poder y control. La explotación es la regla ya que es un desalmado. El poder garantiza que no se corra el riesgo del amor, que se inhiban la tristeza y el miedo, que no se viva la vulnerabilidad de un corazón abierto. Su afán de poder es la medida de su falta de fuerza amorosa, su necesidad de control la medida de su cobardía. Pero el poder genera temor y uno no ama a quien teme. Por eso el poder es su peor trampa. ¿Cuántos de nosotros tenemos el coraje de apostarle al amor y la entrega? No nos engañemos, casi todos le apostamos al poder y al control.
Espero que, después de lo anterior, entienda mejor el patetismo de Trump y el terror de las pasiones que genera, un poco del robo de Samuel Moreno, la dificultad de algunos para apostarle a la paz, y sobre todo, la mortal apatía que nos congela a usted y a mí, mientras el mundo se queda sin alma. Espero que haya entendido que solo hay una medicina posible: reaprender el arte supremo del amor y volver a la cordura del corazón.
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