
Por: Juliana Muñoz Toro / Fotos: Juan Zarama
En los andenes se sentaban los vecinos y los amigos a hacerles trenzas a las niñas y a rasurar a los niños. Al otro día intercambiaban. Niñas y niños devolvían el favor y trenzaban y rasuraban, así no les quedara bien al principio. Con el tiempo se aprendía. Con el tiempo ya no era Quibdó, sino Bogotá, Cali o Buenaventura, pero seguían siendo trenzas, figuras, extensiones, percusión, baile, color del Pacífico.
Dicen que con las trenzas se puede dibujar un paisaje y hasta la rutina del día. Si se teje como surco quiere decir que el terreno es muy pantanoso. Si la punta del pelo pasa por debajo de la trenza, es la voz de alguien a quien le tocó excavar en una mina inundada. Pero eso era antes, cuando aún existía la terrible esclavitud y no había más ruta hacia la libertad que la que se tejía en la cabeza del otro, que se convertía en mapa de caminos, montes, ríos y árboles altos para esconderse durante la noche. Códigos secretos que no podían descifrar quienes se nombraron ‘amos’. Tablero donde se escribía y se escribe la identidad. Soy afro y soy libre.
Hoy no hay que escapar, pero hay que mirar hacia atrás. “En la escuela no nos han contado nuestra historia –dice Hugo Caicedo (o Melanina, su nombre de artista)–. Por qué tenemos la nariz ancha, por qué los labios gruesos, por qué sentirnos bien con lo que somos”. Ahora esa historia se cuenta en la peluquería o en la barbería afro, un espacio de comunicación y encuentro “para recordar elementos culturales de los lugares de origen, para verse con los paisanos, amigos y conocidos”, escribe Lina María Vargas en su libro Poéticas del peinado afrocolombiano.
“El peluquero es un psicólogo. La gente viene a desahogarse. las personas quieren contarte de su vida”.
Peluquería y consultorio
Entrar al salón. Afiches de estrellas de rap, de trenzas tejidas con hilos de colores para bambolearse por toda la espalda. Música del Pacífico, currulao, chirimía y salsa de Cali. Tijeras, máquinas de afeitar, extensiones. Se peluquea bailando, cantando, contando. “Son espacios que ayudan a visibilizar la cultura afro”, comenta Melanina.
Melanina abrió su primera barbería en Galaxcentro, el foco de las peluquerías afro hace años, y ahora está en el barrio Kennedy. Esta es “un aporte a la ciudad porque les da a los jóvenes una fuente de empleo y los aleja de la calle. Ellos no tienen una academia para aprender, se aprende haciendo”.
“El peluquero es un psicólogo. La gente viene a desahogarse. las personas quieren contarte de su vida”.
Yasser Mendoza –barbero, de la ‘academia’ del andén, de Quibdó, del vecino– dice que esta es una manera de “sobrevivir en una tierra que no es la tuya gracias a que se tiene el arte. Es un arte porque en un corte siempre debe plasmarse una idea”. Muchos afro, más que por el ideal de proponer una nueva estética, abren una peluquería porque es lo que saben hacer. Por la demanda del negocio.
Hay más paisanos que necesitan de alguien que sepa domar su pelo ‘duro’ y, de paso, crear lazos. “Este es un espacio en el que te quieres relajar–asegura Yeraldine Caicedo, de la peluquería Africanos Blancos y Negros–. El peluquero es un psicólogo. La gente viene a desahogarse. Cuando le coges la cabeza a alguien es automático que quiere contarte de su vida, de la manera como creció en su pueblo”.
Arte femenino: las niñas afro suelen llevar trenzas, hechas, por lo general, por las mujeres de su familia. Es así hasta los 15 años, cuando tienen permiso de alisarse con productos químicos o ponerse extensiones. Es como el cambio de zapatilla, para ajustarse a un modelo que la sociedad les ha impuesto.
La mayoría de clientes son afro, pero también vienen jóvenes que quieren la “raya Ronaldo”, la trenza de Snoop Dogg, y hasta hubo un tiempo en que existió la ‘Malumanía’.
Comunicarse sin hablar
“El tema afro se ha puesto de moda. Antes, las mujeres buscábamos alisarnos para encajar. Ahora queremos resaltar nuestras raíces. Aquí vienen y me dicen: ‘Tengo el pelo duro pero quiero que sepan que mis abuelos eran negros’”, Caicedo hace una pausa, contesta una llamada, atiende la registradora, regresa a la entrevista. Las tardes son las más ocupadas.
Más de 4 millones de afrocolombianos viven en el país según el último censo del DANE.
Las mujeres están reivindicando su negritud en un intento de volver también a sus raíces y a la estética africana. Por ejemplo, en Facebook se formó el movimiento ‘Entre chontudas’ . Al principio querían indagar sobre cómo cuidar el cabello muy crespo. Con el tiempo, de acuerdo con la gestora cultural Eliana Valencia, salieron otros temas, como el racismo, la imagen de la mujer afro frente a su cabello, la estética, la forma de vestir. “Terminamos haciendo un proceso de ‘autorreconocimiento’ de belleza natural”.
Angélica Castillo, creadora de Miss Balanta, empezó a diseñar y vender turbantes por las historias que le contaba su mamá sobre ese trapo blanco. Antes, le explicaba, las esclavas afrodescendientes lo usaban como una obligación, ahora, si se le ponía color y actitud, se volvía una herramienta de resistencia y empoderamiento femenino. No era ya una tela para ocultar el pelo que alguien más quería ignorar. Y dice “femenino”, no solo afro. Una de sus primeras clientas fue una paciente con cáncer, una mujer que con un ‘simple’ pañuelo llegaba a sus quimioterapias y las demás se contagiaban de tanto color, de tanta sonrisa.
El turbante también era usado para protegerse del sol, como parte de demostraciones artísticas y, en algunas culturas, porque creían que las damas de raza negra eran más propensas a recibir energías negativas por la cabeza.
“El turbante es comunicación no verbal. Es un accesorio magnético que puede decir mucho. Nunca vas a pasar desapercibida. No es cómo te ves, sino lo diferente que te ves. La gente ya no está comprando productos, está comprando experiencias”, dice Castillo, con un turbante que envuelve su cabello, la hace ver más alta y resalta los colores que se sienten en su voz.
Una clienta se sienta en la ‘silla turbantera’. Llega con temor. “Me voy a ver ridícula –asegura–. Solo a ti te queda bien”. Castillo le responde que tranquila, que las telas le van a hablar, que la tela no te deja sola. La otra ríe. Pero habla en serio. “Nunca he victimizado mi discurso. Hablo de visibilización, sin olvidar el pasado. Resalto lo bueno. Estamos hartos de hablar de víctimas. Tenemos que ponernos como entes transformadores de historias. Hay que cambiar el cuento de dolor por un cuento de alegría”.
Practicidad: “Las trenzas sirven para que te sientas como una princesa: te acuestas peinada y te levantas peinada. Además, para muchas es la oportunidad de cambiar de look sin comprometer su cabello con tinturas”, dice Yeraldine Caicedo.
Libertad de expresión
“Llevar trenzas es muy práctico. Sirve para que te sientas como una princesa: te acuestas peinada y te levantas peinada”. Es por eso que a Yeraldine Caicedo le gustan tanto y las trabaja en la peluquería con extensiones de pelo, coloridas y largas: “Para muchas es la oportunidad de cambiar de look sin comprometer su cabello con tinturas”.
Las niñas afro suelen llevar trenzas, hechas, por lo general, por las mujeres de su familia. Es así hasta los 15 años, cuando tienen permiso de alisarse con productos químicos o ponerse extensiones. Es como el cambio de zapatilla. Es el maquillaje para ajustarse a un modelo que la sociedad les ha impuesto.
Para Eliana Valencia, este tipo de intervenciones sobre lo natural implica “negarse a uno mismo y acomodarse a un estereotipo”. Sin embargo, para otras mujeres afro, estas también son costumbres tradicionales (aunque no tan antiguas), promueven la libertad de expresión y la identidad. “Este pelo es mío si yo lo compré”, se lee en el titular de una revista. La activista Marichen Walker dijo alguna vez: “Muestras tu negritud, no por lo que lleves, sino por lo que sale de tu boca, por lo que eres y por cómo actúas”.
Trenzas, turbantes, dreadlocks (más de los adeptos al rastafarismo) o extensiones… no importa con qué estilo, pero “la comunidad afro está empezando a entender que la estética es una de las formas de reivindicar la historia, de recordar que estamos acá” –concluye Valencia–. Recordar que somos diferentes y que hemos aportado a la construcción de este país”.





