
“En el mismo río entramos y no entramos. Somos y no somos”, eso decía Heráclito, el más grande de los filósofos griegos. Y era tan lúcido, que desde el inicio resolvió nuestra más grande verdad, apuntando a que es un enigma insoluble: somos y no somos al mismo tiempo.
Si usted cree que es algo, Heráclito diría que se equivoca, que cada ‘algo’ que usted es, tarde o temprano se esfuma, como las burbujas de jabón o los remolinos de los ríos. Si usted cree que no es nada, Heráclito le diría que se equivoca, que la ‘nada’nunca fue cierta tampoco, porque su experiencia siempre tiene la calidez del encuentro: cada amanecer, cada contacto, cada amor que nace, es una pauta que milagrosamente resurge de la nada. Somos y no somos, esta es una paradoja que nos deja justo en el corazón de nuestra esencia: nuestra verdadera identidad es el devenir.
No existe una sola tradición espiritual que no apunte a esto. Todas dicen que la verdad de lo que somos no se asoma hasta que no entendamos que nuestro fundamento es la impermanencia. El chamanismo nos invita a ser amigos de la muerte, el cristianismo nos recuerda que somos polvo y en polvo hemos de convertirnos, y el budismo insiste en hacer de la impermanencia la única constante.
En Blade Runner, la película de ciencia ficción, encontramos la poesía de esta realidad en boca de un cíborg: "Yo he visto cosas que ustedes no creerían. Naves de ataque en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo... como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir".
Pero nos esforzamos en atribuirle a todo una solidez imposible. Nos desvivimos por apropiarnos de una permanencia que riñe con la realidad de la existencia. Queremos que todo sea solamente y que dure para siempre. Basamos nuestra vida en ‘nuncas’ y ‘para siempres’, en certezas inamovibles, en conceptos acabados. Tratamos de agarrar el devenir que somos, como el que trata de agarrar el agua con las manos o de ahorcar el espacio. Y al hacerlo sufrimos. Esa actitud en el budismo se llama ignorancia.
Y esa ignorancia se manifiesta inevitablemente a través de las dos lógicas que gobiernan nuestra vida fraudulenta. La primera de ellas es el miedo psicológico, ese empecinamiento en evitar lo inevitable. La segunda es el apego, ese empecinamiento en retener lo fugaz. Dice el budismo que la ignorancia, el miedo y el apego son los tres venenos que hacen girar la rueda de nuestro sufrimiento.
La sabiduría, por el contrario, parte de reconocer que no podemos ser una cosa definitiva. Somos un proceso inacabado. No somos, sino que vamos siendo. No somos el contenido de nuestra experiencia, somos más bien esa presencia, ese espacio donde sucede.
Cuando la ley es la impermanencia, nuestra realidad es el encuentro constante de los nacimientos y las muertes. Por eso los grandes símbolos de la vida representan esa paradoja: el ouroborous es una serpiente que se come su propia cola, que muere y renace constantemente; el fénix es un ave que se quema y surge de sus propias cenizas, y Shiva es un danzante que muere y renace una y otra vez.
Por eso estoy convencido de que para aprender a vivir necesitamos, en primer lugar, reconocer la realidad de nuestra impermanencia y, en segundo lugar, aprender a nacer y a morir. Porque nuestra vida, más que algo estático, es la pauta que se va desplegando a partir de la suma de nuestros nacimientos y nuestras muertes. Y aquel
que hace del nacer y el morir un arte va reconociendo el verdadero misterio de vivir.
Todos de alguna manera sabemos que nuestra mediocridad vital, nuestra patología y nuestros sufrimientos derivan de no saber nacer y morir: estamos llenos de procesos que no terminan de surgir, de ‘abortos’ psicológicos, de salidas prematuras, de muertes inacabadas, de relaciones necrosadas que hace tiempo perdieron vitalidad, de identidades muertas que cargamos como pesadas pieles de otros tiempos.
Creo que existen algunas claves para este aprendizaje. La primera de ellas es la presencia, la atención al momento presente. Porque, si nos desviamos en los recuerdos y las anticipaciones, no tendremos la claridad para entender las pautas de nuestros nacimientos y muertes. La segunda es la conciencia, pero no me refiero a ese incansable locutor que llevamos en la cabeza, sino a la conciencia silenciosa del que vuelve a la claridad de sus sentidos. La tercera es la autenticidad: no puede nacer y morir el que no tiene el coraje de aceptar las verdades de lo que es en un momento dado. La cuarta es que nacer y morir es un asunto de escuchar momento a momento el llamado del corazón. En cada instante de la vida vale la pena preguntarse: ¿cuál es el llamado, a qué estoy naciendo, por qué estoy muriendo? La quinta es que no aprendemos a nacer si no aprendemos a morir y no aprendemos a morir si no aprendemos a nacer.
Hay elementos siempre presentes en el arte de nacer: la apertura y el encuentro que nos permiten ser fecundados; el juego creativo que acompaña la gestación; la estrechez que impone una nueva realidad; la lucha que acompaña a cada parto, y ese salto a lo desconocido que hay en cada alumbramiento.
En el arte de morir se conjugan los siguientes elementos: la noticia de que algo ya no es; la aceptación de la realidad de la muerte; la recapitulación del proceso vivido; la valoración del sentido que aquello tiene en nuestra vida; el cierre o despedida; la agonía o el dolor de la disolución, y el salto a un nuevo nacimiento.
En síntesis: somos la metamorfosis. No somos la oruga, ni la crisálida, ni la mariposa. No hay mariposa sin gusano. Cada una nace y muere como parte de una pauta. Somos la pauta que trasciende cada uno de los estados y que se va develando a través de la suma de nuestros nacimientos y nuestras muertes. Si aprendemos a nacer y morir, la pauta se develará con claridad y fuerza. Fernando González lo resumió perfectamente: “La verdad es la vida”.
Para tener en cuenta:
Muerte y renacimiento
En este video, el Dalai Lama se aproxima a la idea de Buda que planteaba que la mejor manera de hacer que la vida tenga sentido es recordar, en cada paso del camino, que somos mortales. De esta manera aprovecharemos cada segundo de
la existencia. Ver aquí.
El libro tibetano de los muertos
que busque el significado de la vida podrá hallar respuestas en estas escrituras del siglo VIII, donde se encuentran las claves de la libertad espiritual. Es una guía de consejos para emprender el viaje al más allá después de la muerte. Ver aqui.
Soltar
Charla en la que el maestro budista Sogyal Rimpoché habla sobre la importancia del desprendimiento. Para llegar a vivir con libertad y serenidad es necesario hacer a un lado el apego. Para lograrlo, sin embargo, hay que aprender primero a controlar la emociones. Ver aquí.
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